EL TIEMPO ARGENTINO
Por Pablo Robledo
Especial desde Londres
El duro cuadro económico-social y el aislamiento regional que enfrenta el premier inglés David Cameron explican la reaparición del conflicto por Malvinas. El espejo de Margaret Thatcher y la radiografía de una sociedad ajena al debate.
Cuando el miércoles pasado David Cameron se levantó de su asiento en el Parlamento inglés y con el cuerpo inclinado hacia los diputados del Partido Conservador sostuvo, sin que su voz o su cara denotaran ironía alguna, que la Argentina estaba adoptando una actitud colonialista respecto a los habitantes de las Malvinas, no hacía más que repetir una vieja treta del establishment de su país: fuga hacia adelante para distraer la atención.
El mismo día en que se anunciaba que el desempleo había aumentado hasta su pico más alto desde 1996 –casi 2,7 millones de personas o el 8,4 % de la población activa esta sin trabajo– el primer ministro eligió la cuestión de la soberanía y la autodeterminación de los kelpers como un gesto distractivo más ante las malas noticias en casa.
El hombre que reconoce a Margaret Thatcher y Tony Blair como sus mentores políticos empleó una paradoja que sonó ridícula: la madre de todos los imperios acusando a un país sudamericano de colonialismo. El periódico Socialist Unity describió la frase como nominada al premio anual “Se ríen de nosotros”.
El 30 de noviembre de 2011, millones de empleados públicos paralizaron el país con reclamos gremiales y salariales contra las políticas gubernamentales de ajuste. Curiosamente, ese día Inglaterra mantuvo un grave incidente diplomático con Irán. No por repetida menos efectiva, no por anunciada menos audaz, la táctica da aire a una extraña coalición de gobierno que expresa sus limitaciones día a día.
La unión entre la derecha conservadora y la centroizquierda liberal demócrata tiene en sus manos un país viviendo una de las crisis más agudas de su historia, pretendidamente aislado dentro de un continente en estado de zozobra. Con una oposición, el Partido Laborista, que por solidaridad de clase política decide no sacar los pies del plato y juega al “me opongo pero te apoyo porque entiendo lo grave de la situación”.
La sociedad inglesa queda a medio camino entre el desamparo y la resignación, entre la protesta y el clima de fin de fiesta. Las voces que se oponen al provocador exabrupto neocolonial pertenecen a los sospechosos de siempre: la izquierda laborista encabezada por el legendario diputado Tony Benn, los partidos trotskistas y socialistas sin representación parlamentaria, los sindicatos clasistas y combativos, los periodistas progresistas de la prensa seria, los sectores más politizados y enojados de la población. John Weight, periodista de la izquierda radical, resume: “…tal como hizo Thatcher en 1982, Cameron utiliza el tema de la soberanía como cortina de humo que tapa las demás cosas”.
Según algunos analistas políticos las razones de la enorme crisis por las que Cameron decide apostar a la distracción agresiva son variadas. Los saqueos y disturbios que el año pasado incendiaron Londres y se reprodujeron en menor escala en los grandes centros urbanos del norte; el desmantelamiento del Estado de Bienestar vigente post 1945; los drásticos recortes en los beneficios sociales, el seguro de desempleo y sobre todo el Sistema Nacional de Salud; los sueldos y bonos obscenos de los altos ejecutivos corporativos y los banqueros; y el rescate con fondos públicos de instituciones bancarias figuran entre ellas.
También el congelamiento de la mayoría de los salarios; la inflación encubierta disfrazada por un hábil manejo de los índices; el aumento desmedido de las tarifas en servicios básicos como gas, electricidad y transporte; y la falta de regulación de los servicios financieros; la creación de una subclase de jóvenes marginados y sin futuro; y el racismo institucionalizado en fuerzas como la policía londinense.
Todos motivos para escapar de la acuciante realidad no faltan. Y si se agrega el contexto del aislamiento europeo por la decisión de Cameron de defender a la City londinense contra lo que él intuyó como una agresión por parte de la comunidad europea al centro financiero más poderoso del mundo o un ataque al sector de servicios británico, la soledad y el enfrentamiento se convierten en estrategia.
Pero es necesario recordar que, cuando se trata de política exterior, la unidad de las partidos políticos y aún de grandes sectores de la población es casi monolítica. “No estamos de acuerdo con tal o cual guerra pero una vez que todo empieza, apoyamos a nuestros muchachos”, parece ser el mantra histórico. Cameron aprovecha esta especie de pacto no escrito para unificar el frente interno ante la solidaridad para con la causa argentina que demuestra el Mercosur y la escalada militarista se impone en la agenda política. Reúne al Consejo de Seguridad Nacional y discute durante más de una hora con sus altos mandos militares la situación en el archipiélago.
Allí hay más de 1200 soldados y oficiales apostados, pero se decide también enviar, el próximo mes de febrero, al príncipe William, en funciones de piloto de helicóptero de búsqueda y rescate de la Royal Air Force. Otro “principito” que hará el viaje al sur, donde le esperarán cuatro aviones de combate Eurofighter Typhoons y la Fragata Montrose, que patrulla las islas. La cadena ITV hace su parte y anuncia que “…a 30 años de la Guerra de las Falklands, Gran Bretaña en vez de conmemorar se prepara por si hubiera otra…”. Simon Weston, activista y veterano de guerra, avisa: “No podemos ir a las islas de la misma manera que fuimos en el ’82, no tenemos la Armada para montar la misma clase de asalto que hicimos aquella vez, tenemos que rever esa situación.”
Suenan las campanas guerreras y los popes de la industria armamentista, una de las mayor exportaciones del reino, se frotan las manos. La opinión pública, por su parte, parece ocupada en seguir las andanzas de los equipos de Manchester o meramente en sobrevivir la crisis. Pocos hablan, pero cuando lo hacen, por ejemplo en los pubs, el mensaje de los más politizados parece claro: “No creo que Malvinas sea un problema político, porque si lo fuera, tendría solución. Está visto que el tema es el petróleo y los intereses económicos. Los ingleses no tenemos hostilidad contra los argentinos.”, dice Brian Tudson, jubilado del ferrocarril, mientras prepara su primera visita a la Argentina como turista.
En el barrio londinese de Elephant & Castle, el remodelado edificio del Museo Imperial de Guerra celebra un pasado plagado de conquistas, con el sello indeleble de la marca imperial. Una de las salas está dedicada a la Guerra de Malvinas y no sería prematuro creer que hay quienes ya deben estar pensando en agrandarla. No muy lejos de allí, en los corredores del poder político de Whitehall, se analiza lo dificultoso que sería tener que depender de la solidaridad o ayuda de países como Francia y Alemania –o incluso los dudosos socios del resto de Europa– en decisiones relacionadas con otros conflictos internacionales cuando la principal preocupación parece ser Irán.
“La soberanía de las islas y la autodeterminación de los isleños no se negocia en la mesa de la política internacional”, es la frase que con más empecinamiento se repite on y off the record. En las calles, la Thatcher, “la dama que soltó los perros de la codicia”, a decir del escritor Manuel Vicent, antes de irse en su viaje final, ha vuelto para quedarse.
Las nuevas generaciones abrirán su juicio, las otras lo reafirmarán o lo revisarán y la historia esperará su turno. En su residencia de Downing Street, uno de sus hijos predilectos, David Cameron, un hombre aparentemente acosado pero resuelto, juega al peligroso juego de repetir la historia como farsa pero quizás también como tragedia. <
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