Javier Solana /Oscar Fernández
Estados Unidos y China
están inmersos en una contienda entre superpotencias, pero Pekín no trata de
modelar a otros países a su imagen y semejanza, como hizo la Unión Soviética, y
sus aliados son escasos.
Una
inquietante idea parece haberse adueñado de Occidente: que nos estamos
adentrando en una nueva Guerra Fría. Esta narrativa comenzó a popularizarse a
raíz de la disputa comercial entre China y EE UU, y la crisis de la covid-19 le
ha proporcionado el impulso definitivo. Según algunas voces, es mejor atarse
los machos que ignorar ingenuamente el choque hegemónico que marcará la “nueva
normalidad”.
Pero estas llamadas de alerta disfrazan de realismo
lo que no es más que fatalismo, y nos presentan como inevitable lo que no es
más que una elección. Puede que EE UU y China se encuentren inmersos en una
contienda entre superpotencias, pero no necesariamente en una recreación de la
Guerra Fría.
Al parecer, las referencias a la Guerra Fría se
están haciendo hueco incluso en documentos oficiales, aunque sea
implícitamente. Según un informe presentado por la Casa Blanca en mayo, donde
se detalla el enfoque estratégico de EE UU con respecto a China, “Pekín
reconoce abiertamente que su intención es transformar el orden internacional
para alinearlo con los intereses y la ideología del PCC [Partido Comunista de
China]”. El sistema chino, añade el informe, “está afianzado en
la interpretación que Pekín hace de la ideología marxista-leninista y combina
una dictadura nacionalista y de partido único; una economía dirigida por el
Estado; la puesta de la ciencia y la tecnología al servicio del Estado, y la
subordinación de los derechos individuales para servir a los fines del PCC”.
Esta engañosa caracterización de China puede suscitar
sobrerreacciones y falsas equivalencias. A pesar de sus guiños retóricos al
socialismo, hace tiempo que Pekín adoptó un sistema capitalista, como argumenta
convincentemente el economista Branko Milanovic. Por supuesto, esto no ha
eliminado por completo las diferencias entre el modelo occidental (más liberal)
y el chino (más estatista), ni excluye la competición entre ambos. Pero salta a
la vista que, desde la reforma y apertura que auspició Deng Xiaoping, la
influencia ideológica ha seguido un canal fundamentalmente unidireccional, de
Occidente a China. En cambio, la impronta ideológica que dejó en su día la
Unión Soviética en el mundo fue mucho más marcada.
Como haría cualquier potencia ascendente, no
cabe duda de que China tratará de configurar el escenario global de acuerdo con
sus intereses. También tratará de congraciarse con ciertos grupos de
población allende sus fronteras. Pero no tratará de moldear a otros países a su
imagen y semejanza, como hizo la Unión Soviética, y como EE UU ha continuado
haciendo.
China se enorgullece de ser inimitable, y su
historia de subyugación al imperialismo extranjero la ha predispuesto en contra
de injerencias desenfrenadas en los asuntos internos de los demás Estados. A
ello se suma que, por mucho que los partidarios del “iliberalismo” en Occidente
y otros lugares se vean tentados de replicar algunos aspectos del sistema
chino, el poder de atracción de China sigue siendo relativamente limitado.
Esto nos lleva a otra diferencia esencial entre la
Unión Soviética y China: la segunda carece de una esfera de influencia
propiamente dicha. La lista de aliados chinos es muy escasa; de hecho,
puede argumentarse que tan solo Corea del Norte y Pakistán forman parte de la
misma. Por descontado, es probable que el ascenso de China termine
provocando que otros países decidan arrimarse a su sombra. Pero, en general,
los países asiáticos desconfían de un vecino cada vez más poderoso y
nacionalista, involucrado además en múltiples disputas territoriales, con lo
que prefieren forjar equilibrios entre China y EE UU.
Por otra parte, tildar al orden internacional
actual de “bipolar” ningunea a la UE, que constituye un polo en sí
misma. Evidentemente, la UE no es un Estado, y ha sufrido graves conmociones
internas en los últimos tiempos, entre las que destaca el Brexit. No obstante,
el proyecto europeo ha experimentado importantes avances desde la Guerra Fría,
como la finalización del mercado único.
Hoy día, la UE es el mayor bloque comercial del
mundo y el principal socio comercial para 80 países. Asimismo, pese a sus
imperfecciones, la UE es un referente global en materias como los derechos
humanos, la privacidad individual, el bienestar social y la conciencia
medioambiental. Aunque el politólogo Andrew Moravcsik no va del todo desencaminado
cuando se refiere a la UE como “la superpotencia invisible”, su influencia es
de hecho nítidamente visible en muchas cuestiones trascendentales y muchas
partes del mundo.
La UE no participará
pasivamente en un tira y afloja entre EE UU y China, sino que tratará de
explorar sinergias con ambos. Este espíritu aperturista debería guiar la era
poscovid a nivel global. Mucho se está hablando estos días sobre la necesidad
de que los Estados aumenten su autosuficiencia —que podría haber evitado la
escasez de cierto material esencial— y sobre un posible repunte de las
tensiones comerciales entre EE UU y China. Es cierto que las cadenas globales
de valor no siempre son tan resistentes y reactivas como convendría, y que la
interdependencia económica es susceptible de ser usada como arma por algunos
Estados, según demuestran Henry Farrell y Abraham Newman. Pero los mismos
autores consideran que un desacoplamiento económico de EE UU y China sería
inviable. Nunca antes dos superpotencias globales habían estado tan interconectadas,
ni tan expuestas a que el perjuicio ajeno redunde en perjuicio propio.
En cierto modo, la noción de que la
interdependencia puede ejercer de elemento disuasorio también estaba presente
durante la Guerra Fría; es más, la doctrina de la Destrucción Mutua
Asegurada se sustentaba precisamente en dicha noción. Cabe recordar,
sin embargo, que la Guerra Fría fue en realidad muy caliente en muchas regiones
del mundo, y que un cataclismo nuclear no estuvo lejos.
Hoy, afortunadamente, una guerra nuclear se antoja
una posibilidad remota. Tampoco estamos presenciando una carrera armamentística
como la de la Guerra Fría. Tanto el gasto militar chino como el estadounidense
permanecen relativamente estables, y las capacidades militares de China
—pese al elevado ritmo de crecimiento del PIB que venía manteniendo— son
todavía minúsculas en comparación con las de EE UU.
No obstante, la situación podría cambiar si
comenzamos a adoptar una retórica innecesariamente hostil. Abusar de analogías
basadas en la Guerra Fría podría dar lugar a una “profecía autocumplida” y
empujarnos a terrenos resbaladizos. Ya existen indicios de que, en los meses
previos a las elecciones presidenciales estadounidenses, demócratas y
republicanos se forzarán mutuamente a endurecer sus posturas respecto a China.
Y, pese a que China es tradicionalmente reacia a establecer paralelismos con la
Guerra Fría, el hecho de que su peso económico sea superior al de la Unión
Soviética puede hacer que Pekín incurra en excesos de confianza. Su
actitud desafiante en Hong Kong y el mar de la China Meridional, por ejemplo,
no es un presagio excesivamente halagüeño.
Pero no es demasiado tarde para optar por una
desescalada que beneficiaría a todos los países, empezando por China y EE UU.
La mentalidad de la Guerra Fría no nos permitirá abordar los grandes desafíos
de nuestros tiempos, como combatir la actual pandemia de la covid-19, asegurar
una recuperación económica robusta y mitigar el cambio climático. Las
relaciones entre grandes potencias no están predestinadas a desembocar en un
enfrentamiento, y explorar avenidas de cooperación todavía es posible.
Una cosa está clara: de
terminar produciéndose una Guerra Fría entre China y EE UU, no sería por
necesidad, sino por elección. Y se trataría de una elección nefasta.
Javier Solana es distinguished
fellow en la Brookings Institution y presidente de EsadeGeo-Center for
Global Economy and Geopolitics. Óscar Fernández es
investigador sénior en EsadeGeo-Center for Global Economy and Geopolitics.
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