“Aún no vivimos en el mundo post estadounidense,” dice el ex ministro de exteriores francés Hubert Védrine, “pero Occidente ha perdido su monopolio de la historia y el poder e influencia que ejerció Europa, desde el siglo XVI y luego Estados Unidos”.
Posiblemente el cambio más espectacular en el sistema internacional es que Estados Unidos ya no sea la potencia dominante. El fracaso en Iraq, el ascenso económico de India y China, y la crisis financiera lo han confirmado.
Si bien Estados Unidos posee la economía más grande del mundo y la mayor capacidad de proyección de fuerzas y de armas nucleares, tiene graves problemas financieros, rupturas en la sociedad, enfrentamientos entre una visión secular y otra religiosa del Estado, disfuncionalidades entre el sector público y el privado, choques del Gobierno central con las autoridades federales, y un sistema de salud excluyente. Asimismo, en los próximos decenios habrá un abismo entre el número mayor de pensionistas y el menor de trabajadores, lo que agudizará su déficit fiscal y puede dejar sin protección a decenas de miles de jubilados.
El historiador Immanuel Wallerstein considera que Estados Unidos está sumergido en un declive estructural de largo plazo, y predice que el dólar dejará de ser la moneda dominante para los intercambios comerciales globales y que será sustituido por un sistema de múltiples monedas.
Por su lado, David Walter, siendo responsable de la Oficina de Cuentas del Gobierno Federal en 2007, escribió que su país tenía estructuras financieras antiguas e ineficientes y que adolecía de “una enseñanza pública deficiente, unas ciudades llenas de atascos, una cobertura sanitaria insuficiente y una infraestructura obsoleta”. Así lo comprobó la mala gestión del impacto del huracán Katrina, en el 2005, y el desastre financiero del 2008.
Por otra parte, el país sufre una profunda falta de credibilidad externa, una cuestión que el presidente Barak Obama trata de remediar. La guerra en Iraq y el absoluto alineamiento del ex presidente George W. Bush con Israel le quitaron a Estados Unidos la legitimidad en Oriente Medio y, en general, ante el mundo musulmán. A la vez, la resistencia a apoyar el sistema multilateral y el ataque a instrumentos jurídicos internacionales en el campo del control de armas, derechos humanos y protección medioambiental enfrentaron a este país con Europa y buena parte de los países del mundo.
Walker indicó que las similitudes entre la situación actual de Estados Unidos y la de la República Romana antes de su caída son muy grandes. Roma cayó por el declive de los valores morales y del civismo político; el exceso de confianza y de utilización del Ejército en tierras extranjeras; y la irresponsabilidad fiscal del Gobierno.
Aunque Obama está tratando de ocuparse simultáneamente de todos estos frentes, el país se encuentra en una difícil posición que influirá en sus relaciones con el mundo. El debate sobre el papel de Estados Unidos, y si algún otro país ocupará su lugar, será central en el futuro.
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La guerra en Iraq ha sido el punto de inflexión que subrayó la incapacidad de Washington como superpotencia militar. La de Vietnam, entre las décadas de 1960 y 1970, mostró el fracaso de invadir un país sin conocerlo y partiendo de la falsa premisa que se trataba de una lucha contra el comunismo, cuando en realidad era el nacionalismo lo que guiaba a la resistencia contra Francia y Estados Unidos.
En el caso de Vietnam se trató en un análisis falso en el contexto de la Guerra Fría. Luchar contra las fuerzas de Vietnam del Norte y mantener al Gobierno del Sur serviría para evitar, según el razonamiento, que no cayese un país tras otro “como fichas de dómino” bajo el dominio comunista. En el 2006, el ex ministro de Defensa Donald Rumsfeld utilizó el mismo argumento indicando que si se abandonaba Iraq los terroristas demandarían a Occidente marcharse de “lo que ellos llaman las tierras musulmanas ocupadas desde España hasta Filipinas”.
En el caso de Iraq se combinaron circunstancias ideológicas e intereses para que el presidente Bush organizara la guerra. Frente a los ataques terroristas en Washington y New York, en septiembre del 2001, el Gobierno quiso mostrar una firme capacidad de respuesta a la propia sociedad y al mundo. La invasión a Afganistán, en octubre del mismo año, fue el primer paso, debido a que el Gobierno del Talibán albergaba a Osama bin Laden. El siguiente fue preparar militar y diplomáticamente la invasión a Iraq.
Este país árabe estaba en la mira de la política exterior estadounidense desde 1991, cuando el presidente Sadam Hussein, un antiguo aliado de Washington durante la guerra entre Iraq e Irán, invadió Kuwait. Funcionarios de alto rango dentro de la Administración Bush presionaron a favor de acabar con Sadam Hussein, alegando que contaba con la tecnología para fabricar armas nucleares, una cuestión que preocupaba a Israel. Los gobiernos aliados de Washington en el Golfo Pérsico veían, igualmente, a Saddam con aprensión.
Pese a poseer las mayores reservas petrolíferas del mundo, Iraq se encontraba debilitado por la guerra que había librado con Irán en los años 80 y por las sanciones y restricciones a vender petróleo que se le habían impuesto después de la invasión a Kuwait en 1991. Su programa nuclear era inexistente y su poderío militar débil, pero la retórica del presidente iraquí indicaba lo contrario, y por eso era el enemigo perfecto.
La estrategia de Bush para democratizar Oriente Próximo y Medio era derrocar a Saddam Hussein en Iraq, aislar a Yaser Arafat en Palestina y asfixiar al régimen iraní. El discurso de Bush y sus aliados fue que ante la amenaza del terror global Estados Unidos era el único país que podía tomar el liderazgo, por encima de Europa, el resto de los países y las Naciones Unidas. Una serie de intelectuales a los dos lados del Atlántico, como Robert Kagan, Michael Ignatieff y Bernard Henry Levy apoyaron esa idea.
A partir del 11 de septiembre del 2001 esos funcionarios de Washington y Londres, académicos, y comentaristas agitaron el caso iraquí, vinculando falsamente el ataque en Estados Unidos con Sadam Hussein, y presentando pruebas falsas sobre su programa nuclear.
El segundo factor que llevó a la guerra de Iraq fue ideológico. Después de la guerra de Vietnam, el clima en EEUU fue desfavorable a las intervenciones militares directas que implicaran a fuerzas de ese país. Esta inhibición se denominó “el síndrome de Vietnam”, lo cual no impidió que Washington aumentase su presupuesto militar, crease fuerzas de intervención rápida, modernizara su arsenal convencional y nuclear, y apoyase insurrecciones contra diversos Gobiernos.
Entre el fin de la guerra de Vietnam, en 1975, y la guerra de Iraq, en el 2003, intelectuales, organizaciones civiles y equipos de especialistas asesores trabajaron en favor del liderazgo global de Estados Unidos. Los ideólogos reprocharon a los liberales en los Gobiernos, a los medios periodísticos independientes, a los académicos críticos y a empresarios y sindicatos, no saber defender los intereses de Estados Unidos. El enemigo estaba fuera y dentro: la generación del 68, los jóvenes anti autoritarios, los movimientos feministas, las organizaciones de derechos civiles que luchaba por los mismos derechos para blancos y negros, y los inmigrantes.
El discurso de la derecha se formó durante las últimas tres décadas como una respuesta a una serie de factores:
Posiblemente el cambio más espectacular en el sistema internacional es que Estados Unidos ya no sea la potencia dominante. El fracaso en Iraq, el ascenso económico de India y China, y la crisis financiera lo han confirmado.
Si bien Estados Unidos posee la economía más grande del mundo y la mayor capacidad de proyección de fuerzas y de armas nucleares, tiene graves problemas financieros, rupturas en la sociedad, enfrentamientos entre una visión secular y otra religiosa del Estado, disfuncionalidades entre el sector público y el privado, choques del Gobierno central con las autoridades federales, y un sistema de salud excluyente. Asimismo, en los próximos decenios habrá un abismo entre el número mayor de pensionistas y el menor de trabajadores, lo que agudizará su déficit fiscal y puede dejar sin protección a decenas de miles de jubilados.
El historiador Immanuel Wallerstein considera que Estados Unidos está sumergido en un declive estructural de largo plazo, y predice que el dólar dejará de ser la moneda dominante para los intercambios comerciales globales y que será sustituido por un sistema de múltiples monedas.
Por su lado, David Walter, siendo responsable de la Oficina de Cuentas del Gobierno Federal en 2007, escribió que su país tenía estructuras financieras antiguas e ineficientes y que adolecía de “una enseñanza pública deficiente, unas ciudades llenas de atascos, una cobertura sanitaria insuficiente y una infraestructura obsoleta”. Así lo comprobó la mala gestión del impacto del huracán Katrina, en el 2005, y el desastre financiero del 2008.
Por otra parte, el país sufre una profunda falta de credibilidad externa, una cuestión que el presidente Barak Obama trata de remediar. La guerra en Iraq y el absoluto alineamiento del ex presidente George W. Bush con Israel le quitaron a Estados Unidos la legitimidad en Oriente Medio y, en general, ante el mundo musulmán. A la vez, la resistencia a apoyar el sistema multilateral y el ataque a instrumentos jurídicos internacionales en el campo del control de armas, derechos humanos y protección medioambiental enfrentaron a este país con Europa y buena parte de los países del mundo.
Walker indicó que las similitudes entre la situación actual de Estados Unidos y la de la República Romana antes de su caída son muy grandes. Roma cayó por el declive de los valores morales y del civismo político; el exceso de confianza y de utilización del Ejército en tierras extranjeras; y la irresponsabilidad fiscal del Gobierno.
Aunque Obama está tratando de ocuparse simultáneamente de todos estos frentes, el país se encuentra en una difícil posición que influirá en sus relaciones con el mundo. El debate sobre el papel de Estados Unidos, y si algún otro país ocupará su lugar, será central en el futuro.
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La guerra en Iraq ha sido el punto de inflexión que subrayó la incapacidad de Washington como superpotencia militar. La de Vietnam, entre las décadas de 1960 y 1970, mostró el fracaso de invadir un país sin conocerlo y partiendo de la falsa premisa que se trataba de una lucha contra el comunismo, cuando en realidad era el nacionalismo lo que guiaba a la resistencia contra Francia y Estados Unidos.
En el caso de Vietnam se trató en un análisis falso en el contexto de la Guerra Fría. Luchar contra las fuerzas de Vietnam del Norte y mantener al Gobierno del Sur serviría para evitar, según el razonamiento, que no cayese un país tras otro “como fichas de dómino” bajo el dominio comunista. En el 2006, el ex ministro de Defensa Donald Rumsfeld utilizó el mismo argumento indicando que si se abandonaba Iraq los terroristas demandarían a Occidente marcharse de “lo que ellos llaman las tierras musulmanas ocupadas desde España hasta Filipinas”.
En el caso de Iraq se combinaron circunstancias ideológicas e intereses para que el presidente Bush organizara la guerra. Frente a los ataques terroristas en Washington y New York, en septiembre del 2001, el Gobierno quiso mostrar una firme capacidad de respuesta a la propia sociedad y al mundo. La invasión a Afganistán, en octubre del mismo año, fue el primer paso, debido a que el Gobierno del Talibán albergaba a Osama bin Laden. El siguiente fue preparar militar y diplomáticamente la invasión a Iraq.
Este país árabe estaba en la mira de la política exterior estadounidense desde 1991, cuando el presidente Sadam Hussein, un antiguo aliado de Washington durante la guerra entre Iraq e Irán, invadió Kuwait. Funcionarios de alto rango dentro de la Administración Bush presionaron a favor de acabar con Sadam Hussein, alegando que contaba con la tecnología para fabricar armas nucleares, una cuestión que preocupaba a Israel. Los gobiernos aliados de Washington en el Golfo Pérsico veían, igualmente, a Saddam con aprensión.
Pese a poseer las mayores reservas petrolíferas del mundo, Iraq se encontraba debilitado por la guerra que había librado con Irán en los años 80 y por las sanciones y restricciones a vender petróleo que se le habían impuesto después de la invasión a Kuwait en 1991. Su programa nuclear era inexistente y su poderío militar débil, pero la retórica del presidente iraquí indicaba lo contrario, y por eso era el enemigo perfecto.
La estrategia de Bush para democratizar Oriente Próximo y Medio era derrocar a Saddam Hussein en Iraq, aislar a Yaser Arafat en Palestina y asfixiar al régimen iraní. El discurso de Bush y sus aliados fue que ante la amenaza del terror global Estados Unidos era el único país que podía tomar el liderazgo, por encima de Europa, el resto de los países y las Naciones Unidas. Una serie de intelectuales a los dos lados del Atlántico, como Robert Kagan, Michael Ignatieff y Bernard Henry Levy apoyaron esa idea.
A partir del 11 de septiembre del 2001 esos funcionarios de Washington y Londres, académicos, y comentaristas agitaron el caso iraquí, vinculando falsamente el ataque en Estados Unidos con Sadam Hussein, y presentando pruebas falsas sobre su programa nuclear.
El segundo factor que llevó a la guerra de Iraq fue ideológico. Después de la guerra de Vietnam, el clima en EEUU fue desfavorable a las intervenciones militares directas que implicaran a fuerzas de ese país. Esta inhibición se denominó “el síndrome de Vietnam”, lo cual no impidió que Washington aumentase su presupuesto militar, crease fuerzas de intervención rápida, modernizara su arsenal convencional y nuclear, y apoyase insurrecciones contra diversos Gobiernos.
Entre el fin de la guerra de Vietnam, en 1975, y la guerra de Iraq, en el 2003, intelectuales, organizaciones civiles y equipos de especialistas asesores trabajaron en favor del liderazgo global de Estados Unidos. Los ideólogos reprocharon a los liberales en los Gobiernos, a los medios periodísticos independientes, a los académicos críticos y a empresarios y sindicatos, no saber defender los intereses de Estados Unidos. El enemigo estaba fuera y dentro: la generación del 68, los jóvenes anti autoritarios, los movimientos feministas, las organizaciones de derechos civiles que luchaba por los mismos derechos para blancos y negros, y los inmigrantes.
El discurso de la derecha se formó durante las últimas tres décadas como una respuesta a una serie de factores:
- la inserción de Estados Unidos en la globalización, y el cambio de la estructura productiva y del empleo que desplazó parte del empleo hacia países del Sur;
- el crecimiento y el cambio de la composición de la inmigración, especialmente el aumento de las comunidades latinas que son vistas como una amenaza a la identidad patricia y fundadora de la Nación;
- el creciente papel de la mujer en la sociedad estadounidense, que desplazó al obrero blanco de la estructura productiva y parcialmente al ejecutivo blanco, y
- los cambios en el sistema internacional a partir del fin de la política de bloques; el ascenso del Islam político radical; las guerras por recursos en África subsahariana, Asia Central y otros países.
La ofensiva ideológica tuvo su lucha por los “valores” a través del ascenso de la derecha religiosa que promovió campañas contra el aborto, la teoría de evolución de Darwin, las investigaciones sobre células madres y la enseñanza laica. Un clima de ataque a la razón y fanatismo religioso se estableció con la ayuda de medios periodísticos de choque y el uso de técnicas modernas de comunicación.
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Desde mitad de la década de los 70 hasta el final de la Guerra Fría, la economía de Estados Unidos no pudo seguir manteniendo al mismo tiempo altos niveles de innovación tecnológica, productividad, empleo y un inmenso gasto militar
Estados Unidos gastaba cada vez más en la guerra de Vietnam al tiempo que perdía espacio en el mercado mundial frente a Europa y los nuevos competidores de Asia. Esto provocó una caída de los beneficios y los salarios, y una progresiva huida de las inversiones productivas hacia inversiones especulativas. Un camino que llevaría a la crisis actual.
Estos cambios supusieron la internacionalización de esas empresas estadounidenses que primero vendieron al extranjero y luego se instalaron en diversos países que ofrecían mercados locales.
Las empresas de Estados Unidos ‘deslocalizaron’ parte de sus producciones y de sistemas de gestión empresarial y comercial, marchando hacia donde la mano de obra fuese más barata. Esto fue acompañado por la disminución del papel del Estado, mercados abiertos, menor gasto público, reducción del déficit y ajustes estructurales.
Pese a estas políticas, Estados Unidos no recuperó su papel de líder del sistema internacional. Por el contrario, el impulso a la liberalización dio espacio a nuevas potencias que pasaron a ocupar espacios que antes estaban controlados sólo por ese país.
La presidencia de George W. Bush fue un intento extremo, político, militar y económico-financiero de recuperar el liderazgo. Washington se presentó como la única potencia capaz de enfrentar el terrorismo porque militarmente tenía la capacidad y debido a que económicamente representaba el modelo ultraliberal que el mundo debería seguir.
El fracaso político y militar en Iraq y en Oriente Medio, la incapacidad de convencer a los aliados de aceptar plenamente su liderazgo para ese plan, más el colapso de la economía especulativa y productiva de Estados Unidos acabaron con esa fantasía neoimperial.
La victoria de Barak Obama supuso la aceptación de la crisis del país y la voluntad de trabajar con otros, sin imponer criterios por la fuerza, y representar a una sociedad multicultural en la que el componente negro y latino combinado constituirá más del 50% de la población en el año 2020.
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En general, se coincide en que Estados Unidos se encuentra en una crisis de liderazgo. Nadie duda que tiene el mayor poder militar, la economía más grande y una poderosa influencia cultural. Pero, como observan los profesores Edward Kolodziej y Roger Kanet, de las Universidades de Illiniois y Miami, en la sociedad global “lo que cuenta es el poder relativo de Estados Unidos para influir el pensamiento y las actitudes de otros Estados y pueblos”. Y ese poder está hoy limitado.
Un recuento del grado de influencia de la política exterior de Estados Unidos en la última década arroja límites y fracasos, desde Palestina e Israel hasta Afganistán e Iraq, o una falta de capacidad para influenciar políticas locales e internacionales en Venezuela, Bolivia, Angola, Líbano, Turquía, Pakistán o Rusia en Georgia y el Cáucaso. La promoción de la democracia ha sido totalmente fallida o ha producido resultados exactamente opuestos a los buscados, como es la mayor influencia de Irán en Iraq.
Para algunos analistas, Estados está en crisis debido a la mala gestión del Gobierno de Bush. Para otros, se encuentra en una fase de declive que puede durar varias décadas. Un tercer sector considera que, además de la crisis estructural y la circunstancia de la última Administración, lo que ha cambiado es el mundo.
Los profesores Kolodziej y Kanet opinan que “la aspiración de cualquier Estado de dominar sobre otros está hoy frustrada por el ascenso de una sociedad mundial con pueblos y Estados crecientemente interdependientes, y la descentralización del poder debido a un número incalculable de actores estatales y no estatales”.
Si, además, un país quiere tener la hegemonía política, debe respetar normas y reglas y contemplar los intereses de los otros miembros de la comunidad internacional. Washington condujo su política exterior de forma unilateral y ha perdido liderazgo.
El Gobierno de Obama está dando pasos multilateralistas y se declara contrario a aventuras agresivas como la guerra de Iraq, dispuesto a colaborar con los aliados de diversos continentes, a abrir un diálogo de iguales con las sociedades islamistas, a fortalecer Naciones Unidas, y reconoce el papel de Europa al tiempo que lanza políticas práctica con Rusia, Irán y China.
Mientras el nuevo presidente da estos pasos, la pregunta que analistas como Faared Zakaria se plantean es “¿quién proveerá liderazgo en un mundo multipolar?” ¿Las potencias emergentes, China; o entramos en un mundo menos previsible, con múltiples actores y peligrosas confrontaciones?
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Literatura complementaria
Parag Khanna, El segundo mundo. Imperios e influencia en el nuevo orden mundial, Editorial Paidós, Buenos Aires y Barcelona, 2009.
Fareed Zakaria, El mundo después de USA, Espasa, Madrid, 2009.
Helmut Schmidt, Las grandes potencias del futuro, Paidós, Barcelona, 2006
Hubert Védrine, Continuar la historia, Icaria editorial, Barcelona, 2008.
David M. Walker, “Va Estados Unidos en camino de caer como Roma?”, El Pais, Madrid, 5 de septiembre de 2007. www.elpais.es
Graham Fuller, “El declive del poder estadounidense”, La Vanguardia, Barcelona, 7 de diciembre de 2005
Immanuel Wallerstein, “La trayectoria del poder estadounidense”, New Left Review, Editorial Akal, Madrid, septiembre-octubre 2006.
La ofensiva ideológica tuvo su lucha por los “valores” a través del ascenso de la derecha religiosa que promovió campañas contra el aborto, la teoría de evolución de Darwin, las investigaciones sobre células madres y la enseñanza laica. Un clima de ataque a la razón y fanatismo religioso se estableció con la ayuda de medios periodísticos de choque y el uso de técnicas modernas de comunicación.
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Desde mitad de la década de los 70 hasta el final de la Guerra Fría, la economía de Estados Unidos no pudo seguir manteniendo al mismo tiempo altos niveles de innovación tecnológica, productividad, empleo y un inmenso gasto militar
Estados Unidos gastaba cada vez más en la guerra de Vietnam al tiempo que perdía espacio en el mercado mundial frente a Europa y los nuevos competidores de Asia. Esto provocó una caída de los beneficios y los salarios, y una progresiva huida de las inversiones productivas hacia inversiones especulativas. Un camino que llevaría a la crisis actual.
Estos cambios supusieron la internacionalización de esas empresas estadounidenses que primero vendieron al extranjero y luego se instalaron en diversos países que ofrecían mercados locales.
Las empresas de Estados Unidos ‘deslocalizaron’ parte de sus producciones y de sistemas de gestión empresarial y comercial, marchando hacia donde la mano de obra fuese más barata. Esto fue acompañado por la disminución del papel del Estado, mercados abiertos, menor gasto público, reducción del déficit y ajustes estructurales.
Pese a estas políticas, Estados Unidos no recuperó su papel de líder del sistema internacional. Por el contrario, el impulso a la liberalización dio espacio a nuevas potencias que pasaron a ocupar espacios que antes estaban controlados sólo por ese país.
La presidencia de George W. Bush fue un intento extremo, político, militar y económico-financiero de recuperar el liderazgo. Washington se presentó como la única potencia capaz de enfrentar el terrorismo porque militarmente tenía la capacidad y debido a que económicamente representaba el modelo ultraliberal que el mundo debería seguir.
El fracaso político y militar en Iraq y en Oriente Medio, la incapacidad de convencer a los aliados de aceptar plenamente su liderazgo para ese plan, más el colapso de la economía especulativa y productiva de Estados Unidos acabaron con esa fantasía neoimperial.
La victoria de Barak Obama supuso la aceptación de la crisis del país y la voluntad de trabajar con otros, sin imponer criterios por la fuerza, y representar a una sociedad multicultural en la que el componente negro y latino combinado constituirá más del 50% de la población en el año 2020.
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En general, se coincide en que Estados Unidos se encuentra en una crisis de liderazgo. Nadie duda que tiene el mayor poder militar, la economía más grande y una poderosa influencia cultural. Pero, como observan los profesores Edward Kolodziej y Roger Kanet, de las Universidades de Illiniois y Miami, en la sociedad global “lo que cuenta es el poder relativo de Estados Unidos para influir el pensamiento y las actitudes de otros Estados y pueblos”. Y ese poder está hoy limitado.
Un recuento del grado de influencia de la política exterior de Estados Unidos en la última década arroja límites y fracasos, desde Palestina e Israel hasta Afganistán e Iraq, o una falta de capacidad para influenciar políticas locales e internacionales en Venezuela, Bolivia, Angola, Líbano, Turquía, Pakistán o Rusia en Georgia y el Cáucaso. La promoción de la democracia ha sido totalmente fallida o ha producido resultados exactamente opuestos a los buscados, como es la mayor influencia de Irán en Iraq.
Para algunos analistas, Estados está en crisis debido a la mala gestión del Gobierno de Bush. Para otros, se encuentra en una fase de declive que puede durar varias décadas. Un tercer sector considera que, además de la crisis estructural y la circunstancia de la última Administración, lo que ha cambiado es el mundo.
Los profesores Kolodziej y Kanet opinan que “la aspiración de cualquier Estado de dominar sobre otros está hoy frustrada por el ascenso de una sociedad mundial con pueblos y Estados crecientemente interdependientes, y la descentralización del poder debido a un número incalculable de actores estatales y no estatales”.
Si, además, un país quiere tener la hegemonía política, debe respetar normas y reglas y contemplar los intereses de los otros miembros de la comunidad internacional. Washington condujo su política exterior de forma unilateral y ha perdido liderazgo.
El Gobierno de Obama está dando pasos multilateralistas y se declara contrario a aventuras agresivas como la guerra de Iraq, dispuesto a colaborar con los aliados de diversos continentes, a abrir un diálogo de iguales con las sociedades islamistas, a fortalecer Naciones Unidas, y reconoce el papel de Europa al tiempo que lanza políticas práctica con Rusia, Irán y China.
Mientras el nuevo presidente da estos pasos, la pregunta que analistas como Faared Zakaria se plantean es “¿quién proveerá liderazgo en un mundo multipolar?” ¿Las potencias emergentes, China; o entramos en un mundo menos previsible, con múltiples actores y peligrosas confrontaciones?
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Literatura complementaria
Parag Khanna, El segundo mundo. Imperios e influencia en el nuevo orden mundial, Editorial Paidós, Buenos Aires y Barcelona, 2009.
Fareed Zakaria, El mundo después de USA, Espasa, Madrid, 2009.
Helmut Schmidt, Las grandes potencias del futuro, Paidós, Barcelona, 2006
Hubert Védrine, Continuar la historia, Icaria editorial, Barcelona, 2008.
David M. Walker, “Va Estados Unidos en camino de caer como Roma?”, El Pais, Madrid, 5 de septiembre de 2007. www.elpais.es
Graham Fuller, “El declive del poder estadounidense”, La Vanguardia, Barcelona, 7 de diciembre de 2005
Immanuel Wallerstein, “La trayectoria del poder estadounidense”, New Left Review, Editorial Akal, Madrid, septiembre-octubre 2006.
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