Una recoleta de miles de estas sandalias, el calzado habitual de los indonesios humildes, se ha convertido en símbolo pacífico del hartazgo ante las injusticias sociales que sufren a diario la mayoría de los 235 millones de habitantes del cuarto país más poblado del mundo, sólo por detrás de China, India y Estados Unidos.
Djubaedah, una mujer de 60 años de Yakarta, encarna la imagen de la indignación popular. Empuña varios pares de sandalias en sus manos, compradas por ella misma y donadas por sus vecinos, mientras alza la voz: “¿Dónde está la justicia para la gente pobre? Aquellos que roban algodón o un puñado de maíz van a prisión, pero nada les ocurre a las personas importantes que se apoderan del dinero del pueblo”.
El robo de la discordia
El origen de la historia se remonta a octubre de 2010, cuando el joven A. A. L. (sólo se conocen sus siglas al tratarse de un menor de edad) regresaba de la escuela con unos amigos, en la localidad indonesa de Palu, perteneciente a la isla de Célebes.
En el trayecto, el muchacho agarró un par de chanclas, blancas y ajadas, valoradas en poco más de 3 dólares, que supuestamente estaban abandonadas fuera de un caserón de la policía y que resultaron pertenecer al sargento Ahmad Rusdi Harahap. El agente se tomó la justicia por su mano: arrestó al adolescente, lo llevó a comisaría, junto con otros dos agentes, lo golpeó con crueldad y finalmente lo mandó ante los tribunales. El fiscal fue tajante y propuso cinco años de prisión por el delito.
El pueblo ardió en furia al conocer el caso, que fue juzgado en la primera semana de enero de este año. La Comisión de Protección de los Niños de Indonesia (KPAI, por sus siglas en indonesio) inició una campaña llamada “Mil sandalias para AAL”, que pretendía recaudar esta cantidad de zapatos y entregársela al agente de policía como lección ejemplarizante.
En cuestión de días llovieron chanclas desde todos los rincones de un país disperso en 17 mil islas a lo largo de más de 5 mil kilómetros de océano. Los propios ciudadanos fueron a posarlas, a cara descubierta, en la puerta de entrada de las comisarías de la policía.
“El impacto de esta campaña superó todas nuestras expectativas. Empezamos escribiendo una carta de protesta al juez y proponiendo una colecta, pero la retroalimentación ha sido enorme. El efecto se ha vuelto global”, explicó en una entrevista con Apro Maria Ulfah Anshor, presidenta de KPAI.
De todos los colores, tallas y formas, usadas o por estrenar, para hombre, mujer o niño, baratas o de una cierta categoría, el éxito ha sido tal que los pares van a llegar a todas las instituciones. Ya se entregaron decenas a la policía de Palu, pero ahora también se dirigirán cajas repletas a la Fiscalía, al Parlamento y a la propia jefatura del gobierno.
Ulfah Anshor estimó que la polémica surge de la misma ley indonesa, que permite encarcelar a cualquier persona a partir de los 12 años –antes el límite era incluso inferior, para niños de 8 años–, por lo que reclama una modificación urgente en la legislación penal de los menores.
Sin embargo, la presidenta de KPAI reconoce que el caso de A.A.L. y el éxito
de la revolución de las chancletas es la punta del iceberg de los abusos que
practican algunos estamentos, especialmente en el caso de los políticos y de los
agentes del orden. “Hay una percepción de injusticia en la sociedad. La gente no
entiende que un delito tan insignificante pueda comportar un castigo tan fuerte.
Los niños son vulnerables y no tienen posibilidad de defensa, mientras que otros
crímenes más graves se pasan por alto”, admitió.
Según datos de su asociación, anualmente unos 7 mil muchachos indonesios se
enfrentan a procesos penales de similar naturaleza, en su inmensa mayoría por
delitos leves. De ellos, 90% (6 mil 273 niños en el año 2011) termina en
prisión, entre otras razones por la dureza del sistema penal, herencia del
dictador Suharto, quien en 1998 abandonó el poder tras más de tres décadas al
frente del país.
La pena de cárcel se complica más todavía para los adolescentes, puesto que
muchos la cumplen en prisiones para adultos.
Impunidad policial
Indonesia vive una aceleración que la ha llevado a liderar los índices de
crecimiento económico de la región del Sudeste Asiático e incluso le ha
permitido entrar en el selecto club del G-20, pero sus habitantes se dan cuenta
a diario de que la mejora del país se produce a distintas velocidades, según la
clase social o la profesión.
“Las sandalias son un símbolo de los pobres, de los que están en necesidad,
que a menudo son ignorados y no reciben la atención que deberían. Ellos no se
pueden permitir zapatos en Indonesia. Si ves a los vendedores ambulantes de la
calle, a los conductores, ellos usan sandalias. Son un indudable símbolo
social”, expuso a Apro Iwan Hasan, miembro de UNICEF Indonesia, un organismo que
también ha colaborado en la campaña de las sandalias.
La vulnerabilidad de los más desfavorecidos contrasta con la impunidad en la
que se mueven los altos cargos oficiales, que a menudo son objeto de
investigaciones que concluyen en nada. La propia policía es vista con recelo y
calificada como la institución más corrupta y abusiva del país: el último
incidente asumido oficialmente ocurrió esta Navidad, cuando dos hermanos de 11 y
17 años fallecieron en la isla de Sumatra tras pasar unos días bajo custodia
policial y torturas a causa de otro presunto robo.
Usuarios de Facebook y Twitter, muy populares también en Indonesia, claman
contra los abusos y exigen un cambio de rumbo, más transparencia y mayor
igualdad. El hervidero lo sintetizó un editorial rotundo del periódico The
Jakarta Globe, en su edición del 10 de enero: “Mientras todo el peso de la ley
cae sobre las ofensas pequeñas, los delitos más graves no se castigan o reciben
condenas muy leves. Este doble rasero crea la impresión de que no se combate la
corrupción lo suficiente. Está en juego la creencia y la confianza en el
sistema”.
La organización Transparencia Internacional, que tiene el cometido de evaluar
las prácticas de anticorrupción que aplican los gobiernos, coloca en su último
reporte de 2011 a Indonesia en la posición 100 de 182 países del mundo,
curiosamente empatada en la clasificación con México.
La presión ejercida por las protestas de las chanclas ya ha obtenido un
primer resultado positivo. Ante centenares de personas concentradas para
escuchar el veredicto, el juez Rommel Tampubolon halló al chico culpable del
delito de robo, pero en la sentencia estimó que, “dada la edad del acusado”, no
era procedente condenarlo a la pena propuesta y resolvió el caso devolviendo el
muchacho a sus padres.
A su vez, la disciplina interna policial sí funcionó en esta ocasión y
condenó a 21 días de arresto al sargento implicado.
La notoriedad de las chanclas está provocando la aparición de otras protestas
‘hermanas’. El caso de dos enfermos mentales que robaron un racimo de bananas y
que se enfrentan a siete años de prisión ha desatado la campaña “Mil bananas
para la policía”.
En Bali, otro hurto a manos de un adolescente, en este caso de una billetera
con mil rupias (equivalentes a 11 centavos de dólar), también ha provocado que
los activistas empiecen a recoger monedas de modo simbólico.Las chanclas
pisan con fuerza en Indonesia.
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