El
Gobierno de Xi Jinping acumula choques internacionales pese a la pandemia y se
enfrenta a la creciente hostilidad de países de la región, EE UU y la UE
“China
ya no tiene miedo de nadie. Los tiempos en los que el pueblo chino estaba
subordinado a otros y vivía dependiente de los caprichos de otros se han
acabado para no volver jamás”. Así alardeaba Zhang Xiaoming, el subdirector
de la Oficina de Asuntos de Hong Kong dentro del Gobierno chino, durante una
rueda de prensa el miércoles sobre la draconiana ley de Seguridad Nacional para
el territorio autónomo. Ese día entraba en vigor esa norma, que ha agravado de
inmediato las ya importantes tensiones entre Pekín y Occidente. Otro más en la
serie de choques internacionales que China ha protagonizado recientemente, con un
asertividad cada vez mayor y pese a la pandemia de covid-19.
En los
últimos meses, la lista de incidentes parece crecer casi a diario. Hace dos
semanas, su Ejército se enfrentó con el de la India en el incidente fronterizo
más sangriento en más de 50 años. En el mar del sur de China ha chocado con
Filipinas y Vietnam: esta semana, ambos países han clamado contra unas
maniobras militares chinas “enormemente provocadoras”. Estados Unidos ha
enviado este fin de semana dos portaaviones a la zona para apoyar “una región
Indo-Pacífico libre y abierta”, en medio de recriminaciones mutuas entre
Washington y Pekín de alentar tensiones en la zona. Previamente, Pekín ha
tenido roces con Japón en torno a las islas que ambos se disputan en el mar del
Este de China; sus cazas han sobrevolado los cielos cerca de Taiwán en varias
ocasiones.
Más
allá de sus fronteras inmediatas, Pekín se ha enzarzado en una disputa con
Australia sobre la investigación de los orígenes de la covid-19; con Canadá
está inmersa en una agria pelea tras acusar de espionaje a dos canadienses
detenidos en aparente represalia por el arresto en Vancouver de la directora
financiera de Huawei, Meng Wanzhou. La diplomacia de las mascarillas y los
intentos de politizar la ayuda humanitaria china causaron una fuerte irritación
en numerosos países. Las diferencias con la UE sobre Hong Kong, los derechos
humanos o la política comercial quedaron en evidencia durante la cumbre por
videoconferencia celebrada hace dos semanas. Y las relaciones con Estados
Unidos van de mal en peor.
Frases
similares a las de Zhang, el alto funcionario del Gobierno chino en Hong Kong,
se escuchan cada vez con más frecuencia, y más rotundidad, de boca de los wolf
warriors (lobos guerreros), la nueva hornada de diplomáticos chinos encabezada
por el portavoz de Exteriores Zhao Lijian y que defienden, con duro lenguaje,
las posiciones de Pekín desde las redes sociales —Twitter, especialmente, pese
a estar prohibida en su país— y cualquier otro púlpito.
China
asegura que sus movimientos son puramente defensivos, y que se limita a
reaccionar a la presión de otros. Ningún tipo de presión “puede socavar su
determinación y voluntad de salvaguardar la soberanía nacional”, subrayaba Zhao
acerca de Hong Kong esta semana.
Que
Pekín ejerza presión sobre otros países no es nuevo ni algo que no hagan otros
Estados. Pero sí es una tendencia al alza desde hace tiempo, a medida que ha aumentado
su poderío. Según los datos de Ketian Zhang, profesora adjunta de la
Universidad George Mason en Virginia (EE UU) y especialista en relaciones
internacionales de China, en la década de los noventa se produjeron nueve
episodios de coerción, la mayoría de naturaleza militar. Entre 2010 y 2017,
superaron la veintena, casi todos de naturaleza económica y diplomática.
En
parte, esta fase más reciente de asertividad china puede deberse a la pandemia
de coronavirus, en opinión de algunos expertos. A un deseo de aprovechar la
oportunidad mientras el mundo está distraído por la lucha contra la enfermedad,
pero también de responder a la situación interna que ha creado la enfermedad.
Dentro
de China “Xi [Jinping, el presidente chino] encara mucha presión por la
pandemia, por la economía y la gestión del virus al principio”, apunta Taylor
Fravel, experto en política de Defensa china en el MIT (Instituto de Tecnología
de Massachusetts). La actitud más agresiva de Pekín buscaría “disipar cualquier
sensación de que China sea débil” en estos momentos.
Y en
parte, esta renovada afirmación de su posición llega debido al clima de
crecientes tensiones globales, y el convencimiento dentro del Gobierno chino de
que el decoupling, la separación de los lazos económicos y tecnológicos con
Estados Unidos, no solo es inevitable sino incluso aconsejable, para evitar
dependencias que puedan poner en peligro sus intereses.
“Aunque
los lazos con Estados Unidos se estén deteriorando —y eso es algo que se ha
acelerado durante la pandemia—, eso no va a implicar moderación en las
cuestiones que a China le importan de verdad”, apunta Fravel. Más bien,
todo lo contrario: “Cuando China perciba que se le desafía en alguna de sus
disputas de soberanía en esta era, responderá con una línea muy dura”,
subraya el experto.
Al
tiempo que China se ha ido mostrando más asertiva, crece la respuesta hacia su
comportamiento internacional. Australia ha anunciado un gasto militar de
186.000 millones de dólares (unos 165.400 millones de euros) para la próxima
década, un aumento del 40%. El primer ministro, Scott Morrison, ha advertido de
que la región indo-pacífica será “el foco de la contienda global dominante de
nuestra era”. Japón, según el periódico Nikkei, va a profundizar su
colaboración de inteligencia con Australia, la India, el Reino Unido y Francia
para —entre otras cosas— compartir datos sobre movimientos de tropas chinas.
Taiwán reabre sus oficinas en el territorio estadounidense de Guam. El Quad, la
asociación informal para cuestiones de seguridad formada por Japón, Australia,
Estados Unidos y la India cobra nueva fuerza después de la reyerta fronteriza
en el Himalaya. Este último país acaba de proponer la compra de material
militar a Rusia por valor de 4.600 millones de euros.
La
desconfianza se extiende también al plano económico. Entre otras medidas, esta
semana, Nueva Delhi ha prohibido 59 apps chinas, entre ellas la popularísima
TikTok, en un paso que la aplicación de vídeos cortos calcula que puede
costarle 6.000 millones de dólares (5.300 millones de euros). El Reino Unido ha
cambiado de opinión sobre la participación de Huawei en su red 5G. Japón y
Taiwán han anunciado incentivos para que sus empresas abandonen China, y
Estados Unidos pide un nuevo trazado de las líneas de suministro.
Además,
Estados Unidos y la Unión Europea encuentran que, pese a las divergencias
transatlánticas de la era Trump, sus posturas son cada vez más cercanas en lo
que respecta a Pekín. El representante europeo de Política Exterior, Josep
Borrell, propuso el mes pasado un diálogo bilateral sobre China. “Las opiniones
estadounidenses y europeas sobre China —tanto su comportamiento como su
respuesta política— están convergiendo. El Estado-Partido chino que Estados
Unidos y la UE encaran es muy diferente ahora de aquel con el que ambos
buscaron colaborar durante las últimas cuatro décadas”, sostiene el informe
Dealing with the Dragon: China as a Transatlantic Challenge (Gestionando el
dragón: China como desafío transatlántico), publicado esta semana y que han elaborado
la Asia Society estadounidense, la Universidad George Washington y la alemana
Bertelsmann Stiftung.
No por
mayor, o más obvia ahora, la presión que pueda ejercer China deja de estar
enormemente calculada. Según apunta Ketian Zhang, “es más probable que ejerza
coerción cuando percibe una gran necesidad de establecer una reputación de país
que se muestra firme y decidido en la defensa de sus intereses nacionales de
seguridad”. O también como gesto de advertencia: “Matar un pollo con el fin de
asustar al mono”, según la expresión china, o presionar a un país para que
otros tomen nota.
Esta
presión tiene unos límites. China coerce “siempre y cuando no ponga en peligro
algo que quiera o necesite, si el Estado (al que presiona) tiene algo que China
quiere”. Si el coste económico es alto, es menos probable que Pekín se muestre
muy asertivo. Además, aunque tenga, por un lado, interés en construirse una
reputación de país firme en sus intereses, por otro “no desea una alianza en su
contra, y aspira a un clima económico estable y próspero. Ambas cosas están en
tensión y no hay manera de conjugarlas”, opina la experta.
De
cara al futuro, si continúa la tendencia hacia la desconexión (el decoupling),
a largo plazo, “si China no depende tanto como antes, económicamente, de
Estados Unidos, Japón o la Unión Europea, entonces tendrá menos restricciones o
preocupaciones, y podríamos ver más de este comportamiento coercitivo”,
considera Zhang.
En
este sentido, el exembajador alemán en China y actual vicepresidente del
Consejo de Relaciones Exteriores, Volker Stanzel, uno de los autores de Dealing
with the Dragon, matiza: “La desconexión no beneficiará a nadie. Tenemos que
defender el sistema y convencer a China de que no ocurra”.
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