LUCÍA LUNA
PRISMA INTERNACIONAL
Simpatizantes del presidente Bashar Assad manifiestan su apoyo en Damasco.
Foto: AP
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MÉXICO, D.F. (apro).- Como en los peores años de la Guerra Fría, el veto de China y Rusia a la resolución sobre Siria en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas evidenció que las tercas divisiones geopolíticas heredadas del pasado reciente, y no tan reciente, siguen ahí; y que no se basan necesariamente en principios ideológicos, sino en simples ejercicios de poder.
Para empezar, la mal llamada “comunidad internacional” sigue organizada bajo un sistema único derivado de la correlación de fuerzas emanada de la Segunda Guerra Mundial, en el que cinco países –China, Estados Unidos, Francia, Gran Bretaña y Rusia– tienen la última palabra sobre todos los demás, mediante su poder de veto, y la pronuncian a su conveniencia.
No existe un ente supranacional imparcial que dirima los conflictos internacionales. La Organización de Naciones Unidas, como su nombre lo indica, es una comunidad de naciones, o más bien habría que decir de los gobiernos en turno que las representan y que actúan en función de sus propios intereses o alianzas coyunturales. En este espacio es donde el régimen baasista de la familia Assad ha encontrado una red que lo ha sostenido durante 40 años y ahora lo protege de una caída inminente.
Como en toda la región, paradójicamente esa red fue tejida por las mismas potencias occidentales que prohijaron a los regímenes autoritarios que hoy impugnan. En el caso de Siria, todavía hoy persiste la correlación de fuerzas étnicas, religiosas y políticas construida por el mandato colonial francés al término de la Primera Guerra Mundial. Ante la resistencia de la mayoría sunita, París se apoyó en las minorías nasayríes, drusas y cristianas a las que concedió territorio y autonomía a cambio de incorporarse a las tropas profrancesas.
Fue entonces cuando los nasayríes, una rama del Islam que comparte ciertas prácticas y creencias con el chiismo, cambiaron su nombre por el de alauitas (no confundir con los alauitas de Marruecos que son suníes) y vieron en su incorporación al ejército una forma de ascenso económico y social. Consumada la independencia se mantuvieron en sus filas y luego se incorporaron masivamente al partido Baas, donde también lograron preponderancia política.
Por esta ruta transitó la familia Assad. Con más recursos económicos y oportunidades que otros correligionarios, buscó también dar una mejor educación a sus hijos. Hafez, piloto de la fuerza aérea y militante baasista, fue enviado a la Unión Soviética para perfeccionarse. De regreso a Siria fue ascendiendo en los rangos militares y colocando estratégicamente a sus adeptos, hasta que en 1971 se hizo de todo el poder. En el año 2000, tras su muerte y la del primogénito que había preparado para sucederlo, su hijo Bashar asumió su lugar.
A lo largo de estos 41 años la resistencia sunita nunca cesó. Los movimientos antigubernamentales de los setenta, encabezados por los Hermanos Musulmanes, encontraron su cúspide en 1982, con la toma de la ciudad de Hama, aplastada por el régimen con un costo de 20 mil muertos. Sometida desde entonces a una férrea represión, se mantuvo sin embargo latente, hasta encontrar el año pasado un hueco para volver a expresarse en el marco de la llamada “Primavera Árabe” que recorre la región.
Pero si bien las protestas han tomado ahora un carácter masivo y se han extendido a un mayor número de ciudades sirias, las estructuras de poder siguen siendo las mismas y constituyen el primer círculo de protección de Bashar al-Assad. Así, aunque sólo alrededor del 15% de la población es alauita, este grupo continúa ocupando los principales puestos en el ejército, la política y la iniciativa privada; y nadie quiere perder estos privilegios, además de que todos saben que su detino sería el exilio o la muerte.
En estas circunstancias, un golpe militar de la cúpula castrense parece altamente improbable y, aunque ha habido deserciones, éstas se han dado de rangos medios hacia abajo. Tampoco las clases medias y las otras minorías étnicas y religiosas parecen demasido entusiasmadas con el advenimiento de un régimen sunita, lo cual se evidencia en la relativa calma de las grandes ciudades como Damasco, Alepo y Latakia, y en el aforo masivo a las elecciones municipales de diciembre pasado.
El foco de resistencia se concentra en las localidades de la zona fronteriza con Líbano, Turquía y Arabia Saudita, habitadas sustancialmente por sunitas, y tampoco todos se han sumado a las revueltas. De hecho, el Consejo Nacional Sirio, liderado nuevamente por la Hermandad Musulmana y que busca la caída de Bashar, ha tenido problemas para reunir a su militancia y no ha logrado una organización sólida.
En este marco se da el segundo anillo protector. “El veto de Rusia y China fue un duro golpe para los conspiradores extranjeros y sus cómplices árabes (especialmente reyes, príncipes y jeques del petróleo)”, editorializó el diario Baas del partido gobernante. Y es que desde el principio de los levantamientos el gobierno de Assad ha acusado a elementos foráneos de estar detrás de los disturbios.
No hay duda de que después de cuatro decenios de férrea dictadura unifamiliar hay elementos internos suficientes para que la población siria se subleve. Pero tampoco hay duda de que la brecha entre el Islam sunita y el chiita, abierta por la revolución del ayatola Jomeini y la subsecuente guerra Irán-Irak, ahondada por las dos Guerras del Golfo y acicateada por los levantamientos populares recientes en el mundo árabe, se hace cada vez más grande y visible. Y para nadie es un secreto que un frente está encabezado por Irán y otro por Arabia Saudita.
Y aquí es donde entran Assad y sus alauitas. Mucho más cercanos al chiismo que a su contraparte, además de relaciones económicas, desde hace rato han establecido con el gobierno iraní vínculos de seguridad. Uno muy visible ha sido el movimiento chiita libanés Hezbolá, que en no pocas ocasiones ha servido a Damasco como punta de lanza contra Israel. Hoy, Hezbolá está en el gobierno y muchos opositores sirios que han huído hacía Líbano se quejan de que son devueltos a las garras de la dictadura siria.
Irán mismo, sometido a sanciones por su programa nuclear, que él jura es con fines pacíficos y sus detractores –Estados Unidos, la Unión Europea, Israel y, sí, los Estados árabes del Golfo– aseguran que tiene intenciones bélicas, ha decidido cerrar filas con su aliado sirio y advertido que en caso de una agresión militar entrará en su defensa.
Pero además, ironías de la historia, a este bloque podría sumarse ahora Irak, donde la invasión estadunidense subvirtió el orden en que la minoría sunita, liderada por Sadam Hussein y la rama disidente del partido Baas, detentaba el poder y que, al ser derrocada, dio paso a un gobierno en el que domina la mayoría chiita.
Esta división en el mundo islámico se ha reflejado por lo demás en la Liga Árabe, dominada por las corrientes sunitas, que en noviembre pasado suspendió a Siria de su membresía, dispuso sanciones económicas y pidió el retiro de sus embajadores de Damasco.
Empeñada sin embargo en alcanzar una solución pacífica, se ha negado a abrir la puerta a una intervención extranjera como en Libia, y
ha realizado varias visitas de observación para intentar que Assad por lo menos deponga la violencia.
No lo ha logrado y parece difícil que su mediación tenga éxito, cuando Siria desconoció las sanciones y su suspensión por falta de unanimidad y acusó a varios países árabes “de ponerse del lado de los planes de Estados Unidos”. De hecho, varias legaciones de las naciones árabes del Golfo han sido atacadas por seguidores del régimen, y la semana pasada algunas procedieron ya a retirar a sus embajadores, junto con los de Estados Unidos y Gran Bretaña.
Y aquí se llega al entramado internacional. Aunque ya no necesariamente por motivos ideológicos, desde la caída del bloque socialista se ha dado una sorda lucha entre las potencias hegemónicas por retener y/o ampliar sus áreas de influencia, tanto en el ámbito político como económico. Y la rica y estratégica zona del Medio Oriente es un campo de disputa por antonomasia.
Desde un principio Rusia y China, los dos colosos asiáticos, vieron con disgusto y recelo cómo vía la globalización económica y la lucha contra el terrorismo las potencias occidentales, con Estados Unidos a la cabeza, buscaban cada vez más romper sus alianzas estratégicas. Irak y Afganistán han sido las pruebas más contundentes y está claro que Moscú y Pekín no están dispuestos a que esto se repita en Irán y Siria, ahora en aras de los derechos humanos y la “democratización”.
Por lo demás, las relaciones entre Rusia y Siria tienen el mismo tiempo que el régimen de los Assad. Hafez no sólo se prefeccionó ahí como piloto, sino que durante sus casi 30 años de gobierno los soviéticos, y luego los rusos, le proporcionaron unos 25 mil millones de dólares en armas, y durante algún tiempo tuvieron estacionados cerca de 4 mil efectivos en territorio sirio.
Según un cable de la agencia IPS, en 2005 el Kremlin condonó a Damasco unos 9 mil 800 millones de los 13 mil 400 millones de dólares que todavía le debía, lo que abrió una nueva línea de crédito para la adquisición de armamento más moderno y el mantenimiento del anterior. Moscú también tiene una base naval en el puerto sirio de Tartus y está estudiando la posibilidad de abrir otra en Latakia.
Con China, el volumen de comercio militar no es tan voluminoso, pero provee a Siria de misiles y su correspondiente tecnología, por unos mil 400 millones de dólares. En los últimos años, este tipo de compras se ha triplicado. Damasco además ha dado la bienvenida a la inversión china en materia de energía, electricidad, infraestructura y turismo, para lo cual el año pasado se creó el Consejo Empresarial Conjunto Siria-China.
Más importante que el intercambio comercial, empero, es la postura que China y Rusia comparten con Siria. Tanto Pekín como Moscú han sido reiteradamente acusados de serias violaciones a los derechos humanos. Las atrocidades en el Tibet y en Chechenia permanecen impunes, la represión contra la disidencia es contínua, la tortura y los asesinatos selectivos son moneda común, la libertad de expresión está acotada y la democracia manipulada o simplemente no existe.
Cada vez que la “comunidad internacional” ha cuestionado estas prácticas, han esgrimido su soberanía nacional y rechazado la injerencia en sus asuntos internos. Convalidar la resolución contra Siria, hubiera sido por lo tanto descalificar sus propios argumentos y abrir un resquicio para su cuestionamiento futuro. Un bocado exquisito para Occidente que, por supuesto, en Siria se juega sus propios intereses.
Todas estas pugnas internas, regionales e internacionales han beneficiado hasta ahora a Bashar al-Assad y a su régimen. En algún momento, sin embargo, la balanza tendrá que inclinarse hacia algún lado. La pregunta es en cuánto tiempo y hacia dónde. Mientras, los muertos siguen cayendo…
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