martes, 19 de abril de 2011

Por qué Sarkozy fue a la guerra



Newsweek
Por Christopher Dickey


¡Mi filósofo me hizo hacerlo! El presidente de Francia necesitaba ayuda para derrocar a Kadafi. Lo consiguió gracias al intelectual aventurero Bernard-Henri Lévy.

En sus sitios predilectos de la ciudad, en el bar del Hotel Raphael cerca del Arco del Triunfo, en los salones de té del Lutecia en la rive gauche y el Bristol en la ribera derecha —en pocas palabras, muy lejos de la carnicería en el desierto libio—, los intelectuales parisinos bromean sobre la desconcertante decisión del presidente francés, Nicolas Sarkozy, de llevar a la guerra a su país y a Occidente. No pocos se han mostrado divertidos, desilusionados o ambas cosas al enterarse de que uno de los suyos, el ampuloso (algunos dirían insufrible) filósofo Bernard-Henri Lévy, o BHL, desempeñó un papel fundamental incitando la intervención de los aliados. "Podría escribir un libro acerca de eso", señala el intelectual público más polémico en Fran
cia, mientras se acomoda en los sillones de terciopelo rojo oscuro del Raphael.

Inevitablemente, el recuento incluiría los argumentos morales para proteger a los civiles de un tirano. Pero la historia interna del comienzo de la guerra explica por qué el presidente estadounidense, Barack Obama, se mostraba desconfiado de la alianza desde el principio. A comienzos de la operación de la zona de exclusión aérea en Libia, los asistentes de la Casa Blanca huyeron de lo que denominaron "la guerra de Sarkozy" y se alegraron de permitir que Francia se llevara la gloria —o la culpa. Luego, bajo la estructura de mando de la OTAN acordada hace quince días, extendieron tanto la responsabilidad que era difícil saber quién pensaba la Casa Blanca que estaba a cargo. El secretario de Prensa, Jay Carney, habló de un "esfuerzo de grupo".

Así es como ha ido toda la guerra, tambaleándose como una veleta en una tormenta. Y lo que podría resultar más sorprendente sobre Sarkozy es que parece haber mantenido su curso. Día a día, y a veces hora tras hora, las líneas de batalla se extienden y retraen a lo largo de la autopista costera de Libia. La acción entre bastidores fue igual de bipolar.


En un momento crítico, un delegado de los rebeldes libios esperó durante horas en París para reunirse con la secretaria de Estado estadounidense, Hillary Clinton. Esa noche, cuando finalmente se vieron, Clinton se negó a hacer ninguna promesa de apoyo. El libio salió de ahí "borracho de rabia", recuerda un testigo. Sin embargo, en los días posteriores, Clinton invirtió grandes esfuerzos para apoyar la resolución de ONU que aprobaba el uso de "todos los medios necesarios" para proteger a los civiles de Libia. Había hablado con Sarkozy.

Una y otra vez, la historia vuelve al presidente francés. Aparte del excéntrico Muammar Kadafi, ningún personaje de este drama es tan enigmático o tan atractivo. "Es todo lo que las personas dicen de él, imprevisible, impulsivo, y al mismo tiempo es lo contrario", sugiere la dramaturga Yasmina Reza, que pasó un año siguiendo a Sarkozy para su biografía El alba, la tarde o la noche (2007). Aunque sus cambios de estado de ánimo son visibles, dice, en lo profundo no hay nada transparente. Durante el esfuerzo para crear una coalición para la acción en Libia, mientras Sarkozy se esforzaba por lograr la participación de los árabes, esquivar la oposición alemana y frenar a su propio gabinete, su estado de ánimo pasó de ser oscuro y silencioso a excitado y emocionado, "como si tuviera 14 años", dice un amigo íntimo.

Sarkozy tiene por lo menos una razón obvia para desear esta guerra: sus encuestas recientes se desplomaron a los 20 puntos, la puntuación más baja de toda la historia para un jefe de Estado francés. Se postulará para la reelección el próximo año sin el apoyo de la izquierda y una potente retadora, Marine Le Pen, de extrema derecha. Pero Reza no cree que se trate de eso. "Es listo, pero no pesimista", apunta. "Para mí, tiene algo que es quizás más peligroso que el pesimismo: tiene apegos seriales". Adopta una causa con pasión, pero luego su atención se desplaza a otra parte. Es una cualidad que Reza describe en su libro como "infantil". El escritor y crítico Pierre Assouline, que conoció a Sarkozy en su adolescencia, dice que "no ha cambiado".

Sin embargo, pocas personas familiarizadas con el presidente galo —amigos o enemigos— cuestionan su preocupación por los manifestantes libios. "Hasta los socialistas reconocieron que hizo lo que debía", señala un político que suele ser crítico del mandatario. Los franceses comunes no son tan amables. Las encuestas después de la intervención indican que quizás ni siquiera pase de la primera ronda cuando se postule para la reelección —si acaso logra ser nominado—. Dos tercios del público aprueba la acción en Libia, pero su popularidad sigue siendo pésima. "Al pueblo francés, simplemente, no le agrada", dice un veterano periodista que cubre la agenda presidencial.

Dos semanas atrás, cuando los rebeldes libios a quienes apoyaba pasaron del júbilo al borde de la aniquilación, Sarkozy desapareció del mapa: realizó un viaje programado a Asia para presidir una reunión del G20. Los ministros de Relaciones Exteriores aliados se reunieron en Londres para hablar de Libia, pero el papel de Francia parecía repentinamente menor en su ausencia. La OTAN tomó el mando de manos de los estadounidenses; los británicos acapararon el uso de la palabra, y los ataques aéreos aliados contra el Ejército de Kadafi disminuyeron la velocidad repentinamente. Los oficiales estadounidenses culparon al clima. Una portavoz de la OTAN insistió en que el ritmo no había disminuido. Pero no se veía así en el terreno. Una vez que el potente armamento del dictador revirtió los avances rebeldes cerca de la estratégica ciudad de Brega, los insurgentes derrotados gritaron a un corresponsal de la BBC: "¿Dónde está Sarkozy? ¿Dónde está?".

Desde el inicio del levantamiento, el objetivo del Presidente francés era derrocar a Kadafi, afirma una fuente de su entorno. "Casi decidimos hacerlo por nosotros mismos", añade. Los franceses tienen una larga historia de intervenciones unilaterales en África, incluso en contra de Kadafi, en Chad, en la década de 1980. Sin embargo, esta vez encontraron socios rápidamente.








Los británicos, bajo el régimen del conservador David Cameron, estaban prácticamente a favor de la intervención. Lo mismo ocurría con los principales miembros de la Liga Árabe, que tenían sus propios rencores contra Kadafi. Pero Sarkozy parecía prácticamente obsesionado. Vale la pena recordar que alguna vez asumió la misión de lograr que Kadafi recuperara el favor del mundo.








Unas cuantas semanas después de la elección de Sarkozy en 2007, el nuevo presidente francés superó a sus socios europeos para liberar a cinco enfermeras búlgaras y un médico palestino que habían estado encarcelados en Libia durante ocho años. Más tarde ese año, evidentemente esperando enormes contratos de Kadafi, Sarkozy dedicó casi una semana a ser su anfitrión, sólo para ser humillado a diario por las estrafalarias exigencias del libio. Kadafi estableció su famosa carpa junto al palacio presidencial, en el Hotel de Marigny del Siglo XIX, y cuando decidió visitar el Louvre repentinamente, Sarkozy pidió desalojar el museo. Sin embargo, los contratos importantes no se materializaron. Ciertamente, podría ser disculpado si esperara eliminar esa historia ayudando a los libios a librarse de su dictador.

Pero no era posible simplemente apoyar un levantamiento. Se necesitaba alguien que pudiera hablar por la nueva Libia. En medio de la revuelta, BHL, el filósofo, llamó al conmutador del Palacio del Élysée para informar al presidente que había decidido viajar a la capital rebelde de Bengasi. Sarkozy le pidió que le informara si hallaba algún líder entre los combatientes, y el autodenominado "intelectual aventurero" no necesitó más estímulo. De Bosnia a Afganistán, y de Irak a Pakistán, BHL siempre tomó partido por aquellos a quienes considera oprimidos. Y nunca deja de autopromocionarse en el proceso.

Sarkozy y BHL se conocen desde 1983, y solían ser buenos amigos. Esquiaron juntos en Alpe d’Huez y vacacionaron en la Riviera en Beaulieu y Antibes. Cuando BHL luchaba a favor de la intervención en Bosnia a comienzos de la década de 1990, Sarkozy (que entonces era un ministro relativamente inexperto en el gabinete de Jacques Chirac) se alió con BHL contra adversarios temibles como Alain Juppé, que era (y es actualmente) ministro de Relaciones Exteriores de Francia.

La amistad se enfrió durante la campaña presidencial de Sarkozy en 2007. BHL apoyó al candidato socialista y, para empeorar las cosas, publicó la historia de los esfuerzos fallidos de Sarkozy para ponerlo de su lado. "Ahora escucho al Sarkozy cerrado y feudal y posiblemente brutal que sus adversarios han denunciado, y en el que nunca quise creer", escribió BHL: "Un hombre con una visión guerrera de la política, que vuelve histéricas a las relaciones, cree que quienes no están con él, están contra él, que no se preocupa por las ideas, que piensa que sólo importan las relaciones interpersonales y la amistad".

Pasaron muchos años antes de que la ruptura pudiera arreglarse, e incluso cuando BHL viajó a Libia, la relación seguía incómoda. Era una misión difícil: el empedernido tejedor de redes no conocía a nadie en el país hacia el cual iba. En las primeras horas del 1 de marzo, BHL y un par de amigos cruzaron de Egipto a Libia a través de una región de refugiados, principalmente trabajadores africanos que habían huido de la lucha. BHL viajó en el camión de un distribuidor de verdura.

En Bengasi, los manifestantes parecían estar perdiendo el fervor revolucionario que les había permitido tomar la mitad de las áreas pobladas del país, casi sin armas, durante las dos últimas semanas. "Percibí que la revolución democrática estaba enfriándose", recuerda BHL. Al mismo tiempo, las fuerzas de Kadafi habían empezado a reagruparse para una contraofensiva. En el hotel Tibesti, el refugio de la prensa internacional en Benghazi, se decía que la oposición estaba organizando un Consejo Nacional Interino de Transición, y BHL, que había mencionado generosamente una gran cantidad de nombres, incluyendo a Sarkozy, logró que le invitaran a hablar ante el grupo.

Se reunieron en un viejo y opulento chalet junto al Mediterráneo. BHL se presentó a sí mismo como un amigo personal de Sarkozy y dijo que podía organizar una reunión. El presidente del Consejo, Mustafa Abdul Jalil, aceptó la propuesta, y BHL intentó llamar a París a través de un arcaico teléfono satelital que continuamente interrumpía la comunicación. Cuando finalmente logró comunicarse, Sarkozy aceptó reunirse con una delegación. Fue un enorme logro. Pero los rebeldes decían que no era suficiente: querían tener un reconocimiento diplomático completo antes de enviar a alguien a París. Cuando BHL transmitió ese mensaje al palacio del Élysée, un asistente de Sarkozy dijo, "Imposible."








Impertérrito, BHL llamó al presidente mismo, quien resultó ser más receptivo. Unas horas después el Élysée rindió homenaje público a la creación del Consejo Nacional Libio. Jalil estaba satisfecho. Los arreglos para la visita siguieron adelante. Dos días después, el lunes 7 de marzo, BHL estaba en París en una reunión con Sarkozy. El presidente había decidido dar el extraordinario paso de reconocer al gobierno de los rebeldes el jueves siguiente. Entonces, BHL dio también un paso extraordinario: pidió a Sarkozy que mantuviera toda la operación oculta a los alemanes, que ya expresaban sus reservas sobre apoyar el levantamiento libio —y que también lo ocultara al ministro de Relaciones Exteriores Juppé.

El presidente se aferró a su planteo, afirmando que Juppé era "un buen tipo" y "leal", pero BHL le recordó la forma en que había socavado sus esfuerzos para salvar a los bosnios. "Saboteará los trabajos", dijo BHL. A eso se debió que el ministro de Relaciones Exteriores de Francia recién se haya enterado por primera vez de que una delegación rebelde se había reunido con Sarkozy (y que también habían sido reconocidos como los únicos representantes legítimos de Libia) mientras bajaba de un tren en Bruselas.

Sarkozy se había jactado ante los libios de que no tendría ningún problema en convencer a la Unión Europea de apoyar su jugada. Pero en una cumbre en Bruselas del día siguiente, descubrió que "le habían cerrado la puerta en la cara", dice un amigo. La canciller alemana Angela Merkel trató de distanciarse de la belicosidad francesa y, siguiendo su ejemplo, la prensa alemana llamó a Sarkozy y BHL "un par de egomaníacos". El francés también recibió una paliza en Panorama, una de las revistas propiedad del mejor amigo de Kadafi en Europa, el primer ministro italiano Silvio Berlusconi. La portada mostraba a Sarkozy vestido como un Napoleón demente. Mientras tanto, Juppé fue dejado al pie del cañón en las trincheras diplomáticas, trabajando con algunos aliados descontentos para lograr la importante aprobación oficial del Consejo de Seguridad de la ONU.

Como clamaban los rebeldes en Brega: ¿dónde está Sarkozy? Días atrás, mientras funcionarios y congresistas de EE. UU. debatían quiénes eran los rebeldes y si se debía entrenarlos y armarlos, el secretario de Defensa Robert Gates dijo que el gobierno de Obama no quiere esas tareas. Francia, según fuentes cercanas al Palacio del Élysée, tiene entrenadores en el terreno y está enviando municiones por mar, además de atacar al ejército de Kadafi. Sigue siendo la guerra de Sarkozy.


Con Daniel Stone en Washington.

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