domingo, 20 de septiembre de 2020

¿Qué orden internacional quiere China?

Javier Parrondo/Politíca Exterior 

Los cambios derivados de la extensión mundial de la pandemia no van a alterar de manera revolucionaria el sistema, pero sí son una prueba de estrés para la sociedad global. Pekín pretende ocupar un lugar acorde con su crecimiento económico e influencia regional.

La irrupción de la pandemia está suponiendo un desafío para el orden liberal internacional. Aunque los cambios derivados de la extensión mundial del Covid-19 no van a alterar de manera revolucionaria las bases del sistema surgido tras la Segunda Guerra Mundial, sí son una prueba de estrés para la sociedad global contemporánea. La intensidad de la crisis y su previsible extensión en el tiempo constituyen, como han señalado multitud de expertos, una “sorpresa estratégica” comparable, a la caída del muro de Berlín en 1989 o la crisis financiera de 2008.

Pongamos un ejemplo: el cuestionamiento del modelo de globalización y la ralentización de los flujos comerciales internacionales ya estaban teniendo lugar incluso antes de la irrupción del virus en China. El cociente del comercio internacional respecto al PIB había empezado a caer en la última década (61% en 2008 frente al 59% en 2018), como también lo había hecho la inversión extranjera directa (IED) (3,8% del PIB en 2008 frente al 1,4% en 2018). Estos datos responden en parte a la crisis financiera de 2008, pero también a catástrofes naturales como el terremoto y tsunami de Japón en 2011 y al creciente proteccionismo de Estados Unidos. Con el Covid-19, esa caída se acelerará previsiblemente, iniciando así un debate en torno a la repatriación de ciertas industrias, la noción de suministros estratégicos (actualmente el 80% de los principios activos para la fabricación de medicinas se producen en China y en India) y la reducción de las cadenas de suministros.

Según la clásica definición de John Ikenberry, el orden liberal internacional consistiría en un “orden abierto y basado en reglas, que se plasma en instituciones como las Naciones Unidas y normas como el multilateralismo”. Paradójicamente, su generalización a comienzos de este siglo sembró las semillas de su descomposición, principalmente porque el núcleo duro de ese orden (EEUU, la Unión Europea y Japón) ya no dominaba la economía mundial. Esto se debió a la integración de China y Rusia en la Organización Mundial del Comercio (OMC) en 2001 y 2012, respectivamente, y a la aparición de una serie de contradicciones que empezaron a socavar sus cimientos  (acusaciones de dobles varas de medir hacia Occidente, intervenciones en terceros Estados sin el aval del Consejo de Seguridad de la ONU, creación del Tribunal Penal Internacional, etcétera). El orden liberal internacional empezó entonces a ser cuestionado por Estados que se podrían llamar revisionistas, pero el gran problema es que no fue debidamente defendido por aquellos que lideraron su creación, en particular, EEUU.

En este sentido, la actual administración estadounidense está convencida de que el sistema surgido en 1945 ya no sirve adecuadamente a su interés nacional y que, por el contrario, beneficia a potencias emergentes, sobre todo China, que nunca compartieron los principios y valores que lo inspiraron. De ahí, en parte, surge la actual confrontación entre Washington y Pekín que sin duda va a marcar el sentido del siglo XXI.

 

Una ‘comunidad de destino’ a la china

A pesar de lo que a simple vista pueda parecer, China no pretende sustituir el actual orden internacional, del que por otra parte se ha beneficiado notablemente en los últimos años, pero sí ocupar un lugar central, acorde con su extraordinario crecimiento económico de los últimos años y su influencia regional. Así quedó reflejado en el discurso que el presidente Xi Jinping pronunció en 2013, sobre la creación de una “comunidad con un futuro compartido para la Humanidad”, que a pesar de su vaguedad no cuestiona las bases del sistema:

“Exhortamos a los pueblos de los diversos países a que, aunando nuestras voluntades y esfuerzos, construyamos una comunidad de destino de la humanidad, así como un mundo caracterizado por la paz duradera, la seguridad universal, la prosperidad de todos, la apertura y la inclusión, la limpieza y la hermosura. Hay que respetarse mutuamente y efectuar consultas en pie de igualdad, repudiar resueltamente la mentalidad de la guerra fría y la política de fuerza, y seguir un nuevo camino en las relaciones interestatales: el camino del diálogo en vez del de la confrontación y el de la asociación en lugar del de la alianza. Hemos de persistir en resolver las disputas por medio del diálogo y en neutralizar las divergencias a través de negociaciones. Hacer frente de manera coordinada a las amenazas convencionales y no convencionales a la seguridad, y combatir el terrorismo en todas sus manifestaciones”.

El proyecto chino estaría basado a grandes rasgos en tres ideas: un mundo multipolar, con varios centros de poder, en el que EEUU dejaría de ser la potencia dominante; un mundo multilateral, en el que ningún país determine la agenda global, sino que se fije por consenso; y finalmente un mundo plural, que acepte distintas formas de gobierno, y no solo la democracia liberal.

En el primer caso, China estaría tratando de recuperar el lugar que considera nunca debió de perder, particularmente en Asia. Ello explica la consigna que el propio Xi lanzó en 2014, de “Asia para los asiáticos”, pero sin llegar a suplantar a EEUU en el resto del mundo. En el segundo aspecto, desde hace algún tiempo, China, aún respetando sus principios básicos, promueve en el marco de la ONU un “multilateralismo con características chinas” que de manera sistemática intenta incorporar un lenguaje propio en resoluciones y otros documentos, erosionando así principios universalmente aceptados. La terminología china resulta particularmente problemática en el ámbito de los derechos humanos porque cuestiona su universalidad, indivisibilidad e interdependencia. Y en tercer lugar, en cuanto a la pluralidad, China desea exportar un modelo económico que no esté vinculado a la democracia representativa, pero con una defensa a ultranza del principio de soberanía nacional.

La idea clave que subyace a estos tres principios es la apertura al exterior, ya que el aislamiento de China a mediados del siglo XIX se considera el origen de la caída de la dinastía Qing y el inicio del denominado “siglo de humillación”, que arranca con la primera guerra del opio, en 1839, y finaliza en 1949, con la proclamación de la República Popular. Así, de acuerdo con el pensamiento chino, al siglo de la humillación le habría sobrevenido un siglo de recuperación, que culminaría en 2049 con el retorno a la “normalidad histórica”; es decir, la reinstalación del país a la cabeza de la globalización, del cambio tecnológico y la sociedad del conocimiento que caracterizan al siglo XXI.

 

Un modelo alternativo

Con el ingreso de China en la OMC muchos pensaron que se abría la etapa de “disciplinar a China”. La idea implícita en ese momento era que la incorporación de China al escenario internacional después de las gestiones de Henry Kissinger y Richard Nixon en la década de los años setenta conduciría a una liberalización económica y política en ese país, de acuerdo con los cánones occidentales. Todo ello transformaría a China en un socio responsable de un orden internacional bajo la dirección de EEUU.

Una serie de teorías avalaron esta aproximación: que el desarrollo económico implicaba inevitablemente la liberalización política, que esta, a su vez, solo podía discurrir por los cauces de las experiencias occidentales, y que la innovación únicamente podía darse en una economía de mercado. Estas teorías se han demostrado erróneas o, en el mejor de los casos, necesitan “plazos asiáticos” y no occidentales para concretarse. En estos momentos, lo cierto es que China, por su experiencia histórica (5.000 años de tradición autoritaria), y por el lanzamiento de una serie de iniciativas, como la Franja y la Ruta (conocida como la Nueva Ruta de la Seda), que promueven nuevas narrativas globales, plantea modelos alternativos al orden liberal internacional.

Desde Occidente debemos enfrentar ese cuestionamiento sin alarmismos, ofreciendo acomodo a aquellos países que no encuentran encaje en el actual modelo tal como está planteado. Pero como punto de partida se deberá reconocer que el actual orden internacional no refleja satisfactoriamente los cambios que se han producido desde que fue concebido y que necesita de ajustes que eviten su deterioro o incluso su desaparición. El riesgo en caso de inmovilismo es que los países que no se vean representados creen nuevas instituciones internacionales que sustituyan a las existentes, con lo que el famoso decoupling, del que ahora se habla en relación a la guerra comercial y tecnológica entre China y EEUU, alcance también a la gobernanza mundial.

Como apunta Mark Leonard, cuando Occidente y especialmente EEUU dominaban el mundo, “el orden liberal fue más o menos lo que ellos decían que era”. Sin embargo, a medida que el poder mundial se ha ido desplazando de Occidente hacia “el resto del mundo”, el orden liberal internacional se ha convertido en un concepto cada vez más controvertido y cuestionado.

Sobre esa base, y atendiendo a la nueva centralidad de Asia y a las legítimas aspiraciones de aquellos Estados que, como China, pretenden ocupar un lugar más preponderante en la escena internacional, debería ser posible iniciar –no sin tensiones– la transición hacia un orden internacional renovado. En él China está llamada a desempeñar un papel más relevante, y juntamente con la UE, como principal baluarte del multilateralismo, liderar un movimiento de defensa de una globalización constructiva, basada en normas internacionales y con un terreno de juego beneficioso para todos.


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