viernes, 25 de marzo de 2011

El impacto del desastre


Por Bill Emmott

Una de las primeras frases que los extranjeros aprenden cuando viven en Japón es ganbatte kudasai, que se usa muy seguido. Los japoneses la dicen para despedirse, en momentos en los que los estadounidenses o argentinos podrían decir "cuidate" o "que tengas buen viaje", pero el significado es diferente. Traducida literalmente, quiere decir "Por favor sopórtalo".

Nadie puede dudar que la capacidad de resistencia de los japoneses, que el sentido casi espiritual del estoicismo del país, acaban de enfrentar su mayor prueba desde su derrota y destrucción en 1945, cuando finalizó la Segunda Guerra Mundial. Pero el devastador sismo y tsunami del 11 de marzo no es algo a lo que las sociedades modernas, industrializadas y maduras estén acostumbradas. Tampoco están acostumbradas al temor de la fusión accidental y la contaminación nuclear (que aún estaban en curso al cierre de esta edición de NEWSWEEK) por una posible falla catastrófica de la planta nuclear de Daiichi en Fukushima, en la zona de la destrucción.

Por todo ello, debemos ser cautos cuando sacamos conclusiones sobre el impacto económico, político y psicológico a largo plazo de estos desastres. Lo que podemos hacer, sin embargo, es usar experiencias análogas en Japón y en otros lugares para establecer un marco con el fin de analizar el problema y ofrecer pistas respecto a lo que podría ser más importante en las próximas semanas, meses e incluso años.

La primera y más fundamental lección de otros desastres naturales es que la economía es la menos importante de las preocupaciones. Generalmente, si los efectos económicos se miden únicamente por el Producto Interno Bruto, los desastres naturales causan una pérdida a corto plazo en la producción, debida a la destrucción de oficinas y fábricas, y a la interrupción de los enlaces de transporte, pero después de unos cuantos meses, actúan realmente como un paquete de estímulo económico.

Esto fue lo que ocurrió después del huracán Katrina en Estados Unidos en 2005, y fue lo que ocurrió después del último sismo a gran escala en Japón, el temblor en Kobe en 1995 que mató a 6.500 personas. El gasto de reconstrucción comienza rápidamente, generando empleos, aumentando los ingresos y fomentando la actividad. Los seguros cubren una parte de ese gasto, y la otra es cubierta por el gasto gubernamental y la inversión privada.

La única diferencia verdadera en el actual desastre japonés es que será imposible conocer su escala hasta que los peligros nucleares se hayan producido o hayan sido controlados en forma definitiva. Indudablemente, las centrales nucleares no están aseguradas comercialmente, sino por el gobierno y las mismas compañías de energía eléctrica, por lo que en este caso, la mayor parte de los gastos recaerá en el Estado.

Al final, esta realidad sobre las consecuencias de los desastres naturales debe recordarnos las limitaciones del PBI como una medida: nos dice qué es lo que ocurre con la producción y la actividad económica, pero no nos dice nada sobre el bienestar y la felicidad.

¿Pero acaso la economía japonesa no ha estado débil durante las últimas dos décadas y su gobierno no enfrenta una profunda deuda? Entonces, ¿cómo podrá pagar esta reconstrucción? Esas son las preguntas que muchos japoneses se estarán haciendo.

Las respuestas son que, en efecto, Japón ha tenido un desempeño deficiente desde la mitad de la década de 1990, pero eso ocurrió principalmente porque se compara el rendimiento con sus enormes logros a los que nos habíamos acostumbrado en las décadas de 1970 y 1980. El año pasado, tras haber sido golpeado en 2009 por la crisis económica mundial, el PBI de Japón se recuperó un 3,9 por ciento. Su récord a largo plazo desde el año 2000 no ha sido impresionante, pero debido a que la población fue disminuyendo —gracias a un nivel más bajo en el índice de natalidad y la escasa inmigración—, los ingresos por habitante son algo mejores de lo que indican los titulares.

La verdadera debilidad de Japón es la deuda y la deflación. Su deuda pública bruta asciende hoy al 200 por ciento del PBI. Una vez que se suman las cantidades que una parte del gobierno adeuda a otra, la cifra sigue siendo de 120 por ciento, muy por encima de la cifra estadounidense de aproximadamente 80 por ciento. Sin embargo, casi todo esto tiene financiación local, por lo que en este momento de crisis nacional, el gobierno no deberá enfrentar ninguna dificultad seria para obtener más préstamos. Incluso podría recaudar un impuesto especial de reconstrucción, dado que en este momento los japoneses están completamente preparados para hacer sacrificios y compartir las cargas nacionales.

La única duda económica digna de considerarse se relaciona con la deflación, o la inflación. Los precios han estado cayendo casi todos los años desde 1997, hundiendo con ellos a los sueldos y al consumo. El único riesgo relacionado con el desastre es que esto podría cambiar. La crisis generará escasez y ya destruyó una parte de la capacidad productiva. Se invertirán grandes cantidades de dinero a medida que el esfuerzo de reconstrucción se ponga en marcha. Y como esto va a ocurrir en un momento en que los precios mundiales de alimentos y energéticos también van en aumento, existe el riesgo de que la deflación se convierta en inflación.

Pero, como dijimos antes, estas preguntas económicas no son realmente las más importantes. Las más importantes son las consecuencias políticas y psicológicas, porque se trata de una tragedia humana, no económica.

Este tipo de catástrofes tampoco pueden ni deben ser pronosticadas con certeza dogmática. Sabemos que Japón tiene una sociedad con una gran capacidad de recuperación, acostumbrada a resistir y que muestra siempre un gran sentido de la solidaridad. Pero también sabemos que —desde mediados de la década del ‘90, pero con mayor énfasis en los últimos cinco años— su política ha sido caótica y disfuncional. Además, también debemos señalar que, desde mediados de la década del ‘90, la desilusión popular con los políticos, con el gobierno en general y con las grandes empresas ha ido en aumento.

En la política, un partido bastante nuevo, el centroizquierdista Partido Demócrata Centro de Japón (DPJ por sus siglas en inglés), obtuvo una victoria histórica en agosto de 2009, cuando sacó del poder al Partido Liberal Democrático (PLD) por primera vez desde 1955. Pero desde entonces, el DPJ no dejó de causar decepciones: dividido e ineficaz, ya ha nombrado a su segundo primer ministro, Naoto Kan, desde que llegó al poder. Justo antes del desastre, perdió a su joven y talentoso ministro de Relaciones Exteriores, Seiji Maehara, en un escándalo de financiación política, y el opositor PLD planeaba adelantar las elecciones generales bloqueando la aprobación del presupuesto anual a través del Parlamento.

Con seguridad, esas maniobras políticas van a ser puestas en su verdadera e insignificante perspectiva por esta tragedia humana. El PLD querrá ser visto como partidario de la unión nacional, y el gobierno tendrá por fin un programa claro para los próximos años, es decir, dirigir la reconstrucción.

Sin embargo, lo que debería provocar incertidumbre es la visión popular acerca del gobierno. El sentido de la unión nacional será fuerte. Hasta ahora, se ha considerado que Kan y su gobierno manejaron bien la crisis y —de manera crucial— con honestidad. Pero el aspecto nuclear de este desastre podría complicar las cosas: ya existen antecedentes de encubrimientos y desconfianza con respecto a la seguridad nuclear después de los accidentes ocurridos en los últimos 20 años, una desconfianza que bien podría aumentar ahora. El objetivo del gobierno del DPJ será asegurar que esa desconfianza, y las posibles recriminaciones sobre los deficientes procedimientos de seguridad, sean dirigidas a Tokyo Electric Power Co., el operador privado de la planta de Fukushima, y a los gobiernos anteriores del PLD.

Sin embargo, esto no será fácil, especialmente ahora que el gobierno tendrá que enfrentar una difícil elección sobre qué hacer con los otros viejos reactores nucleares de Japón. En conjunto, la energía nuclear suministra casi un 30 por ciento de la electricidad de ese país. Así que si las plantas se cierran por cuestiones de seguridad, eso empeorará la escasez de energía y aumenta los costos para los clientes; pero si no se cierran, el gobierno se arriesga a sufrir un contragolpe popular contra la energía nuclear.

La incertidumbre psicológica queda reflejada por la pregunta de qué clase de contragolpe se producirá. Los japoneses son estoicos y están dispuestos a sacrificarse. ¿Pero percibir el sacrificio de su vida en aras de una reconstrucción más rápida? Esa podría ser una decisión más difícil.

Así que, finalmente, está la pregunta de si los japoneses reaccionarán frente al desastre como lo hicieron en la década de 1950, adquiriendo una mayor energía para la iniciativa empresarial y profundizando sus conexiones con el mundo. O si en lugar de ello se volverán más provincianos y más reflexivos.

Amplia e impresionante como es, la escala de este desastre no debe compararse con la de 1945: es más limitada, y el esfuerzo de reconstrucción será de unos cinco años, no una cuestión de décadas. Pero este desastre también se produce en un momento en que la envejecida población de Japón se siente sacudida e incluso un tanto amenazada por el crecimiento de China, y en el que la tendencia reciente había sido una desconexión gradual del mundo en vez de la entusiasta adopción de la globalización.

Una conmoción como ésta podría hacer que los japoneses se vuelvan más introspectivos, preocupados como corresponde con sus asuntos internos. Aunque ello sería comprensible, esperamos que no lo hagan. El mundo es mejor con un Japón comprometido y activo.

Emmott, periodista y ex editor de The Economist, es autor de Rivals: How the Power Struggle Between China, India, and Japan Will Shape Our Next Decade (Rivales: cómo la lucha por el poder entre China, India y Japón determinará nuestra próxima década).

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