La arrogante política del gigante asiático en los contenciosos territoriales en el Mar de China y su creciente influencia económica en toda la región ponen en guardia a los países vecinos, cada vez más recelosos de las maniobras de Pekín.
Durante una entrevista en su oficina en Taipei, el viceministro de Exteriores taiwanés, David Lin, nos ofreció ya en diciembre de 2009 una versión fehaciente acerca de cómo se digiere en el sureste asiático el llamado ascenso pacífico del gigante asiático. “China todavía es una amenaza potencial para la paz y estabilidad regionales. Muchos países de la ASEAN no quieren decirlo [públicamente], porque ahora tienen una relación muy buena con ella, especialmente en el área económica, pero aún consideran su expansión militar como una amenaza regional. Al contrario, Estados Unidos tiene una importante presencia [militar] en la región, pero nadie se siente amenazado por ello”, declaró.
Los vínculos económicos y comerciales del gigante asiático con sus vecinos eran, ya por entonces, substanciales, pero se hicieron aún más estrechos en cuanto entró en vigor el acuerdo de libre comercio entre China y la ASEAN, sólo unos días después de nuestra cita: el 1 de enero de 2010. Desde entonces, el Imperio del Centro ha sido un sostén económico fundamental para el sureste de la región, permitiéndole resistir mejor los embates de la crisis gracias al tirón de la segunda economía mundial. En 2010, el comercio bilateral aumentó un 37%, hasta los 293.000 millones de dólares (unos 226.000 millones de euros), mientras que el año pasado se incrementó en otro 24% hasta los 363.000 millones.
Pese a ello, en estos dos últimos años las relaciones políticas entre el gigante y algunos países regionales se han deteriorado significativamente, sobre todo como consecuencia de la actuación coercitiva del Gobierno chino en los contenciosos territoriales que tiene abiertos en el Mar de la China Meridional. Pese a que Pekín no puede alegar razones históricas o jurídicas de peso para justificar que reclame para sí los dos archipiélagos bajo contencioso -las Islas Spratly y las Islas Paracel-, además de aguas que van más allá de las adyacentes, el gigante asiático ha ejercido una defensa bravucona de éstas decretando unilateralmente prohibiciones de pesca o de exploración de recursos. Los desencuentros con Vietnam y Filipinas han sido periódicos y, en ocasiones, trágicos, con muertes de pescadores o marineros.
Al mismo tiempo que estrechaba la cooperación económica y, por tanto, su influencia por toda la región, Pekín ha ido incrementando exponencialmente su gasto militar: desde los 6.000 millones de dólares en 1994 a los 91.400 millones en 2011, cifra oficial que no captura, ni mucho menos, la totalidad de las partidas militares. Buena parte de ese presupuesto agregado lo ha destinado a incrementar sus capacidades navales. A finales del pasado año comenzaron las pruebas marítimas de su primer portaaviones, una muestra de poderío que manda una inequívoca señal política que desde ciertos ámbitos se interpreta en términos de hostilidad futura. Además de que China tendría en proyecto uno o dos portaaviones suplementarios de fabricación autóctona, el arsenal del país cuenta también con submarinos nucleares y, según las fuentes, con un novedoso misil capaz de hundir portaaviones.
Todo ello ha llevado a los países surasiáticos, con la excepción de Birmania, a buscar refugio en Estados Unidos para compensar lo que en la región se considera una innegable asimetría de poder. La cooperación militar de Singapur con EE UU es constante desde hace años; así como la de Filipinas; pero incluso Vietnam, otrora enemigo acérrimo, que flirtea desde hace años con Washington. El contencioso marítimo y el hecho de que Vietnam sea el único país que fue colonia china durante un millar de años, lleva a los vietnamitas a profesar una histórica animosidad contra su vecino, al cual ven como expansionista. Esa arrogancia china se traslada irremediablemente a su litigio bilateral por las Islas Paracel, que Pekín se niega a abordar al considerarlo cosa juzgada: “este tema está zanjado, no hablamos de ello”, dicen oficialmente.
En las Islas Spratly, que reclaman seis países, la estrategia china consiste en diluir los esfuerzos conjuntos con la pretensión de que el asunto se afronte sólo bilateralmente y, por tanto, ejercer su poderosa influencia cara a cara. Sin embargo, sus expectativas diplomáticas sufrieron un serio revés el pasado verano cuando, en el marco de la cumbre de Exteriores de la ASEAN, en la que también participaron China y EE UU, los países surasiáticos acordaron una hoja de ruta para rebajar la tensión regional. Pekín no tuvo más remedio que aceptarla, aunque a regañadientes. A la vez, sólo cuatro meses después Washington impulsó el llamado Acuerdo Estratégico Transpacífico de Asociación Económica (Trans-Pacific Partnership, en inglés) entre nueve países ribereños de ambos lados del Pacífico.
Los objetivos de este acuerdo, entre otros, se centran en lograr reducir a cero sus tarifas de comercio en un periodo de 10 años. Que el grupo de los nueve haya invitado a participar a Japón, pero no a China, es la prueba evidente de que la región no quiere sucumbir a la idea de la dominación regional del gigante asiático, que trataría de resistirse incluso en materia económica. Desde Pekín esa alianza a sus espaldas se ve como un cerco estratégico, de ahí que esté impulsando un acuerdo de libre comercio con Corea del Sur y otro trilateral con Seúl y Japón, país con el que tiene también un largo historial de desencuentros. Ese cerco estratégico es, paradójicamente, el mismo que India acusa a Pekín de haber tejido en su zona de influencia regional.
Además de una alianza histórica a sangre y fuego con Pakistán, Pekín ha estrechado sus lazos económicos y diplomáticos con Nepal, Sri Lanka, Bangladesh, Maldivas y Birmania. La luna de miel con dichos países ha llevado a China a poner el pie en el Índico, aguas que Nueva Delhi considera periféricas. Pekín apela a la coartada de sus intereses económicos, ya que por allí pasan sus cargamentos de crudo del Golfo Pérsico. Pero dada la naturaleza de las siempre difíciles relaciones chino-indias, lastradas sobre todo por el asunto del Tíbet y el apoyo en todos los órdenes de China a Islamabad, Nueva Delhi está aumentando también sus capacidades navales al tiempo que realiza maniobras militares con Japón y Vietnam, los dos grandes enemigos de China en Asia-Pacífico.
Todos estos son elementos a considerar en este año que comienza, el 2012 y el del Dragón, según el calendario chino, un año crucial para el devenir del futuro de Asia-Pacífico. Mientras la ascensión de China parece imparable, también estamos quizá ante el principio de su aislamiento.
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