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Por Simon Schama
En septiembre de 1946, cuando gran parte de Europa había quedado reducida a escombros, Winston Churchill dio un discurso vibrante (aunque en la actualidad poco recordado) en Zurich. La única salida para el destrozado continente, sentenció con su clásica voz de barítono, era "recrear la familia europea": forjar una unión aún más estrecha entre sus siempre beligerantes naciones.
Hoy, cuando la aprehensión de los mercados se tiñe de indecorosa alegría ante la posibilidad de que el colapso de la Eurozona arrastre consigo la gran empresa común de Europa, resulta importante recordar aquellos gestos heroicos.
Las agencias de calificación crediticia siguen actuando como hienas voraces. Tras precipitar la calamidad de las subprime y cometer errores billonarios en su cálculo de la reducción de la deuda estadounidense, cabría suponer que esas agencias tendrían la decencia de pasar inadvertidas, por lo menos algún tiempo, antes de hacer alarde de arrogancia y decretar la viabilidad de Estados en apuros. Sin embargo, hoy día impera una perversidad invertida que, emulando al Plan Marshall, combina una mojigatería desmedida hacia los "déficits insostenibles" con una enfermiza insistencia en las medidas menos indicadas para reducirlos: una austeridad draconiana en el sector público que extirpa la demanda de la economía e impide restablecer el crecimiento; y tasas de interés oportunistamente punitivas sobre los bonos de deuda soberana, que sólo avivan las llamas de la cólera política.
A medida que aumenta el resentimiento, se cuestiona la presunción de mutua dependencia que sustentó la prosperidad europea (y atlántica) de la posguerra. La derecha, siempre suspicaz hacia la evolución darwiniana, está más interesada que nunca en verla en acción y dejar en el desamparo a las especies más débiles. Su mensaje para Atenas, cuna de la cultura occidental: "Morite, pero rápido".
Los efectos serán espantosos: un colapso comercial semejante al desastre de la década de 1930; un nacionalismo feroz y autoritario; una escalada contra la inmigración; y la beligerancia estudiantil neonacionalista.
Las complicaciones también podrían repercutir en Estados Unidos, donde el llamado presidencial a la "unidad" no suavizó la retórica de mutua demonización.
Así, vale la pena apartarse un poco del caos financiero y recordar de dónde surgió el ideal de unidad europea y por qué vale la pena defenderlo. No fue casual que, en 1957, se eligiera Roma para firmar el tratado que creaba una unión europea sin aranceles ni fronteras, ya que la ambición de un imperio pancontinental, con un mismo código penal y una administración única, existe en el continente desde la época de los emperadores Augusto y Adriano. La visión ecuménica de armonía paneuropea aparece en textos como "Querella de la Paz" (Erasmo de Rotterdam; 1521), que, si bien al principio no fueron más que idealizaciones de uno o dos intelectuales humanistas, tuvieron un enorme impacto en una época en la que el nuevo y "peligroso" medio de la imprenta lanzaba palabras a través de las fronteras de Estados e idiomas.
Los grandes pensadores persistieron en su visión de una Europa finalmente desarmada.
En 1795, Immanuel Kant publicó su obra Propuestas para una paz perpetua, en la que demuestra que la filosofía, a menudo, tiene más contacto con la realidad que los curtidos e "informados" brokers de dinero y poder.
En 1849, el novelista francés Victor Hugo habló al Congreso de la Paz: "Llegará el día en que la guerra parezca absurda... en que los únicos campos de batalla sean mercados abiertos al comercio y mentes abiertas a las ideas... todas las naciones de este continente, sin perder sus cualidades distintivas ni su gloriosa individualidad, se fundirán estrechamente en una unidad superior y constituirán una fraternidad europea".
Esos sueños y esperanzas perecieron envenenados por los gases de las trincheras de la Primera Guerra Mundial. Pero no se extinguieron del todo. En la década de 1920 se sembraron las primeras semillas de lo que habría de ser la Unión Europea, cuyo máximo defensor fue un personaje ahora casi olvidado: el conde Richard von Coudenhove-Kalergi, quien no sólo reclutó a figuras de la talla de Einstein, Freud y Heinrich Mann para defender la causa de la unión europea, sino también a los líderes de Francia y Alemania —Aristide Briand y Gustav Stresemann—. Otro luchador caído en el olvido, el parlamentario laborista británico Norman Angell, argumentó que la inevitable integración económica del centro de
Europa terminaría por volver obsoleta la guerra. Y sin embargo, en 1933, cuando Angell recibía el Nobel de la Paz, Hitler alcanzaba la Cancillería alemana, desde donde haría pedazos sus expectativas.
Es verdad que el ideal de Victor Hugo debió afrontar un instinto tribal arraigado en las diferencias de idiomas y costumbres, que aún ejercen un influjo casi místico en los pueblos, que atribuyen sus desgracias al detestado extranjero o al inmigrante invasor. Pero, nos guste o no, todos compartimos un destino común que abarca océanos y continentes, más que nunca. Dijo el poeta inglés John Donne: "Ningún hombre es una isla, pues no estamos completamente aislados; cada individuo es un pedazo del continente... Si el mar arrastra consigo un terrón, Europa se reduce igual que si fuera un risco...; la muerte de cualquier hombre me disminuye porque soy parte de la humanidad, y por ello nunca pregunto por quién doblan las campanas...".
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