Año 3. Edición número 147. Domingo 13 de marzo de 2011
Por Ricardo Ragendorfer, desde el Distrito Federal
internacional@miradasalsur.com
Los ocho cárteles Mexicanos sortean a sangre y fuego los embates del Estado con alianzas coyunturales. El gobierno ya reconoce la derrota El taxi que iba desde el aeropuerto hacia la colonia Santa María de la Ribera se abría paso con dificultad entre el tránsito mañanero del Distrito Federal. El estéreo del auto emitía una canción cuya letra ensalzaba las hazañas de un tal Ezequiel Cárdenas Guillén. Entonces le pregunté al chofer si era un corrido de la Revolución o un narcocorrido. Su respuesta fue: –Es un narcocorrido. Y, volteándose hacia mí con las cejas enarcadas, agregó: –Es lo que está de moda. Luego supe que el héroe aludido era uno de los jefes del Cártel del Golfo.
Por Ricardo Ragendorfer, desde el Distrito Federal
internacional@miradasalsur.com
Los ocho cárteles Mexicanos sortean a sangre y fuego los embates del Estado con alianzas coyunturales. El gobierno ya reconoce la derrota El taxi que iba desde el aeropuerto hacia la colonia Santa María de la Ribera se abría paso con dificultad entre el tránsito mañanero del Distrito Federal. El estéreo del auto emitía una canción cuya letra ensalzaba las hazañas de un tal Ezequiel Cárdenas Guillén. Entonces le pregunté al chofer si era un corrido de la Revolución o un narcocorrido. Su respuesta fue: –Es un narcocorrido. Y, volteándose hacia mí con las cejas enarcadas, agregó: –Es lo que está de moda. Luego supe que el héroe aludido era uno de los jefes del Cártel del Golfo.
Por la tarde, el noticiero de Televisa mostró al presidente Felipe Calderón al volante de un vehículo táctico Suncat, durante un acto castrense. Al parecer, el tipo tiene un costado infantil: le gusta jugar a la guerra. Y no es extraño verlo con gorra y chaqueta de fajina junto a la cúpula del ejército. Los mexicanos incluso recuerdan a sus dos hijos –Luis Felipe y Juan Pablo, de cuatro y ocho años– disfrazados con uniforme de general durante la celebración del Día de la Independencia, en 2007. Calderón ahora seguía haciendo cabriolas a bordo del Suncat, ante la incómoda mirada de sus custodios.
En ese preciso instante, a pocos kilómetros de allí, se producía la ejecución de 15 personas por tiradores que iban en camionetas. Ese domingo se reportó un total de 70 muertes en diez estados por ajustes de cuentas, atentados con explosivos y operativos de seguridad. Tal es el promedio diario de asesinatos en lo que va del año. En tanto, durante 2010 –según el Consejo de Seguridad Nacional– se registraron 15 mil crímenes cometidos en idénticas circunstancias.
Ese número representa casi la mitad de las ejecuciones efectuadas desde diciembre de 2006 –unas 32 mil–, cuando tras asumir la presidencia, Calderón tuvo la ocurrencia de convocar a las Fuerzas Armadas para su ofensiva contra los cárteles de la droga. Es por demás significativo que en los 11 meses anteriores de aquel año sólo se hayan cometido unos 603 asesinatos de este tipo. Ello tiene su lógica. Ocurre que la “declaración de guerra” al narcotráfico desató tres conflictos bélicos simultáneos: el de los cárteles entre sí por el control de los territorios; el de Los Zetas (organización integrada por desertores del Ejército), que financian su ingreso en el negocio de la droga con robos y secuestros, y el de los militares contra los propios ciudadanos.
En estos días trascendió públicamente un informe reservado de la Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena) que en septiembre del año pasado expuso el titular de ese organismo, general Guillermo Galván, ante los diputados federales. De acuerdo con su análisis, es previsible que la presión permanente del Estado mexicano contra los cárteles de la droga “no sólo provocaría más violencia contra funcionarios, cuerpos de seguridad y las fuerzas armadas, sino que los grupos criminales también podrían incrementar las acciones para cooptar a las autoridades”.
Al reconocer el fracaso oficial en la cruzada contra el crimen organizado, Galván expuso el siguiente panorama: “Tras un repunte en la violencia, es posible que ésta disminuya si la unión de los cárteles del Pacífico, del Golfo y de la Familia Michoacana se consolida para eliminar a Los Zetas. Es igualmente viable que la intensidad de la acción gubernamental obligue a la ‘unificación pactada’ de los cárteles y que, a partir de ello, realicen sus actividades como antes, sin violencia, en forma soterrada”.
En resumidas cuentas, la estrategia propuesta por la Sedena consistiría en regresar a la situación que imperaba antes de la llegada de Calderón a la residencia Los Pinos. Pero otra lectura de este análisis induce a la certeza de que, para el gobierno federal, los sindicatos del crimen organizado han infestado a todo México y que su expansión es imparable.
Pymes del Tercer Mundo. Se sabe que, a partir de 1980, la Drugs Enforcement Administration (DEA) inició una cruzada integral contra los cárteles latinoamericanos de la droga con el propósito de controlar el fabuloso flujo monetario que se desliza a través de sus arcas.
Sus paralelismos más remotos no son sino las Guerras del Opio en el siglo XIX entre Inglaterra y China, desatadas a raíz de la pretensión británica de eliminar todo obstáculo que impedía el comercio de dicha pócima en el milenario país oriental.
El surgimiento –a mediados de los años ’70– de los cárteles colombianos, el increíble volumen de su facturación y, con posterioridad, la debacle provocada por enfrentamientos armados entre estructuras rivales –en las que la DEA tuvo algo que ver– no acabó precisamente con el negocio sino que lo condujo hacia una nueva tierra de promisión: México.
Los resultados están a la vista. La guerra contra los cárteles no ha podido desarticular a ninguno y, por el contrario, éstos sortean los embates del Estado con alianzas coyunturales entre sí –que, a veces, sólo duran días o el tiempo que lleva cruzar un cargamento–, a pesar de sus violentas disputas por el control de territorios y mercados.
En la actualidad hay en México ocho cárteles bien estructurados –el de Juárez, el del Golfo, el del Pacífico, el de Sinaloa, el de Tijuana, el de la Familia, el de los Beltrán Leyva y el de Los Zetas–, con extensiones en todo México y estrechos vínculos con las policías de todo el país. Están dirigidos por hijos y sobrinos de legendarios capos como Endina Arellano Félix, Amado Carrillo Fuentes e Ismael Zambada.
Es una tercera generación de criminales que, por encima de la crueldad de sus operaciones, son diestros con sus pares en el fino arte de la negociación y que han sabido diversificar sus asuntos. Ya no sólo se dedican a las drogas sino que abarcan un espectro de 25 figuras delictivas, como el secuestro, la extorsión, el tráfico de migrantes y hasta la trata de personas. De ese modo, mientras la sangre se escurre en un plano inclinado, la presencia del narco invade hasta la última hendija del país azteca.
El DF, sin embargo, no parece estar impregnado por el clima de guerra que sacude al resto del territorio mexicano. “Aquí se mata menos”, fue la definición de Hernán R., un cronista del diario La Jornada, quien soltó esa frase casi como al pasar, mientras almorzábamos en una fonda de la avenida Insurgentes Sur. Luego extendió el dedo índice para señalar un tugurio algo barroco situado en una esquina.
Era el bar Bar, uno de los templos nocturnos más reputados de la ciudad. “Allí fue donde lo hirieron a Cabañas”. Se refería al futbolista paraguayo Salvador Cabañas, quien jugaba para el América cuando, por una cuestión de polleras, fue baleado por José Balderas Garza, alias Jota Jota, un lugarteniente del Cártel de Sinaloa.
El tipo cayó preso el 18 de enero. Al ser exhibido por la Procuración General de la República (PGE) ante la prensa, lucía una coqueta chomba negra marca Polo. Hernán R. dijo al respecto: “Al día siguiente, ese mismo tipo de chomba se agotó en todas las tiendas de México”. En fin, es lo que está de moda.
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