Enrique Fojón
Los acontecimientos en el mundo árabe, tanto en la ribera sur del Mediterráneo como en Oriente Próximo, llenan páginas y acaparan comentarios. La situación se presta a especulaciones y los más atrevidos incluso se atreven a efectuar recomendaciones. No obstante, lo que sí se puede es constatar ciertos hechos que confirman atavismos de esa, no tan pujante civilización, llamada Occidente.
Hasta que no saltaron los acontecimientos a la prensa, la mayoría de la opinión pública y de las élites culturales y políticas de Occidente conocían poco, por decir algo, de la política interna de países como Túnez, Bahréin, Egipto o Libia, por citar a algunos de los países concernidos. Esta circunstancia no es óbice para que declaraciones políticas y artículos de prensa lleven a proclamar nuestra obligación moral a intervenir y a dar por supuesto que esos acontecimientos, rápidamente calificados de "revoluciones", están dirigidos a asumir los valores de libertad y democracia que guían nuestro mundo. Parece que es válido articular todo tipo de artificios para la narrativa, menos admitir, sin reservas, que los árabes deben construir su propia historia.
Aplicar nuestros clichés culturales a otros ámbitos, por muy globalizada que esté la difusión de mensajes, es un error de juicio esencial y sobre ese error se construyen las decisiones. La mayoría de las opiniones coinciden en que los cambios de régimen que pueden producirse son beneficiosos, pero muy pocos pueden siquiera enumerar las motivaciones de las revueltas o de articular un elemental croquis de cómo sería la alternativa. Si se alega el factor económico como motivación para el cambio, los datos lo invalidan como elemento de validez general pues, por ejemplo, en términos macroeconómicos, Egipto está más saneado que Grecia. Habrá que incidir en factores estratégicos de fondo, como la demografía para aproximarse a la realidad y esa es tarea que pocos están decididos a asumir.
No obstante, el análisis se impone para considerar, inicialmente, cómo esos acontecimientos afectan al mundo occidental y, especialmente, a Europa. El caso libio es paradigmático porque es el que ha evolucionado más dramáticamente. Desde los primeros momentos el foco de atención de los analistas se posó en Italia por la especial relación de este país con Libia. Roma realiza el 40% de las importaciones de Trípoli y canaliza el 40% de las exportaciones libias. Muchas importantes empresas italianas tienen estrechos lazos, algunas con clara interdependencia, con el país de Gadafi. Exponer esta situación no significa efectuar un juicio de valor moral, ni mucho menos. Italia tiene sus propios intereses nacionales y el derecho a defenderlos. El comercio exterior es uno de ellos. Italia fue potencia colonizadora de lo que hoy es Libia, existen lazos entre los dos países, y el caso sirve para ilustrar situaciones de fondo que no conviene obviar.
La relación entre la península central del Mediterráneo y el país al sur del Golfo de Sirte tiene una importante transcendencia estratégica, que puede servir de ejemplo para ilustrar muchas situaciones en Europa. El destrozo de esa relación italo-libia afectará de forma esencial a la situación estratégica en el Mare Nostrum sea cual sea el desenlace del conflicto libio.
Hasta que no saltaron los acontecimientos a la prensa, la mayoría de la opinión pública y de las élites culturales y políticas de Occidente conocían poco, por decir algo, de la política interna de países como Túnez, Bahréin, Egipto o Libia, por citar a algunos de los países concernidos. Esta circunstancia no es óbice para que declaraciones políticas y artículos de prensa lleven a proclamar nuestra obligación moral a intervenir y a dar por supuesto que esos acontecimientos, rápidamente calificados de "revoluciones", están dirigidos a asumir los valores de libertad y democracia que guían nuestro mundo. Parece que es válido articular todo tipo de artificios para la narrativa, menos admitir, sin reservas, que los árabes deben construir su propia historia.
Aplicar nuestros clichés culturales a otros ámbitos, por muy globalizada que esté la difusión de mensajes, es un error de juicio esencial y sobre ese error se construyen las decisiones. La mayoría de las opiniones coinciden en que los cambios de régimen que pueden producirse son beneficiosos, pero muy pocos pueden siquiera enumerar las motivaciones de las revueltas o de articular un elemental croquis de cómo sería la alternativa. Si se alega el factor económico como motivación para el cambio, los datos lo invalidan como elemento de validez general pues, por ejemplo, en términos macroeconómicos, Egipto está más saneado que Grecia. Habrá que incidir en factores estratégicos de fondo, como la demografía para aproximarse a la realidad y esa es tarea que pocos están decididos a asumir.
No obstante, el análisis se impone para considerar, inicialmente, cómo esos acontecimientos afectan al mundo occidental y, especialmente, a Europa. El caso libio es paradigmático porque es el que ha evolucionado más dramáticamente. Desde los primeros momentos el foco de atención de los analistas se posó en Italia por la especial relación de este país con Libia. Roma realiza el 40% de las importaciones de Trípoli y canaliza el 40% de las exportaciones libias. Muchas importantes empresas italianas tienen estrechos lazos, algunas con clara interdependencia, con el país de Gadafi. Exponer esta situación no significa efectuar un juicio de valor moral, ni mucho menos. Italia tiene sus propios intereses nacionales y el derecho a defenderlos. El comercio exterior es uno de ellos. Italia fue potencia colonizadora de lo que hoy es Libia, existen lazos entre los dos países, y el caso sirve para ilustrar situaciones de fondo que no conviene obviar.
La relación entre la península central del Mediterráneo y el país al sur del Golfo de Sirte tiene una importante transcendencia estratégica, que puede servir de ejemplo para ilustrar muchas situaciones en Europa. El destrozo de esa relación italo-libia afectará de forma esencial a la situación estratégica en el Mare Nostrum sea cual sea el desenlace del conflicto libio.
En lo que es la guerra civil libia, si vencen los revolucionarios es posible que estrechen sus lazos con aquellos países que les han apoyaron sin titubeos y si se mantiene Gadafi, aunque se llegue a alguna partición del territorio, éste preferirá tatar con aquellos que le han ayudado o, simplemente no vilipendiado, como Rusia, Turquía o China. Esta segunda posibilidad, la de la partición, es posible que se encuentre trufada con algún tipo de sanciones al régimen del dictador, por la UE por ejemplo, que sirvan para ahondar en la herida.
Italia, después de unos balbuceos iniciales, apoyó la retórica europea anti Gadafi, anti-tiranos, sabiendo que iba en contra de sus propios intereses. Este cambio de actitud puso de manifiesto algo que se extiende por Europa y se concreta en Italia: carecía de estrategia propia de los estados para defender sus intereses, o lo que es lo mismo, una política exterior débil. Esta situación sirve de ejemplo para ilustrar la falacia de la actual política exterior de la UE. Italia es un país central en el Mediterráneo y sus intereses, en forma de cuantiosas inversiones, no son defendidos por la UE. Esta paradoja ilustra la esquizofrénica situación que ha puesto de manifiesto la crisis libia.
¿Deben dejar los socios europeos sus intereses nacionales en las manos de la UE? ¿Es posible un interés europeo independiente del de uno de sus socios? ¿Se conformará ese "interés europeo" por los más poderosos en detrimento de los más débiles? ¿Está el eje París-Berlín monopolizando la política europea en su totalidad? ¿Para qué sirve la Unión para el Mediterráneo? Las preguntas de este tipo podrían eternizarse.
La crisis en el Mediterráneo trae a primer plano muchas cuestiones sepultadas bajo paradigmas ideológicos, prácticas eurocráticas, optimismos insensatos y ensoñaciones. El caso italiano sirve para ilustrar otros y apreciar las diferencias. La Canciller Merkel ya ha expresado su interés en ayudar a alcanzar un acuerdo entre bosniacos, croatas y serbios en Bosnia, para contrarrestar la influencia rusa y turca en los Balcanes, ya que ese problema afecta directamente a Alemania. Los problemas que conciernen al Sur de la UE requieren el protagonismo de los vecinos de la zona. No se los van a arreglar otros.
La situación más desfavorable para los países del Sur de Europa es que la zona del Norte de África se convierta en un foco de inestabilidad permanente. El país europeo de esta zona que carezca de una política exterior sólida corre el riesgo cierto de dejar sus intereses nacionales inermes ante las convulsiones presentes y potenciales. Se entiende por una política exterior creíble aquella que es capaz de emplear con rapidez todos los elementos del poder nacional.
Italia, después de unos balbuceos iniciales, apoyó la retórica europea anti Gadafi, anti-tiranos, sabiendo que iba en contra de sus propios intereses. Este cambio de actitud puso de manifiesto algo que se extiende por Europa y se concreta en Italia: carecía de estrategia propia de los estados para defender sus intereses, o lo que es lo mismo, una política exterior débil. Esta situación sirve de ejemplo para ilustrar la falacia de la actual política exterior de la UE. Italia es un país central en el Mediterráneo y sus intereses, en forma de cuantiosas inversiones, no son defendidos por la UE. Esta paradoja ilustra la esquizofrénica situación que ha puesto de manifiesto la crisis libia.
¿Deben dejar los socios europeos sus intereses nacionales en las manos de la UE? ¿Es posible un interés europeo independiente del de uno de sus socios? ¿Se conformará ese "interés europeo" por los más poderosos en detrimento de los más débiles? ¿Está el eje París-Berlín monopolizando la política europea en su totalidad? ¿Para qué sirve la Unión para el Mediterráneo? Las preguntas de este tipo podrían eternizarse.
La crisis en el Mediterráneo trae a primer plano muchas cuestiones sepultadas bajo paradigmas ideológicos, prácticas eurocráticas, optimismos insensatos y ensoñaciones. El caso italiano sirve para ilustrar otros y apreciar las diferencias. La Canciller Merkel ya ha expresado su interés en ayudar a alcanzar un acuerdo entre bosniacos, croatas y serbios en Bosnia, para contrarrestar la influencia rusa y turca en los Balcanes, ya que ese problema afecta directamente a Alemania. Los problemas que conciernen al Sur de la UE requieren el protagonismo de los vecinos de la zona. No se los van a arreglar otros.
La situación más desfavorable para los países del Sur de Europa es que la zona del Norte de África se convierta en un foco de inestabilidad permanente. El país europeo de esta zona que carezca de una política exterior sólida corre el riesgo cierto de dejar sus intereses nacionales inermes ante las convulsiones presentes y potenciales. Se entiende por una política exterior creíble aquella que es capaz de emplear con rapidez todos los elementos del poder nacional.
La UE carece de capacidad estratégica, y va a seguir sin tenerla, porque el "poder civil" no es suficiente y este no es un asunto de procedimiento sino de diseño de la propia Unión. Los países del Sur de Europa deben llenar el vacío que se ha producido en el Mediterráneo. De otra forma, lo llenarán otros.
No hay comentarios:
Publicar un comentario