Javier Parrondo/Politíca Exterior
Los cambios derivados de la extensión mundial de la pandemia no van a alterar de manera revolucionaria el sistema, pero sí son una prueba de estrés para la sociedad global. Pekín pretende ocupar un lugar acorde con su crecimiento económico e influencia regional.
La irrupción de la pandemia
está suponiendo un desafío para el orden liberal internacional. Aunque los
cambios derivados de la extensión mundial del Covid-19 no van
a alterar de manera revolucionaria las bases del sistema surgido tras la
Segunda Guerra Mundial, sí son una prueba de estrés para la sociedad global
contemporánea. La intensidad de la crisis y su previsible extensión en el
tiempo constituyen, como han señalado multitud de expertos, una “sorpresa
estratégica” comparable, a la caída del muro de Berlín en 1989 o la crisis
financiera de 2008.
Pongamos un ejemplo: el
cuestionamiento del modelo de globalización y la ralentización de los flujos
comerciales internacionales ya estaban teniendo lugar incluso antes de la
irrupción del virus en China. El cociente del comercio internacional respecto
al PIB había empezado a caer en la última década (61% en 2008 frente al 59% en
2018), como también lo había hecho la inversión extranjera directa (IED) (3,8%
del PIB en 2008 frente al 1,4% en 2018). Estos datos responden en parte a la
crisis financiera de 2008, pero también a catástrofes naturales como el
terremoto y tsunami de Japón en 2011 y al creciente proteccionismo de Estados
Unidos. Con el Covid-19, esa caída se acelerará previsiblemente, iniciando así
un debate en torno a la repatriación de ciertas industrias, la noción de
suministros estratégicos (actualmente el 80% de los principios activos para la
fabricación de medicinas se producen en China y en India) y la reducción de las
cadenas de suministros.
Según la clásica definición
de John Ikenberry, el orden liberal internacional consistiría en un
“orden abierto y basado en reglas, que se plasma en instituciones como las
Naciones Unidas y normas como el multilateralismo”. Paradójicamente, su
generalización a comienzos de este siglo sembró las semillas de su
descomposición, principalmente porque el núcleo duro de ese orden (EEUU, la
Unión Europea y Japón) ya no dominaba la economía mundial. Esto se debió a la
integración de China y Rusia en la Organización Mundial del Comercio (OMC) en
2001 y 2012, respectivamente, y a la aparición de una serie de contradicciones
que empezaron a socavar sus cimientos (acusaciones de dobles varas de
medir hacia Occidente, intervenciones en terceros Estados sin el aval del
Consejo de Seguridad de la ONU, creación del Tribunal Penal Internacional,
etcétera). El orden liberal internacional empezó entonces a
ser cuestionado por Estados que se podrían llamar revisionistas, pero el gran
problema es que no fue debidamente defendido por aquellos que
lideraron su creación, en particular, EEUU.
En este sentido, la actual
administración estadounidense está convencida de que el sistema surgido en 1945
ya no sirve adecuadamente a su interés nacional y que, por el contrario,
beneficia a potencias emergentes, sobre todo China, que nunca compartieron los
principios y valores que lo inspiraron. De ahí, en parte, surge la actual confrontación
entre Washington y Pekín que sin duda va a marcar el sentido del siglo
XXI.
Una ‘comunidad de destino’
a la china
A pesar de lo que a simple
vista pueda parecer, China no pretende sustituir el actual orden internacional,
del que por otra parte se ha beneficiado notablemente en los últimos años, pero
sí ocupar un lugar central, acorde con su extraordinario crecimiento económico
de los últimos años y su influencia regional. Así quedó reflejado en el
discurso que el presidente Xi Jinping pronunció en 2013, sobre
la creación de una “comunidad con un futuro compartido para la
Humanidad”, que a pesar de su vaguedad no cuestiona las bases del sistema:
“Exhortamos a los pueblos
de los diversos países a que, aunando nuestras voluntades y esfuerzos,
construyamos una comunidad de destino de la humanidad, así como un mundo
caracterizado por la paz duradera, la seguridad universal, la prosperidad de
todos, la apertura y la inclusión, la limpieza y la hermosura. Hay que
respetarse mutuamente y efectuar consultas en pie de igualdad, repudiar
resueltamente la mentalidad de la guerra fría y la política de fuerza, y seguir
un nuevo camino en las relaciones interestatales: el camino del diálogo en vez
del de la confrontación y el de la asociación en lugar del de la alianza. Hemos
de persistir en resolver las disputas por medio del diálogo y en neutralizar
las divergencias a través de negociaciones. Hacer frente de manera coordinada a
las amenazas convencionales y no convencionales a la seguridad, y combatir el
terrorismo en todas sus manifestaciones”.
El proyecto chino estaría
basado a grandes rasgos en tres ideas: un mundo multipolar, con
varios centros de poder, en el que EEUU dejaría de ser la potencia
dominante; un mundo multilateral, en el que ningún país determine
la agenda global, sino que se fije por consenso; y finalmente un mundo
plural, que acepte distintas formas de gobierno, y no solo la democracia
liberal.
En el primer caso, China
estaría tratando de recuperar el lugar que considera nunca debió de perder,
particularmente en Asia. Ello explica la consigna que el propio Xi lanzó en
2014, de “Asia para los asiáticos”, pero sin llegar a suplantar a
EEUU en el resto del mundo. En el segundo aspecto, desde hace algún tiempo,
China, aún respetando sus principios básicos, promueve en el marco de la ONU
un “multilateralismo con características chinas” que de manera
sistemática intenta incorporar un lenguaje propio en resoluciones y otros
documentos, erosionando así principios universalmente aceptados. La
terminología china resulta particularmente problemática en el ámbito de los
derechos humanos porque cuestiona su universalidad, indivisibilidad e
interdependencia. Y en tercer lugar, en cuanto a la pluralidad, China desea
exportar un modelo económico que no esté vinculado a la democracia
representativa, pero con una defensa a ultranza del principio de soberanía
nacional.
La idea clave que subyace a
estos tres principios es la apertura al exterior, ya que el aislamiento de
China a mediados del siglo XIX se considera el origen de la caída de la
dinastía Qing y el inicio del denominado “siglo de humillación”, que arranca
con la primera guerra del opio, en 1839, y finaliza en 1949, con la
proclamación de la República Popular. Así, de acuerdo con el pensamiento chino,
al siglo de la humillación le habría sobrevenido un siglo de
recuperación, que culminaría en 2049 con el retorno a la “normalidad
histórica”; es decir, la reinstalación del país a la cabeza de la
globalización, del cambio tecnológico y la sociedad del conocimiento que
caracterizan al siglo XXI.
Un modelo alternativo
Con el ingreso de China en
la OMC muchos pensaron que se abría la etapa de “disciplinar a China”. La idea
implícita en ese momento era que la incorporación de China al escenario
internacional después de las gestiones de Henry Kissinger y Richard Nixon en la
década de los años setenta conduciría a una liberalización económica y política
en ese país, de acuerdo con los cánones occidentales. Todo ello transformaría a
China en un socio responsable de un orden internacional bajo la dirección de
EEUU.
Una serie de teorías
avalaron esta aproximación: que el desarrollo económico implicaba
inevitablemente la liberalización política, que esta, a su vez, solo podía
discurrir por los cauces de las experiencias occidentales, y que la innovación
únicamente podía darse en una economía de mercado. Estas teorías se han
demostrado erróneas o, en el mejor de los casos, necesitan “plazos asiáticos” y
no occidentales para concretarse. En estos momentos, lo cierto es que China,
por su experiencia histórica (5.000 años de tradición autoritaria), y por el
lanzamiento de una serie de iniciativas, como la Franja y la Ruta (conocida
como la Nueva Ruta de la Seda), que promueven nuevas narrativas globales,
plantea modelos alternativos al orden liberal internacional.
Desde Occidente debemos
enfrentar ese cuestionamiento sin alarmismos, ofreciendo acomodo a aquellos
países que no encuentran encaje en el actual modelo tal como está planteado.
Pero como punto de partida se deberá reconocer que el actual orden
internacional no refleja satisfactoriamente los cambios que se han producido
desde que fue concebido y que necesita de ajustes que eviten su deterioro o
incluso su desaparición. El riesgo en caso de inmovilismo es que los países que
no se vean representados creen nuevas instituciones internacionales que
sustituyan a las existentes, con lo que el famoso decoupling, del
que ahora se habla en relación a la guerra comercial y tecnológica entre China
y EEUU, alcance también a la gobernanza mundial.
Como apunta Mark Leonard,
cuando Occidente y especialmente EEUU dominaban el mundo, “el orden liberal fue
más o menos lo que ellos decían que era”. Sin embargo, a medida que el poder
mundial se ha ido desplazando de Occidente hacia “el resto del mundo”, el orden
liberal internacional se ha convertido en un concepto cada vez más controvertido
y cuestionado.
Sobre esa base, y
atendiendo a la nueva centralidad de Asia y a las legítimas aspiraciones de
aquellos Estados que, como China, pretenden ocupar un lugar más preponderante
en la escena internacional, debería ser posible iniciar –no sin tensiones– la
transición hacia un orden internacional renovado. En él China está llamada a
desempeñar un papel más relevante, y juntamente con la UE, como principal
baluarte del multilateralismo, liderar un movimiento de defensa de una
globalización constructiva, basada en normas internacionales y con un terreno
de juego beneficioso para todos.
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