jueves, 25 de abril de 2013

Análisis geopolítico del conflicto sirio

Por Juan González 



La posición geográfica de Siria  en Medio Oriente hace de este país un actor clave para los intereses de las  potencias. Comparte  frontera con cinco países, dos de ellos potencias regionales: Turquía e Israel,  además  de que  tiene salida  al mar Mediterráneo.  

La Primavera Árabe surge en Túnez, norte de África, con las protestas por los altos precios de los alimentos y el desempleo en el mes de diciembre del año 2010. Gran parte de la población se lanzó a las calles y terminó con la dictadura de Ben Ali que llevaba más de dos décadas en el poder. 

Las movilizaciones sociales fueron considerada en el resto del mundo como el despertar de los pueblos  árabes  ante sus gobiernos que lo han mantenido  sojuzgados bajo regímenes monárquicos y dictatoriales desde que se independizaron de las metrópolis europeas en la primera mitad del siglo XX. 

Rápidamente  los reclamos de Túnez  se  extendieron por todo el norte de África: Egipto, Libia, Argelia y Marruecos, posteriormente alcanzaron a Bahrein, Yemen, Siria,  Arabia Saudita, entre otros Estados del Medio Oriente.

Países como Arabia Saudita o Marruecos sofocaron las manifestaciones ejecutando planes sociales de emergencia para tranquilizar a las masas enardecidas que reclamaban mejores condiciones socioecoecónomicas  y el reconocimiento de sus derechos civiles  y políticos. 

De manera exclusiva, las revueltas en Siria y en Libia fueron atizadas por EE.UU., Europa y sus  aliados en el Medio Oriente (Arabia Saudita, Israel y Qatar).

En estos dos países en pocas semanas surgieron rebeldes armados financiados desde el extranjero que se mezclaron con los manifestantes atacando  las fuerzas de seguridad del Estado, provocando respuestas contundentes de los cuerpos policiales y militares que se cobraron cientos de victimas en los primeros días, las cuales fueron aumentando a medida que pasaba el tiempo hasta llegar a miles.

En el mes de marzo del año 2011 el Consejo de Seguridad de la ONU aprobó la Resolución 1973,  la cual establecía una zona de exclusión aérea y autorizaba el uso de  mecanismos para detener la muerte de civiles de parte del régimen de Mohamar Gadafi, la cual  sirvió como  instrumento legitimador para que  EE.UU. y Europa derrocaran  y hasta dieran  muerte al hombre fuerte de Libia  que tenía más de 40 años en el poder.

El régimen de Bashar Al Assad al ver lo ocurrido en Libia de inmediato puso su «barba en remojo», y pidió apoyo a sus principales aliados: Irán y Rusia, para que le enviaran armas  e instructores especializados en la lucha contra la insurgencia urbana. 

La posición geográfica de Siria  en Medio Oriente hace de este país un actor clave para los intereses de las  potencias. Comparte  frontera con cinco países, dos de ellos potencias regionales: Turquía e Israel,  además tiene salida  al mar Mediterráneo.  

En ese sentido se debe destacar que el Medio Oriente posee las principales reservas de petróleo del mundo y produce aproximadamente el 40 por ciento del consumo mundial. Arabia Saudita, Irán, Irak, Kuwait y Emiratos Árabes Unidos se encuentran entre los principales  productores del planeta.

Desde  el año 1971, Siria está gobernada  por la dinastía Al-Assad que representan a los alauitas una minoría religiosa, cuando la mayoría de la población, aproximadamente el 70 por ciento, profesa el sunismo; ambas ramas pertenecen al Islam.

Arabia Saudita, en su calidad promotora del sunismo — principal grupo dentro del Islam—y de potencia emergente,  tiene doble interés en este conflicto: reducir el protagonismo de Irán en la región y  aumentar su influencia religiosa en Siria.  

El reino Saudita e Israel favorecen una intervención occidental similar a la que actuó en Libia para derrocar el régimen de Mohamar Gadafi. Estos dos países  son los principales auspiciadores de los opositores al régimen de Bashar Al-Assad, entregándoles armas, dinero y asesoría militar.

La caída del régimen de Bashar Al-Assad divide a los grupos de poder de Israel. Los conservadores desean la caída del régimen para reducir la influencia de Irán en la región, mientras que los moderados consideran que el fin del régimen que gobierna Siria significa más inestabilidad para el Medio Oriente.

De igual manera Turquía  rompió sus estrechas relaciones con el régimen de Bashar Al-Assad y decidió brindarles apoyo a los rebeldes, incomoda por la alianza que hizo el dictador sirio con el grupo étnico kurdo, a los que entregó armas y  concesiones políticas  a cambio de su apoyo . 

Los kurdos  son un pueblo milenario que durante  la reconfiguración de los Estados modernos en Medio Oriente  después de la Primera Guerra Mundial terminaron marginados y su pueblo quedó habitando entre Turquía, Siria, Irak e Irán.  Los  kurdos nunca han dejado de luchar  para alcanzar un  Estado independiente,  sin embargo, los Estados antes mencionados se oponen a este ideal, siendo Turquía en la actualidad el más férreo opositor del sueño kurdo. La decisión de Turquía de apoyar  a los rebeldes sirios le quita brillo a su imagen creada en Medio Oriente, de una potencia mediadora que prefiere usar la diplomacia para resolver los conflictos. 

Por otro lado, República Islámica de Irán apoya el régimen de Bashar Al-Assad para mantener su influencia en las fronteras con Israel, su principal rival en Medio Oriente.

Irán es una potencia regional decidida ampliar su radio de acción  más allá de sus fronteras, utilizando medios militares y religiosos, inclusive,  para alcanzar sus objetivos. Desde la década del 60 del siglo XX,  Mohame Reza Pahlevi (el Shab) último monarca persa se embarcó en un programa nuclear  que fue suspendido por la Revolución Islámica que derrocó la monarquía en el año 1979.

 El programa nuclear fue retomado en los años 90  y se ha mantenido consistente, generando preocupación en Israel, EE.UU., Arabia Saudita y Europa.

El temor de Israel y las potencias occidentales es que el programa nuclear de Irán lo lleve a producir armas nucleares, las cuales pongan en riesgo la existencia del Estado hebreo.

EE.UU., Francia, Reino Unido, Israel y Arabia Saudita, entre otras, buscan derrocar el régimen de Bashar al Al-Assad por la estrecha alianza que mantiene con Irán, cooperación que data  desde  los años  80 del pasado siglo, cuando crearon y financiaron el Movimiento (chii) Hezbollah, en el  Líbano, para enfrentar la invasión de Israel y las potencias occidentales en aquel  entonces a  ese país.  En la actualidad, este movimiento islámico, es una de las principales amenazas a los intereses de Israel en Medio Oriente.

En cambio, Rusia  apoya al régimen, ya que  ha mantenido un vínculo histórico con la  dinastía Al-Assad.   El padre de Bashar, Hafez,  realizó estudios militares especializados en la Unión Soviética de Stalin, y cuando llegó al poder en el año 1970, por vía de un golpe de Estado, cedió el puerto de Tartus a la URSS, para que lo utilizara como base naval.  Esta base naval es de vital importancia para los intereses  geopolíticos de Rusia,  la única  que poseen en el mar Mediterráneo,  de la que dependen para alimentar la flota que se encuentra en esa región.

Rusia ha logrado convencer a China, inculcándole que la caída el régimen de Bashar Al-Assad afecta sus intereses en Medio Oriente y Asia Central, ya  que EE.UU. y Europa, buscan derribar los gobiernos  anti-occidentales para ampliar su influencia en toda la rivera del Mediterráneo, el mar Caspio y el Golfo Pérsico, donde se encuentran los principales yacimientos de gas y petróleo del planeta.

Por tanto, China y Rusia se oponen a cualquier tipo de intervención en los asuntos internos de Siria que tengan el propósito de derrocar el régimen de Bashar Al-Assad. Como son miembros del Consejo Permanente de Seguridad de la ONU, impiden cualquier iniciativa al respecto, con su derecho a veto.

Cabe destacar que, si llegara a caer el régimen de Bashar Al-Assad, podría generar una gran inestabilidad en Medio Oriente, debido a su compleja composición étnica y religiosa. 

*El autor es politólogo, analista de temas internacionales.

Autor: Juan González

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