EL PAIS.COM
LLUÍS BASSETS
Un mundo desconfiado. Sin ideas ni líderes. En mitad de una crisis económica, la mayor de los últimos 80 años, que coincide con una insólita transferencia de poder desde Europa y Estados Unidos hacia Asia como no se había visto en siglos. Este ha sido el año en que se han hecho plenamente visibles los cambios del mundo unipolar de la superpotencia única hacia el mundo multipolar en que Estados Unidos tiene que negociar con los nuevos poderes emergentes y, sobre todo, con China, cada vez más explícita en sus ambiciones.
Europa ya se ha eclipsado, sin voluntad de existir como tal, ensimismada en la identidad de sus viejas naciones y angustiada por las grietas de su Estado de bienestar. Estados Unidos ha perdido autoridad y protagonismo internacionales, al mismo ritmo en que los perdía su presidente Barack Obama, desposeído ya de la gracia celestial que le rodeó hasta bien entrado su primer año de mandato.
Si hubiera que poner rostro a los nuevos poderes emergentes, servirían dos personajes como Luiz Inácio Lula da Silva, que da el relevo en la presidencia de Brasil a Dilma Rousseff el último día de 2010, encumbrado en una nube de prestigio y admiración, y Julian Assange, el fundador de Wikileaks, que ha protagonizado las mayores filtraciones de documentos secretos de la historia, sobre las guerras de Irak y Afganistán y sobre las comunicaciones diplomáticas del Departamento de Estado, levantando una rebelión digital en todo el planeta contra su detención y contra el bloqueo de sus cuentas y de su site de Internet.
Lula es la imagen misma del nuevo mundo multipolar, en el que ya no hay ninguna superpotencia imprescindible y corresponde un papel más que destacado a países como Brasil, con una demografía potente, una economía efervescente y una fuerte vocación de protagonismo regional y mundial. Assange es por su parte el emblema de los poderes informales no estatales que juegan también en el nuevo tablero, aprovechando la globalización económica y tecnológica para descubrir sus fisuras y debilidades.
Son dos rostros emblemáticos y mediáticos. No es el caso de los desconocidos rostros de los auténticos poderes ascendentes, los de los nueve miembros del comité permanente del Politburó del Partido Comunista de China, entre los que están el presidente del país, Hu Jintao, su primer ministro, Wen Jiabao, y quienes van a sucederles ordenadamente, si no media accidente, en 2012, cuando la quinta generación después de Mao Zedong llegue al poder, que son respectivamente Xi Jinping y Li Keqiang. Sus decisiones económicas, políticas y militares, tomadas por consenso con el más absoluto hermetismo, han condicionado la marcha del planeta más intensamente que cualquiera de los grandes e irresolutivos concilios internacionales.
Su poder opaco tiene el correlato en la vistosidad y el ruido propios de una carrera de bólidos con que se están produciendo los relevos de poder este año. La aceleración es lo que más sorprende a todos. La caída de unos y la subida de otros es mucho más rápida de lo esperado. A mitad de 2010, China ha superado a Japón en producción de riqueza. Solo Estados Unidos tiene todavía un producto interior bruto superior al chino. Al final de la década que ahora empieza, en 2020, los economistas prevén que se sitúe ya como el país con el mayor PIB del mundo. No es extraño: cuando todo el mundo desarrollado crece todavía muy débilmente y sigue destruyendo puestos de trabajo, China va lanzada por encima del 10% de crecimiento anual. Si sigue esta velocidad y el llamado mundo occidental se embalsa en su crisis, el sorpasso puede producirse mucho antes.
China ya superó en el cómputo de 2009 a Alemania como primer exportador mundial y a Estados Unidos como primer fabricante de automóviles. Es el mayor importador de acero y cobre, y el segundo de petróleo. Tiene cuatro de las diez mayores compañías del mundo. Y cuenta con dos palancas financieras que le proporcionan poder e influencia en la cambiante mesa de juego del poder mundial: su moneda, el yuan, que las autoridades chinas mantienen depreciada respecto al dólar, el euro y el yen para favorecer su competitividad y sus exportaciones; y sus reservas en deuda extranjera, que le han convertido en el mayor banquero de Occidente y permitido echar una mano a los países con deudas soberanas corroídas por la crisis financiera.
La prosperidad de la economía china en momentos de dificultades europeas y norteamericanas también impulsa la proyección mundial de sus empresas y de sus capitales, en importación de materias primas, inversiones directas e incluso la apertura de mercados al consumo de sus productos. Cae por su propio peso la traducción geopolítica de la red de vínculos que está estableciendo, tal como se ha manifestado en el boicot a la entrega en Oslo del Nobel de la Paz al disidente Liu Xiaobo, seguido por una veintena de países de todos los continentes. El régimen de Pekín se muestra cada vez más seguro y firme en sus posiciones políticas, en clara correspondencia a la buena marcha de su economía y a la debilidad de sus socios occidentales.
La nueva versión de Obama que nos ha proporcionado este 2010 es la otra cara de este nuevo paisaje del poder planetario. El político que encandiló al mundo en 2008 con su campaña electoral y su fulgurante victoria presidencial ha alcanzado el meridiano de su mandato en noviembre de 2010 en las peores condiciones. La debilidad interna de Obama es el exacto correlato de su debilidad exterior y de la nueva debilidad de Estados Unidos en el mundo, que se ha incubado durante toda la década pero ha hecho su explosión en 2010. El liderazgo de Washington ha entrado definitivamente en crisis, después del desgraciado canto del cisne de la presidencia de Bush con las guerras de Irak y Afganistán.
La medida de las dificultades y de la voluntad de Barack Obama la dio su reforma del sistema de salud, elemento central de su programa presidencial que debería proporcionar cobertura sanitaria a los 32 millones de norteamericanos que ahora carecen de ella. Se aprobó en marzo, con más de medio año de retraso y a costa de echar mucha agua al vino, cuando Obama todavía contaba con mayorías demócratas en el Congreso. Pero el Partido Republicano quiere aprovechar su victoria legislativa en las elecciones de mitad de mandato del pasado noviembre, que deja solo a Obama frente a un Congreso en manos de la oposición, para evitar que la reforma llegue a aplicarse.
La estrepitosa derrota demócrata en estas elecciones indica los escasos márgenes de acción que le quedan a Obama para las legislaciones que quería impulsar en inmigración, sistema escolar y cambio climático. Nadie le quiere ayudar desde las filas republicanas. Aunque consiguió aprobar la reforma financiera, pesa sobre su presidencia la debilidad de la economía, que todavía no crea puestos de trabajo, al final la única baza vencedora que puede exhibir un político en tiempos de crisis. En tan malas condiciones, la herencia de Bush ha vuelto a resurgir cuando apenas se cumplen dos años de su partida. Estados Unidos ha sacado este año sus tropas de combate de Irak, pero sigue enzarzado en Afganistán a pesar de la fecha de partida en 2014 marcada por el presidente. Guantánamo sigue abierto. Nada ha conseguido mover en Oriente Próximo. Peligra el frágil acuerdo de desarme nuclear con Rusia. Y son numerosos quienes no tienen recato en desafiar a Washington: estrechos aliados como Israel, enemigos como Corea del Norte e Irán o amigos como Brasil y Turquía, o incluso un poder no estatal como Wikileaks, con sus filtraciones militares y diplomáticas.
No nos van mejor las cosas a los europeos. No tenemos el Tea Party, ese movimiento populista que enciende los instintos conservadores y religiosos de la América profunda, contra los impuestos, contra la intervención del Gobierno y contra los inmigrantes. Pero tenemos cosas similares e incluso peores. El mayor síntoma del declive occidental, manifestado en forma de angustia política, lo proporciona esta ebullición de partidos xenófobos que triunfan en las urnas, condicionan gobiernos y marcan sus agendas políticas con el espantajo de la inmigración islámica, convertida en amenaza existencial para la identidad europea y en competencia desleal para sus trabajadores.
El poder está también cambiando de forma en Europa, donde la obligada reforma del Estado del bienestar y los recortes drásticos impuestos por la crisis están destrozando lo que queda de la socialdemocracia. Las huelgas y disturbios sociales y estudiantiles que han empezado este año en todo el continente parecen solo el preámbulo de lo que sucederá cuando la poda social sea todavía más dura. Fácilmente la crisis de las deudas soberanas y del euro desembocará en crisis sociales y luego políticas.
Estas chispas saltan precisamente en el año en que la Unión Europea iba a sentirse ya cómoda con sus recién estrenadas nuevas reglas de juego. Este ha sido el primer año del Tratado de Lisboa, que entró en vigor en diciembre de 2009, tras una laboriosa gestación y enormes dificultades y retrasos para su aprobación, casi una década entera. Hay tratado para muchos años, quizás décadas, sin nuevas y tediosas reformas como las que hemos tenido en los últimos 20 años, se decían muchos dirigentes europeos. Pero el estreno no podía llegar en momento más aciago, en plenas dificultades para la moneda única europea, que ponen en evidencia la modestia del tratado en cuanto a coordinación de política económica y monetaria.
El euro, que entró en circulación en enero de 2001 y ahora va a cumplir diez años, atravesó felizmente la década entera sin problemas hasta tropezar con esta crisis económica y financiera. Su vida tranquila y la incapacidad de los socios europeos para reformar sus tratados durante la primera década del siglo son probablemente el haz y el envés de la misma debilidad europea. Ahora el pánico por el euro se junta al cansancio reformador, dificultando de nuevo la resolución de una crisis que exigirá cambiar los tratados para dar a Europa el gobierno económico y la coordinación de políticas fiscales y presupuestarias imprescindibles para que la unión monetaria no se vaya a pique.
Único consuelo: bordeando el abismo y con un euroescepticismo rampante incluso en los países hasta ahora más europeístas, en este año de crisis y de pesimismo europeo ya se han hecho muchos más pasos hacia la gobernanza económica y monetaria europea que en los diez años de vida plácida de la moneda única. Por obligación, claro está, no por gusto ni por vocación europeísta. Si esta crisis no nos mata, puede incluso engordarnos. Pero habrá que saber aprovecharla. China, que lo sabe, es quien de verdad lo está haciendo.
LLUÍS BASSETS
Un mundo desconfiado. Sin ideas ni líderes. En mitad de una crisis económica, la mayor de los últimos 80 años, que coincide con una insólita transferencia de poder desde Europa y Estados Unidos hacia Asia como no se había visto en siglos. Este ha sido el año en que se han hecho plenamente visibles los cambios del mundo unipolar de la superpotencia única hacia el mundo multipolar en que Estados Unidos tiene que negociar con los nuevos poderes emergentes y, sobre todo, con China, cada vez más explícita en sus ambiciones.
Europa ya se ha eclipsado, sin voluntad de existir como tal, ensimismada en la identidad de sus viejas naciones y angustiada por las grietas de su Estado de bienestar. Estados Unidos ha perdido autoridad y protagonismo internacionales, al mismo ritmo en que los perdía su presidente Barack Obama, desposeído ya de la gracia celestial que le rodeó hasta bien entrado su primer año de mandato.
Si hubiera que poner rostro a los nuevos poderes emergentes, servirían dos personajes como Luiz Inácio Lula da Silva, que da el relevo en la presidencia de Brasil a Dilma Rousseff el último día de 2010, encumbrado en una nube de prestigio y admiración, y Julian Assange, el fundador de Wikileaks, que ha protagonizado las mayores filtraciones de documentos secretos de la historia, sobre las guerras de Irak y Afganistán y sobre las comunicaciones diplomáticas del Departamento de Estado, levantando una rebelión digital en todo el planeta contra su detención y contra el bloqueo de sus cuentas y de su site de Internet.
Lula es la imagen misma del nuevo mundo multipolar, en el que ya no hay ninguna superpotencia imprescindible y corresponde un papel más que destacado a países como Brasil, con una demografía potente, una economía efervescente y una fuerte vocación de protagonismo regional y mundial. Assange es por su parte el emblema de los poderes informales no estatales que juegan también en el nuevo tablero, aprovechando la globalización económica y tecnológica para descubrir sus fisuras y debilidades.
Son dos rostros emblemáticos y mediáticos. No es el caso de los desconocidos rostros de los auténticos poderes ascendentes, los de los nueve miembros del comité permanente del Politburó del Partido Comunista de China, entre los que están el presidente del país, Hu Jintao, su primer ministro, Wen Jiabao, y quienes van a sucederles ordenadamente, si no media accidente, en 2012, cuando la quinta generación después de Mao Zedong llegue al poder, que son respectivamente Xi Jinping y Li Keqiang. Sus decisiones económicas, políticas y militares, tomadas por consenso con el más absoluto hermetismo, han condicionado la marcha del planeta más intensamente que cualquiera de los grandes e irresolutivos concilios internacionales.
Su poder opaco tiene el correlato en la vistosidad y el ruido propios de una carrera de bólidos con que se están produciendo los relevos de poder este año. La aceleración es lo que más sorprende a todos. La caída de unos y la subida de otros es mucho más rápida de lo esperado. A mitad de 2010, China ha superado a Japón en producción de riqueza. Solo Estados Unidos tiene todavía un producto interior bruto superior al chino. Al final de la década que ahora empieza, en 2020, los economistas prevén que se sitúe ya como el país con el mayor PIB del mundo. No es extraño: cuando todo el mundo desarrollado crece todavía muy débilmente y sigue destruyendo puestos de trabajo, China va lanzada por encima del 10% de crecimiento anual. Si sigue esta velocidad y el llamado mundo occidental se embalsa en su crisis, el sorpasso puede producirse mucho antes.
China ya superó en el cómputo de 2009 a Alemania como primer exportador mundial y a Estados Unidos como primer fabricante de automóviles. Es el mayor importador de acero y cobre, y el segundo de petróleo. Tiene cuatro de las diez mayores compañías del mundo. Y cuenta con dos palancas financieras que le proporcionan poder e influencia en la cambiante mesa de juego del poder mundial: su moneda, el yuan, que las autoridades chinas mantienen depreciada respecto al dólar, el euro y el yen para favorecer su competitividad y sus exportaciones; y sus reservas en deuda extranjera, que le han convertido en el mayor banquero de Occidente y permitido echar una mano a los países con deudas soberanas corroídas por la crisis financiera.
La prosperidad de la economía china en momentos de dificultades europeas y norteamericanas también impulsa la proyección mundial de sus empresas y de sus capitales, en importación de materias primas, inversiones directas e incluso la apertura de mercados al consumo de sus productos. Cae por su propio peso la traducción geopolítica de la red de vínculos que está estableciendo, tal como se ha manifestado en el boicot a la entrega en Oslo del Nobel de la Paz al disidente Liu Xiaobo, seguido por una veintena de países de todos los continentes. El régimen de Pekín se muestra cada vez más seguro y firme en sus posiciones políticas, en clara correspondencia a la buena marcha de su economía y a la debilidad de sus socios occidentales.
La nueva versión de Obama que nos ha proporcionado este 2010 es la otra cara de este nuevo paisaje del poder planetario. El político que encandiló al mundo en 2008 con su campaña electoral y su fulgurante victoria presidencial ha alcanzado el meridiano de su mandato en noviembre de 2010 en las peores condiciones. La debilidad interna de Obama es el exacto correlato de su debilidad exterior y de la nueva debilidad de Estados Unidos en el mundo, que se ha incubado durante toda la década pero ha hecho su explosión en 2010. El liderazgo de Washington ha entrado definitivamente en crisis, después del desgraciado canto del cisne de la presidencia de Bush con las guerras de Irak y Afganistán.
La medida de las dificultades y de la voluntad de Barack Obama la dio su reforma del sistema de salud, elemento central de su programa presidencial que debería proporcionar cobertura sanitaria a los 32 millones de norteamericanos que ahora carecen de ella. Se aprobó en marzo, con más de medio año de retraso y a costa de echar mucha agua al vino, cuando Obama todavía contaba con mayorías demócratas en el Congreso. Pero el Partido Republicano quiere aprovechar su victoria legislativa en las elecciones de mitad de mandato del pasado noviembre, que deja solo a Obama frente a un Congreso en manos de la oposición, para evitar que la reforma llegue a aplicarse.
La estrepitosa derrota demócrata en estas elecciones indica los escasos márgenes de acción que le quedan a Obama para las legislaciones que quería impulsar en inmigración, sistema escolar y cambio climático. Nadie le quiere ayudar desde las filas republicanas. Aunque consiguió aprobar la reforma financiera, pesa sobre su presidencia la debilidad de la economía, que todavía no crea puestos de trabajo, al final la única baza vencedora que puede exhibir un político en tiempos de crisis. En tan malas condiciones, la herencia de Bush ha vuelto a resurgir cuando apenas se cumplen dos años de su partida. Estados Unidos ha sacado este año sus tropas de combate de Irak, pero sigue enzarzado en Afganistán a pesar de la fecha de partida en 2014 marcada por el presidente. Guantánamo sigue abierto. Nada ha conseguido mover en Oriente Próximo. Peligra el frágil acuerdo de desarme nuclear con Rusia. Y son numerosos quienes no tienen recato en desafiar a Washington: estrechos aliados como Israel, enemigos como Corea del Norte e Irán o amigos como Brasil y Turquía, o incluso un poder no estatal como Wikileaks, con sus filtraciones militares y diplomáticas.
No nos van mejor las cosas a los europeos. No tenemos el Tea Party, ese movimiento populista que enciende los instintos conservadores y religiosos de la América profunda, contra los impuestos, contra la intervención del Gobierno y contra los inmigrantes. Pero tenemos cosas similares e incluso peores. El mayor síntoma del declive occidental, manifestado en forma de angustia política, lo proporciona esta ebullición de partidos xenófobos que triunfan en las urnas, condicionan gobiernos y marcan sus agendas políticas con el espantajo de la inmigración islámica, convertida en amenaza existencial para la identidad europea y en competencia desleal para sus trabajadores.
El poder está también cambiando de forma en Europa, donde la obligada reforma del Estado del bienestar y los recortes drásticos impuestos por la crisis están destrozando lo que queda de la socialdemocracia. Las huelgas y disturbios sociales y estudiantiles que han empezado este año en todo el continente parecen solo el preámbulo de lo que sucederá cuando la poda social sea todavía más dura. Fácilmente la crisis de las deudas soberanas y del euro desembocará en crisis sociales y luego políticas.
Estas chispas saltan precisamente en el año en que la Unión Europea iba a sentirse ya cómoda con sus recién estrenadas nuevas reglas de juego. Este ha sido el primer año del Tratado de Lisboa, que entró en vigor en diciembre de 2009, tras una laboriosa gestación y enormes dificultades y retrasos para su aprobación, casi una década entera. Hay tratado para muchos años, quizás décadas, sin nuevas y tediosas reformas como las que hemos tenido en los últimos 20 años, se decían muchos dirigentes europeos. Pero el estreno no podía llegar en momento más aciago, en plenas dificultades para la moneda única europea, que ponen en evidencia la modestia del tratado en cuanto a coordinación de política económica y monetaria.
El euro, que entró en circulación en enero de 2001 y ahora va a cumplir diez años, atravesó felizmente la década entera sin problemas hasta tropezar con esta crisis económica y financiera. Su vida tranquila y la incapacidad de los socios europeos para reformar sus tratados durante la primera década del siglo son probablemente el haz y el envés de la misma debilidad europea. Ahora el pánico por el euro se junta al cansancio reformador, dificultando de nuevo la resolución de una crisis que exigirá cambiar los tratados para dar a Europa el gobierno económico y la coordinación de políticas fiscales y presupuestarias imprescindibles para que la unión monetaria no se vaya a pique.
Único consuelo: bordeando el abismo y con un euroescepticismo rampante incluso en los países hasta ahora más europeístas, en este año de crisis y de pesimismo europeo ya se han hecho muchos más pasos hacia la gobernanza económica y monetaria europea que en los diez años de vida plácida de la moneda única. Por obligación, claro está, no por gusto ni por vocación europeísta. Si esta crisis no nos mata, puede incluso engordarnos. Pero habrá que saber aprovecharla. China, que lo sabe, es quien de verdad lo está haciendo.
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