Política Exterior
Günther Maihold
La capacidad del narcotráfico para atravesar fronteras y diversificar su actividad ha creado un problema transnacional imposible de abordar con políticas nacionales. El crimen organizado sobrevive también debido a su enquistamiento en las estructuras del Estado.
Transcurrida una década desde el 11 de septiembre de 2001 se puede constatar un cambio en la percepción de las amenazas en América Latina. Mientras en el momento de los atentados existía la preocupación por un posible acto terrorista en o desde la región latinoamericana, hoy esa idea se ha desvanecido, y ha surgido el temor más cierto a que el crimen organizado se conviertan en una amenaza real para los Estados de la región. En muchos de ellos, las instituciones y el monopolio de la violencia por parte del Estado se encuentran minados por la corrupción de funcionarios y estructuras paralelas de poder.
A raíz de esta amenaza ha comenzado a circular la expresión “Estado fallido” para describir las precarias condiciones de seguridad y las dificultades de las instituciones de numerosos países latinoamericanos. Los gobiernos de la región rechazan la calificación de “Estado fallido”, considerándola una variante de las políticas de “certificación” de Estados Unidos practicadas en los años noventa. De esta manera, se repiten debates que se dieron hace un década en el caso de Colombia y se reeditan en la actualidad con referencia a México o a los países centroamericanos. Lo que se requiere, por el contrario, es un análisis específico que trate de identificar aquellas áreas de presencia limitada del Estado donde actores no-estatales (sociales y económicos, violentos y no-violentos, nacionales e internacionales) están participando en la prestación de servicios básicos como la seguridad y el bienestar.
Allende el ‘Estado fallido’
La fórmula del “Estado fallido” no deja opciones válidas para combatir el crimen organizado, pues no permite detectar puntos de partida, ya sea por parte de las agencias estatales, de la sociedad civil o de actores externos. Por tanto, solo un enfoque que tenga en cuenta las “capacidades limitadas” del Estado puede ofrecer estrategias para la recuperación de la presencia del mismo, un proceso que ni es veloz ni produce resultados a corto plazo. Por otra parte, los intereses políticos en juego no facilitan el desarrollo de planes de acción concretos. Hay que tener en cuenta que la lucha contra el crimen organizado tiene mucho que ver con la imagen internacional del país, de ahí que se utilice la denominación de “Estado fallido”. Basta con recordar la polémica sobre las cifras de homicidios y su comparación internacional para comprobar el peso de esos datos sobre la valoración del país en cuestión.
El problema central de una violencia desbordada como consecuencia de la lucha entre diferentes cárteles por el control de las rutas de transporte y las plazas de comercialización de las drogas es ampliamente conocido. La capacidad de desplazamiento de las organizaciones criminales implica que un país con los suficientes medios y fuerza coercitiva pueda hacer frente en cierta medida a estos actores, mientras que un vecino con menos capacidades se ve afectado en proporción mayor. Se establece así una cadena continua de desplazamientos que solo podría interrumpirse con un esfuerzo internacional a la altura del reto transnacional del que se trata. Insistir en la soberanía nacional en lo relativo a la lucha contra el narcotráfico, el crimen organizado, la corrupción y la violencia limita las posibilidades de cooperación externa en áreas fundamentales como son los sistemas judiciales y penitenciarios.
Asimismo las medidas que los Estados aplican en el combate al crimen organizado tienen graves consecuencias no intencionadas; como la violación de derechos humanos, la sustitución de funciones de policía con la participación de los militares, la supresión de iniciativas de prevención y la expansión del crimen hacia áreas de convivencia ciudadana más amplias.
Nuevos productos, nuevas organizaciones
Es preciso buscar nuevos elementos a la hora de responder a las dinámicas expansivas del narcotráfico. En América Latina es preciso prescindir de conceptos y generalizaciones que han demostrado no ser útiles en el diseño de opciones viables. Entre ellos, están las viejas fórmulas y categorización de países de producción, tránsito y consumo de la droga, que hoy no sirven para un debate efectivo sobre el problema. En este sentido, debido al cada vez más frecuente “pago en especie” (es decir, la comisión de delitos a cambio de drogas o el intercambio de unas drogas por otras) y teniendo en cuenta la expansión de las clases medias latinoamericanas, los países de tránsito se están convirtiendo en países de consumo, como es el caso de Argentina y Brasil, con los correspondientes costes económicos, sociales y políticos.
Los costes del problema del narcotráfico varían además según el producto –marihuana, cocaína o metanfetaminas– por lo que las propuestas recurrentes de legalización del consumo tendrán que diferenciarse según el producto. Así, las sustancias sintéticas (de consumo creciente en países de América Latina, EE UU y Europa) ya no dependen de condiciones climáticas de cultivo como la cocaína, sino de las estructuras criminales para su circulación. A medio plazo pueden darse dinámicas que –debido a las modas que caracterizan el consumo de drogas– redefinirán las rutas y los flujos que hoy determinan el combate a los narcotraficantes. De este modo, se observa una transformación de los mercados ilegales, según varían la demanda y las preferencias de consumo.
A pesar de la atención mediática y la rentabilidad del negocio, no hay que perder de vista que las drogas no son la única fuente de ingresos de las organizaciones criminales. Teniendo en cuenta que su interés central es la ganancia en la acción empresarial ilegal, su modelo de producción varía de acuerdo a la garantía de los ingresos. La experiencia tanto del caso colombiano como del mexicano apunta hacia una modalidad productiva multidimensional, que reduce la dependencia de un único mercado ilegal, ampliando su actividad criminal hacia secuestros y extorsiones, tráfico de armas y patentes, migración clandestina, así como trata de personas y tráfico de órganos. Esta diversificación va gestándose dependiendo de la rentabilidad de la respectiva actividad y de la capacidad de control de los organismos de represión. El crimen organizado siempre tratará de reducir sus costes de transacción a través de la corrupción de funcionarios, aplicando la modalidad de “plata o plomo”, aunque buscará reducir la intervención externa en sus negocios.
Para las estrategias de combate al crimen organizado, la nueva multidimensionalidad de las organizaciones exige enfocar el modelo productivo de estos actores con una perspectiva integral, ya que las estrategias parciales destinadas a un producto o un mercado no lograrán subvertir las estructuras criminales, capaces de desplazarse fácilmente ente los países y cambiar de actividad ilegal.
La sociedad y la convivencia con el crimen
Fórmulas como la “guerra contra el narco”, aplicada por el gobierno de México, presentan paralelismos con las políticas de “mano dura” frente a las maras en Centroamérica. Aunque ambas sirvan como lemas de campaña política –al presuponer capacidades de combate que, en la mayoría de los casos, no están a disposición de los respectivos gobiernos– hay que tener en cuenta que el crimen organizado no se presta a ser considerado “enemigo del Estado”. Las investigaciones sobre el fenómeno reflejan la coexistencia entre Estado y crimen organizado en todos los países. Lo diferente en cada caso son los equilibrios relativos en esta relación.
El problema es que la capacidad expansiva demostrada por el narcotráfico y el volumen de ingresos generados han distorsionado los equilibrios relativos, lo que ha llevado a una mayor represión estatal. Por otra parte, la proliferación de actores violentos ha llevado a una reducción de los márgenes de autonomía del Estado, y hoy uno de los mayores retos es la recuperación de la presencia del Estado en amplias zonas de Colombia, Centroamérica y México, pero también en favelas de São Paulo y Río de Janeiro en Brasil. Sin embargo, las capacidades de la acción estatal se ven limitadas debido a que las organizaciones criminales sirven a un mercado con una demanda muy alta y creciente, y los instrumentos para el control de los mercados ilegales son insuficientes ante el tamaño y la diversificación de las rutas de tráfico y consumo de drogas.
Además, la violencia inherente a la lucha contra estas organizaciones y la escalada de inseguridad están minando el apoyo de la ciudadanía a estas acciones. Esto no debe entenderse como una claudicación, sino que obedece a que las sociedades reclaman seguridad, convivencia pacífica y el restablecimiento de los espacios públicos, sin verse expuestas al miedo y la restricción de sus movimientos, tal como sucede en la actualidad en México. De este modo, la meta a la que habría que aspirar es restablecer el equilibrio entre Estado, sociedad y crimen organizado en su justa relación, sin que los políticos caigan en la tentación de ofrecer una sociedad libre del crimen, declarando una victoria que en poco tiempo resulte un espejismo ante la capacidad transformadora de estas organizaciones.
Reto transnacional y control nacional
El “efecto globo” y el “efecto cucaracha” característicos del narcotráfico y el crimen organizado son una muestra clara de la capacidad de estos grupos para encontrar espacios de reproducción y traspasar las fronteras nacionales, en aquellos lugares con una presencia limitada del Estado que maximice las ganancias. Ambos fenómenos restringen aún más los esfuerzos de los gobiernos nacionales en el combate al narcotráfico y, por el contrario, “empujan” al narco y sus redes criminales hacia los países vecinos. Así, el “éxito” en el control de las rutas del narcotráfico por el Caribe dio lugar a su traslado a Centroamérica, donde en la actualidad se observa un paulatino desplazamiento hacia las vías marítimas del Pacífico, debido al creciente control de la vía terrestre. Por ello, aunque el desmantelamiento de determinados grupos criminales se venda como éxito para consumo nacional, no resuelve el verdadero problema.
La falta de congruencia entre una amenaza de carácter transnacional y las respuestas de alcance nacional garantiza la supervivencia de las estructuras criminales, que siempre encuentran otro lugar donde establecerse. Por ello si no se desea promover la expansión del fenómeno, es urgente crear formatos de combate transnacionales efectivos.
Pero el crimen organizado no solo encuentra oportunidades en este nuevo carácter transnacional; su capacidad de supervivencia se debe también a su presencia y enquistamiento en las propias estructuras del Estado. Basta observar el hacinamiento en las prisiones, donde los grupos criminales desarrollan una actividad interna incontrolable para las autoridades, llegando a establecer sistemas de “autogobierno” difíciles de desmantelar.
Más allá de su presencia en las cárceles, la corrupción e impunidad asociadas a la actividad criminal se han expandido a diferentes niveles en las estructuras del Estado. Así, por ejemplo, el sistema judicial de muchos países de América Latina no es capaz de tramitar de manera transparente las denuncias ni de aplicar la ley a innumerables casos pendientes asociados al narcotráfico. Por una parte, existe un alto número personas en prisión sin acusaciones formales; por otra, las reformas penales en diversos países no han tenido el efecto deseado a la hora de acelerar los juicios y hacer más transparentes los procedimientos judiciales. Las organizaciones criminales sacan provecho de estas debilidades en el andamiaje institucional. Es por ello que desean mantener un Estado débil y/o establecer un equilibrio de mutuo respeto entre Estado y crimen organizado, desarrollar sus propias capacidades para mantener el orden, prestar servicios y convencer a los ciudadanos de su calidad como actores centrales e indispensables (y hasta confiables). Al mismo tiempo, redes de patronazgo vinculadas al crimen organizado distorsionan la política y el funcionamiento de la justicia.
Derivado de lo anterior está la impunidad, que sigue siendo un arma de supervivencia fundamental para las redes criminales. La impunidad tiene además el efecto de deslegitimar la “guerra contra el narco”, ya que en muchos países se opta por la extradición de los capos ante la desconfianza en las propias instancias judiciales. Contrarrestar la corrupción y el tráfico de influencias requerirá un esfuerzo sostenido en el tiempo, ya que se trata de problemas enraizados a corto plazo y no será posible reestructurar instituciones con la necesaria supervisión y transparencia.
Acciones conjuntas contra el crimen organizado
La vulnerabilidad de las estructuras institucionales es uno de los desafíos en las acciones de control y combate al crimen organizado. Esto hace necesario establecer un sistema lo suficientemente ágil para prevenir y adaptarse a las transformaciones de la actividad de estos grupos, teniendo en cuenta las nuevas rutas del narcotráfico, especialmente hacia Europa. Ante las nuevas rutas del Sur, que pasan por África occidental para abastecer la creciente demanda de cocaína en los mercados europeos, la propia Unión Europea ha solicitado mayor cooperación internacional. De este modo, la preocupación por la debilidad de las estructuras estatales ha llegado a Europa, que trata de encontrar herramientas de cooperación que sirvan para fortalecer los Estados y controlar los mercados de consumo, por ejemplo con el apoyo de la agencia Frontex. No solamente España y Portugal –como mercados de entrada de la droga– están llamados a asumir una mayor responsabilidad, la UE en su conjunto y los vecinos Europa oriental también se ven obligados a reforzar sus fronteras.
En la actualidad, los expertos coinciden en que las acciones sobre la demanda son más efectivas que el enfoque tradicional, especialmente apoyado por EE UU, de reducción de la oferta. Cuando la administración de Barack Obama anunció al gobierno mexicano que consideraba el combate al narcotráfico y sus organizaciones una “responsabilidad compartida” parecía que el vecino del norte había modificado su visión sobre el problema. En 2007 se puso en marcha la Iniciativa de Mérida (programa plurianual de cooperación en materia de seguridad en el que participan EE UU, México y países de Centramérica), que sirve de base a la cooperación regional para combatir el narcotráfico y las formas conexas de delincuencia organizada. Para 2008 y 2009, el gobierno estadounidense aportó a la iniciativa alrededor de 1.300 millones de dólares, y se proponía asignar 450 millones a México y 100 millones a Centroamérica en 2010.
Por otra parte, con la puesta en marcha de la Central America Regional Security Initiative (Carsi), Washington reconoce la dramática situación de seguridad y violencia vinculada al narcotráfico que está asolando El Salvador, Guatemala y Honduras, el llamado “triángulo norte”. En estos países, el aumento de la corrupción en las instancias del gobierno, los organismos de seguridad y el poder judicial ha debilitado aún más unas instituciones ya de por sí frágiles desde las guerras civiles de los años ochenta y noventa y por el impacto de la violencia de las maras en la década de 2000.
La I Conferencia Internacional de Apoyo a la Estrategia de Seguridad de Centroamérica, celebrada el 22 y 23 de junio pasado en Ciudad de Guatemala, puso en evidencia la necesidad de una mayor financiación de programas conjuntos –más allá de la coordinación intergubernamental– y también la urgencia de recuperar la capacidad de acción del Estado mediante reformas institucionales tanto en la policía y en el sistema judicial, como en los sistemas de prevención social. Esfuerzos de tal envergadura –aunque se refieren a países pequeños– no serán posibles sin la intervención de agencias externas en ámbitos de tradicional control soberano. Un ejemplo de la dificultad para vencer el “problema de la soberanía” y sus conflictos derivados lo ofrece la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala (CICIG), que desde 2007 colabora en la reforma del sistema judicial de este país con el apoyo de las Naciones Unidas.
Penetrar en los negocios de las estructuras criminales
Entre la amplia gama de acciones para combatir el crimen organizado, la más urgente y provechosa a corto y medio plazo será la penetración de sus negocios. La diferencia entre el crimen organizado y la delincuencia común es el interés en la producción de valor añadido mediante la confusión de las actividades criminales con empresas legales. Solo minando este nexo será posible limitar el traslado de actividades criminales y prevenir la multifuncionalidad que han adquirido estas organizaciones.
Por tanto, no es suficiente capturar a los capos de algunos cárteles, sino que es clave desarticular sus redes de negocios, lo cual requiere un diseño de cooperación transnacional entre EE UU, la UE y América Latina. Esto implica ir más allá de la implementación de los mandatos del Grupo de Acción Financiera Internacional (GAFI) en cuanto al control del lavado de dinero, pues también es preciso llevar a cabo acciones conjuntas de inteligencia financiera y comercial. Este tipo de investigaciones son muy costosas y complejas para un Estado individual, por lo que es indispensable crear facilidades financieras comunes que permitan a los países pequeños participar en los esfuerzos.
Entre ellos, habría que situar la “inteligencia financiera” fuera de los ministerios de Hacienda, que hasta ahora han estado más interesados por la generación de impuestos que por penetrar y desarticular las estructuras financieras del crimen organizado.
El combate al crimen organizado a partir de su actuación empresarial, reduciendo sus recursos disponibles, tendría un efecto determinante en comparación con medidas puntuales y sectoriales que los Estados individuales solo podrían llevar a cabo de manera limitada. Ningún Estado será capaz de combatir por sí solo esta amenaza en América Latina.
Günther Maihold -
Subdirector del Instituto Alemán de Política Internacional y Seguridad (SWP, Berlín). Actualmente ocupa la Cátedra Guillermo y Alejandro Von Humboldt en el Colegio de México (México DF).
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