Esglobal /Georges Fauriol
¿Cuáles son las posibles salidas a la compleja situación actual que vive el país caribeño?
Mientras la comunidad internacional reflexiona sobre el tipo de intervención que desea tener en la prolongada crisis de gobernanza en Haití, la situación sobre el terreno es cada vez más desalentadora. Las declaraciones del presidente Jovenel Moïse en los últimos meses, apartadas de las realidades prácticas del gobierno y cada vez más fantasiosas, se parecen mucho al realismo mágico. Sin una asamblea nacional en activo desde enero de 2020, Moïse está gobernando por decreto y ha aprobado diversas órdenes ejecutivas. A finales de 2020, había llevado a cabo más de 160 medidas diferentes, y ha comenzado 2021 con el mismo ritmo. Entre ellas hay varias.
En primer lugar, un
decreto firmado el 26 de noviembre de 2020 por el que creó un organismo
nacional de inteligencia (Agence Nationale d’Intelligence, ANI) y un confuso
decreto de acompañamiento que, en teoría, está asociado al refuerzo de la
seguridad pública. Los motivos de ambos parecen estar relacionados con el deseo
de centralizar la vigilancia y los informes de inteligencia en el gabinete del
presidente Moïse; en un país con una historia de liderazgo duro y autoritario,
esta parece una consolidación del poder sospechosa.
Asimismo, en una
muestra de incongruencia y curiosa elección del momento, el pasado otoño el
Gobierno encontró tiempo para ampliar su relación con Marruecos con la apertura
de una nueva embajada en Rabat. Y, no se sabe por qué, anunció que iba a abrir
también un consulado en el territorio del Sáhara Occidental, bajo control
marroquí; una extraña prioridad y un gasto absurdo de capital material y
humano, teniendo en cuenta la limitada actividad diplomática de Haití.
Más recientemente, en
una medida pensada para hacer frente al aumento de la violencia de las bandas
organizadas y, en particular, los secuestros, el Gobierno decretó la
prohibición de las ventanas ahumadas en los automóviles (excepto para ciertos
tipos de vehículos gubernamentales, diplomáticos y similares). El anuncio, como
era de esperar, se encontró con el rechazo legal y la confusión de la
población, dudas sobre la posibilidad de imponer la orden en la calle y otro inconveniente
increíble: interpretaciones distintas del decreto por parte del primer ministro
y diversos miembros del Ejecutivo.
Otras acciones
presidenciales que han repercutido más en todo el sistema, son, por ejemplo,
varios casos en los que el Gobierno ha intentado acelerar el calendario de
acontecimientos políticos que están en la base de la crisis actual. A partir de
la propuesta relativamente razonable que figuraba en la Constitución de 1987 y
que, en la práctica, plasmó el desequilibrio entre el poder Ejecutivo y el
Legislativo, en enero de 2020 el presidente Moïse decidió primero reconstruir
la maquinaria electoral; segundo impulsar un proceso de reforma constitucional
y un referéndum sobre ese estatuto nacional revisado y tercero convocar
elecciones nacionales para el otoño de 2021.
El hecho de que todas
estas decisiones no se atengan a los procedimientos establecidos en la
Constitución es un problema fundamental difícil de eludir. Para empezar, el
mecanismo de un comité consultivo independiente elegido para dar forma al
proceso de reforma constitucional es opaco. El borrador constitucional hecho
público el 2 de febrero imponía un proceso de consulta pública inverosímil, de
20 días, y una campaña sospechosamente breve hasta el referéndum de abril
(ahora aplazado a junio). Además, entre las medidas tomadas para garantizar el
funcionamiento de la maquinaria electoral nacional de Haití —apoyada en el
famoso consejo electoral provisional (desde 1987), Conseil Electorale
Provisoire, CEP— está la aprobación de unos procedimientos que han
cortocircuitado el proceso constitucional en su conjunto y no solo han dejado
en el aire su legalidad, sino que quizá han plantado las semillas de otras
crisis para gobiernos futuros.
Los acontecimientos
posteriores han llevado Haití al pandemónium político. Pese a no disponer de la
autoridad oficial necesaria, el 8 de febrero Moïse obligó a tres magistrados
del Tribunal Supremo de Haití a jubilarse e incluso detuvo a uno de ellos
durante varios días. Los hechos coincidieron con la decisión de los grupos de
la oposición política y la sociedad civil de designar a uno de esos jueces
(Joseph Mécènes Jean-Louis) como “presidente provisional” e interino de Haití.
Previamente, el 6 de febrero, el Consejo Superior del Poder Judicial había
dictado el fin del mandato de Moïse, un veredicto que el Gobierno no recibió
precisamente bien. Al día siguiente, las autoridades anunciaron que habían
desbaratado un intento de golpe y habían detenido a 18 personas. El hecho de
que el anuncio se hiciera en una rueda de prensa celebrada en el aeropuerto
—cuando el presidente se disponía a ir al norte del país, aparentemente
impertérrito pese a la situación— ha suscitado un escepticismo considerable
sobre la versión gubernamental.
Estos hechos tienen un
punto de partida peligrosamente inestable, que es la disputa no resuelta sobre
la fecha en la que termina el mandato presidencial de Moïse (7 de febrero de
2021 o 7 de febrero de 2022). A ello hay que añadir que el Gobierno aplazó las
elecciones parlamentarias y locales de octubre de 2019, lo que provocó la
disolución del Parlamento nacional —ya reducido a un grupo de 10 senadores
electos— a principios de 2020 y el paso de Moïse a gobernar por decreto a
partir del 7 de febrero de ese año. Desde entonces, el presidente, cada vez más
autocrático, parece actuar en un universo político paralelo, posible gracias a
la ausencia de alternativa política real y la indiferencia de la comunidad
internacional.
Después de que Moïse
alterara su política sobre Venezuela de acuerdo con los deseos del gobierno de
Trump, Washington cambió sus prioridades, lo que explica en parte que la
reacción internacional ante los recientes sucesos de Haití haya estado tan
asombrosamente carente de consenso estratégico. Cuando la ONU y la Organización
de Estados Americanos (OEA), a finales de 2020, hicieron sendos anuncios que
sugerían un apoyo internacional al calendario electoral de Haití para 2021 —sin
ofrecer demasiados detalles—, pareció que respaldaban la afirmación de Moïse de
que su mandato terminará en 2022. Pero además colocaron a la comunidad
internacional en una situación complicada. Se vio con toda claridad cuando la
Administración de Biden, en una de sus primeras declaraciones sobre Haití, dio
la impresión de que reproducía las de la ONU y la OEA, al repetir casi de paso
el apoyo de Estados Unidos a las elecciones, pero sin añadir gran cosa. En el
Congreso, donde se esperaba más del nuevo Gobierno, surgieron voces más
críticas; pero este lento goteo de declaraciones hace que parezca que el
aparato de política exterior de Washington no viera venir la crisis, cosa poco
probable. No obstante, sin una vía de avance clara para Haití, la única certeza
es que acabará estallando una crisis todavía más pronunciada.
Para Estados Unidos y
la comunidad internacional, cualquier respuesta a la crisis política de Haití
implicará un difícil ejercicio de equilibrismo: no provocar la ira de los que
se oponen a cualquier intervención exterior y temen que las potencias
extranjeras ejerzan demasiada influencia en los asuntos internos haitianos y,
al mismo tiempo, asumir las expectativas de que Washington acabará
interviniendo para resolver la crisis actual. A ello hay que añadir que la
comunidad internacional ha perdido credibilidad en Haití tras una serie de
misiones de la ONU con escasos resultados sostenibles desde los 90. Aunque el
historial de intervenciones internacionales en el país desde la década de los
80 justifica esas preocupaciones, también pone de relieve que, para EE UU, no hacer
nada no es una opción prudente.
¿Qué hoja de ruta
puede haber, entonces, para resolver la crisis? Podemos enmarcarla en cuatro
conceptos políticos generales:
Primero: la Constitución de
1987 contiene elementos disfuncionales y en algún momento habrá que reformarla;
pero la manera exacta de llevar a cabo esa reforma es de la máxima importancia.
Y el proceso emprendido por el Gobierno de Moïse carece de toda credibilidad.
Segundo: dado que el plazo
del 7 de febrero ya quedó atrás, que el mandato presidencial acabara o no en
esa fecha es un debate puramente académico. Lo que importa es qué va a suceder
a partir de ahora. Objetivamente, la postura del Gobierno (permanecer en sus
cargos) y la de sus rivales políticos (que Moïse abandone el poder de inmediato)
parecen incompatibles. La oposición ha propuesto un gobierno provisional o de
transición, pero esa vía también está llena de peligros. Designar a un primer
ministro que sea verdaderamente independiente quizá no baste para contentar a
la oposición, pero hay que estudiarlo, suponiendo que exista un candidato así.
Tampoco hay que descartar la posibilidad de designar a personajes
independientes para ocupar ministerios en el gobierno constituido a finales del
año pasado, con el fin de gestionar los vínculos con los partidos políticos y
el proceso electoral. Los agentes políticos y de la sociedad civil deben ser
precavidos ante las consecuencias de sustituir al Gobierno, porque ese paso, en
la práctica, les daría inmediatamente la responsabilidad de administrar los
asuntos políticos, económicos y sociales, que se encuentran en un momento de
extrema tensión (especialmente debido a la pandemia mundial). Teniendo en
cuenta el creciente grado de inseguridad nacional, esta opción puede terminar
mal y empujar a la comunidad internacional a verse en un papel que preferiría
evitar.
Tercero: dado que la comunidad
internacional aporta los recursos financieros y técnicos necesarios para
celebrar unas elecciones creíbles, los principales agentes internacionales
deben poder ser mediadores en la estancada situación política y constitucional
del país. Hay que construir un consenso estratégico que parta de una evaluación
clara de la realidad: que Haití no está en condiciones de celebrar dos comicios
nacionales (un referéndum y unas elecciones presidenciales y parlamentarias
simultáneas) en los próximos nueve meses. El Gobierno de Moïse, la sociedad
civil y la oposición política, así como la comunidad internacional, tienen que
respetar unas normas electorales básicas: unas elecciones (incluida la campaña)
sin violencia, accesibles a los votantes, apoyadas en un proceso de inscripción
de votantes que inspire confianza, y el acceso garantizado a una maquinaria
electoral profesional que produzca resultados verificables.
Es una tarea difícil,
en la que las autoridades haitianas, pese al enorme apoyo internacional, han
fracasado una y otra vez. En estas circunstancias, ¿qué consulta es más
importante? El referéndum constitucional, que ha seguido un procedimiento
discutible, trastocaría el panorama político nacional y constituye una
distracción operativa muy costosa. La decisión debe ser innegociable y señala
la necesidad urgente de abordar el calendario aplazado de elecciones nacionales
de Haití: para asegurar su propia viabilidad, el Gobierno de Moïse debe
utilizar esta vía electoral para salir de una situación política que se ha
vuelto precaria.
Cuarto: la obtención de los
recursos financieros y técnicos necesarios para celebrar unas elecciones
creíbles implica, en el mejor de los casos, un consorcio de países, organismos
multilaterales e instituciones no gubernamentales y, en el peor, mandatos
solapados, oportunidades desperdiciadas, despilfarro y fracasos espectaculares.
Este proceso necesita un compromiso total y transparente por parte de Haití,
que englobe a la sociedad civil y a los partidos políticos. El carácter
estratificado y multidimensional de estos esfuerzos pone de relieve la
necesidad de que Estados Unidos mantenga una colaboración multilateral, un
pleno diálogo con otros agentes cruciales, en especial Canadá, la UE
(particularmente Francia), los vecinos de Haití en la CARICOM y consultas
discretas con la República Dominicana y otros países (como, Chile) que, en las
últimas décadas, se han relacionado con Haití a través de mecanismos
multilaterales. Los responsables políticos deben pensar también en tender la
mano a la abundante y cada vez más politizada diáspora haitiana en
Norteamérica, no con fines partidistas, sino para dar un carácter
verdaderamente haitiano a los esfuerzos de la comunidad internacional.
Por
último,
para avanzar en Haití, la diplomacia estadounidense podría incorporar también
otros dos elementos. A corto plazo, el carácter multilateral de la política de
Estados Unidos respecto al país indica que sería útil nombrar a un enviado
especial (o crear un puesto especializado similar), quizá con un mandato
limitado a un año. La intención no sería duplicar el trabajo del embajador —ni
de la maquinaria de relaciones internacionales en general—, sino garantizar una
relación sólida y sostenida de la comunidad internacional con Haití. Una
segunda propuesta, más a largo plazo, es la posibilidad de que en el Congreso
estadounidense se constituya un grupo (caucus) bipartidista para ocuparse de
Haití. Aunque no es una idea nueva, vale la pena revisarla, porque la formación
de dicho grupo podría contribuir a refinar la política respecto al país
caribeño y crear un punto de referencia en Washington para los agentes
políticos y de la sociedad civil haitiana.
Traducción de María
Luisa Rodríguez Tapia
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