Anclados en una rivalidad barnizada de conflicto religioso pero de hondas raíces económicas y políticas, el estallido de los diversos procesos de cambio en el mundo árabe ha sacudido por igual a Irán y Arabia Saudí, dos Estados antagónicos que desde hace más de tres décadas luchan entre sí en pos de un mismo fin: erigirse en la potencia regional de una de las zonas más ricas e inestables del planeta.
Dueños de las mayores reservas probadas de petróleo del mundo, los regímenes teocráticos de Riad y Teherán entraron en abierta confrontación en 1979, fecha en la que el ayatolá Rujolá Jomeini, al frente de una casta clerical radicalizada y con el respaldo económico de la acomodada alta burguesía bazarí, se apropió de alzamiento popular contra la tiranía del último Sha de Persia, Mohamad Reza Pahleví, y la trocó en una revolución religiosa que dio paso a la primera República Islámica chií de la historia. La caída del considerado guardián de los intereses occidentales en Oriente Medio supuso un reto y una oportunidad para la anquilosada monarquía saudí suní. El desafío: atemperar y controlar su propio radicalismo religioso. La ocasión: devenir en el único aliado estratégico musulmán indispensable para Washington. Treinta y tres años después, ambos objetivos parecen cumplidos, aunque descansan sobre un endeble andamiaje.
Los atentados del 11 de septiembre de 2001 en Washington y Nueva York y los errores de la Casa Blanca en la región -en particular su posición ante el conflicto palestino, la invasión de Irak y la intrusión en Afganistán-, unidos a la eclosión de la red terrorista internacional Al Qaeda (nacida en gran parte de las entrañas del wahabismo saudí) han transformado la naturaleza de esta relación, surgida en principio como un vínculo clientelista. “Si hay algo que Arabia Saudí odia y quiere evitar a toda costa es una situación marcada por la inseguridad, la inestabilidad y la incertidumbre. Esto es lo que Riad observa en la transformación de Oriente Medio. Entiende que el despertar árabe no favorece a sus intereses, sino que amenaza sus objetivos en política exterior”, explicaba meses atrás Christopher Boucek, investigador d la fundación Carnegie Endowment for International Peace. “Las revueltas han elevado también la tensión con Estados Unidos, ya que Riad siente que Washington no ha respondido de forma efectiva a las protestas”, agregaba en uno de sus análisis postremos.
En la otra esquina del cuadrilátero, el régimen de los ayatolás percibe la caída de los viejos dictadores árabes como el amanecer de una quimera soñada. Desde que resonara el primer grito de ira en las calles, ha aplaudido las protestas en Túnez, Egipto, Bahrein y Yemen, que ha definido como “un despertar islámico” y de las que ha tratado de apoderarse al argumentar que son un eco de la algarada que tres décadas atrás acabó con la brutal autocracia laica de los Pahlaví. Casi aislada por Occidente, con graves disidencias en su cúpula -donde se comienza a discutir el modelo de estado- y bajo una enorme presión internacional a causa de las sospechas bélicas que se desprenden de su controvertido programa nuclear civil, la República Islámica fantasea con la posibilidad de volver a pescar en aguas revueltas. “Irán suele sacar provecho del caos y la atmósfera de inestabilidad. La guerra de Irak en 2003, la israelí en el Líbano en 2006, y la israelí en Gaza en 2009 aumentaron su influencia al crear más terreno abonado para su ideología”, subraya Karin Sadjadpour, analista persa de la misma fundación. El experto argumenta, además, que la cleptocracia iraní se siente más cómoda con los vacíos de poder, ya que le permiten comprar lealtades entre los diversos grupos políticos. “A corto plazo, Irán está intentado hacer lo que hizo en Irak tras la invasión estadounidense... Pero a medio y largo plazo, cuanta más democracia haya en Oriente Medio, más meridiano quedará el hecho de que es un salmón que nada contra corriente”, augura.
La metamorfosis en la que se ha sumido la región ha sorprendido, además, a ambos países inmersos en un complejo momento de agitación interna, sacudidos por sendas crisis económicas y zarandeados por las reivindicaciones de una sociedad cada vez más joven, desligada de una clase dirigente que percibe ajena, y que reclama un cambio que no debe ser necesariamente un giro hacia los principios de Occidente.
Con 27 millones de habitantes, el 60% de los cuales es menor de 25 años, y una tasa de paro descontrolada, la gerontocracia saudí afronta graves problemas estructurales. La miseria -en un país conocido por la opulencia de sus dirigentes- se ha infiltrado en las grandes ciudades, donde arraigan fenómenos hasta la fecha marginales como el chabolismo, la violencia y la drogodependencia. Las expectativas económicas y de ascensión social han crecido en paralelo a la incapacidad de la monarquía de cumplir con los anhelos de una sociedad más y mejor educada, que ha descubierto en Internet y en los canales de televisión por satélite un mundo muy diferente al que le presentaban los clérigos. “El problema se conoce bien, pero la solución todavía no se ha definido. Tenemos los recursos, pero aún debemos actuar en cuestiones como la educación, la salud, el empleo y la justicia”, reconocía días atrás el príncipe Abdulaziz bin Sattan a la revista británica The Economist. Consciente de las amenazas, la Casa Al Saud ha aplicado medicina preventiva. Escasas semanas después de que las protestas estremecieran Túnez y Egipto, el rey Abdalá anunció la puesta en marcha de un plan para la creación de más de tres millones de trabajos en tres años y la construcción de 400.000 viviendas, uno de los mayores déficit del reino. Un lenitivo económico difícil de aplicar, que llegó acompañado, no obstante, de una dura campaña de represión policial contra las manifestaciones convocadas por chiíes e intelectuales.
Pero no solo la frágil situación económica ha colocado en una situación incómoda a la anquilosada monarquía, obligada a lidiar con el precario equilibrio de complacer al mismo tiempo a la retrógrada e inmovilista casta religiosa y a su joven y dinámica sociedad. La acción invasiva de la Comisión para la Promoción de la Virtud y la Prevención del Vicio (policía moral), la restricción de los derechos de las mujeres y las demandas de reforma política -principalmente de la atosigada minoría chií- han añadido leña al fuego. El cese fulminante del jefe de esta milicia dedicada a imponer el wahabismo más estricto solo ha servido para aplacar ciertos ánimos, pero aún son muchas las voces que insisten en su desaparición definitiva, entre ellas algunas tan acreditadas como la de la princesa Basma bint Saud, sobrina del monarca. “El problema está en aquellos que deben ejecutar las órdenes, pero tanto la familia Real como los jóvenes comparten la misma visión sobre la necesidad de reforma pese a la diferencia generacional”, asegura. Menores perspectivas de éxito a medio y corto plazo parecen tener las exigencias de que el régimen se transforme en una monarquía constitucional y que las mujeres y los chiíes vean elevado su estatus. “La cuestión va más allá de un simple conflicto por algo tan sencillo como conducir. Es una cuestión de derechos, de libertad para elegir”, agrega la princesa. En la misma línea se expresan los clérigos chiíes y aquellos que exigen mayor libertad de expresión en un reino caracterizado por el hermetismo.
En Irán, la polémica reelección en 2009 del presidente Mahmud Ahmadineyad, teñida de sangre y tildada de fraudulenta por la aplastada oposición aperturista, ha sacado a la luz las abisales divergencias que separan a la ecléctica cúpula persa. Persuadido de que la discutida victoria le confería legitimidad, el mandatario ha tratado de imponer una reforma de corte populista y nacionalista que ha topado con la oposición del líder supremo, ayatolá Alí Jameneí y la casta militar y religiosa ultraconservadora que le secunda. Su decisión de suprimir los subsidios estatales y sustituirlos por ayudas directas y en efectivo a la población, calculadas según la renta, le ha granjeado la gratitud de las clases más desfavorecidas, pero al mismo tiempo ha empobrecido a las clases medias y ha ensanchado la brecha entre ricos y pobres.
La confrontación entre la máxima autoridad del Estado -cuyo poder es omnímodo- y el jefe del Gobierno alcanzó su cenit en mayo de 2011, fecha en la que Ahmadineyad forzó la dimisión del ministro de Inteligencia, Haydar Moslehi, único clérigo en el gabinete. Desautorizado de inmediato por el propio líder, el mandatario se ausentó durante dos semanas de la vida pública y administrativa en un reto sin precedentes a la máxima autoridad del Estado. En los meses siguientes, los sectores más conservadores del régimen, emprendieron una campaña de desprestigio hacia Ahmadineyad y su círculo más cercano, con denuncias de “desviacionismo” y escándalos de corrupción que han desencadenado una interpelación parlamentaria, la primera de un presidente iraní desde la fundación de la República Islámica.
Además, el líder supremo ha lanzado una advertencia al insinuar que “en un futuro lejano” el sistema presidencialista de elección popular podría ser sustituido por otro en el que el jefe del Ejecutivo sea un primer ministro designado a través del Parlamento. Un golpe para aspiraciones de Ahmadineyad y de su entorno de retener el poder más allá de 2013, al que se ha sumado el resultado de los últimos comicios legislativos, en los que los diversos sectores conservadores, conocidos como “principalistas” y afines en general a Jamení, han copado la mayoría de los escaños.
En medio de esta atmósfera de incertidumbre y ansiedad interna, ambos regímenes han abierto un nuevo capítulo de la pugna que mantienen desde los 80 por influir en la región. Un conflicto que habitualmente se proyecta como una disputa entre los dos brazos del islam que representan, pero que tiene una dimensión política y económica que va más allá del mero conflicto religioso. “Existe desde siempre el temor de que no se puede confiar en los iraníes y que Arabia Saudí trabaja para vigilar el desarrollo iraní. Pero mucho de lo que Arabia Saudí hace es para consumo interno. Esto explica en parte la islamización de su agenda exterior y su defensa del sunismo -todo ello ayuda a fortalecer el apoyo interno al Gobierno”, concluía en su análisis Boucek.
En la misma línea argumental, también aclararía, en gran parte, la injerencia de Riad en los asuntos internos de países como Bahrein, reino vecino al que hace un año envió sus tropas para defender a la monarquía suní frente a las protestas de la mayoría chií. Anfitrión, asimismo, de una pequeña pero importante comunidad de seguidores de Alí, la familia Real teme un proceso de contagio en una región de imprescindible valor estratégico: la mayor parte del petróleo que alberga y extrae se haya concentrado en las regiones del noreste del país, donde los chiíes son mayoritarios. “Garantizar el orden y la seguridad en torno a los recursos estratégicos más importantes de la región -en particular el petróleo- es otra de las razones para que los estados del Pérsico intervinieran militarmente. Además, Bahrein es en la actualidad uno de los principales centros financieros islámicos. Ambas razones hacen más sencillo comprender los intereses de Arabia Saudí”, asevera el analista Richard Rousseau, profesor de la universidad de Bakú.
Más intrincada es la situación en Siria, uno de los escenarios fundamentales de la lucha entre saudíes y persas. En 1987, el régimen entonces dirigido por Hafez al Asad, padre del actual mandatario sirio, firmó una alianza estratégica con Irán, cuyo principal objetivo era hacer frente a un enemigo común: el Irak de Sadam Husein. El acuerdo supuso un contundente revés para las aspiraciones regionalistas de Riad y una victoria crucial para el entonces aislado régimen de los ayatolás, que logró con ello una puerta de entrada en el mundo árabe. Además, le permitió abonar la semilla plantada en el seno de la comunidad chií libanesa -cuyo fruto fue la consolidación de Hezbolá- e inmiscuirse en el conflicto palestino -a través de la financiación del movimiento de resistencia Hamás-, que hasta el triunfo de la revolución islámica, era casi ajeno a los persas.
Desde entonces, la familia Real saudí se ha esmerado en quebrar ese eje, apoyado en la comunidad suní libanesa y la financiación de movimientos islamistas, moderados y salafies, en el interior de Siria. “Riad entiende que la caída del régimen de Bachar al Asad es la clave de un partido en el que solo puede haber un ganador. Por eso insiste en alentar una ofensiva que la comunidad internacional no termina de ver clara debido a la cantidad de incertidumbres que encierra”, explica una fuente diplomática en la zona. “Quizá el premio sea arrinconar a Irán, pero el riesgo de que Siria se convierta en un país inestable similar al Irak posterior a la invasión angloestadounidense, o en un Estado controlado por grupos islamistas, radicales o moderados, en una zona donde el islamismo político crece gracias a la primavera árabe, es un riesgo que parece asustar más”, apostilla.
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