Por Khatchik DerGhougassian*
Un fantasma recorre el Medio Oriente, el fantasma de la Revolución…
Desde que en 1952 Gamal Abdel Nasser derrocó la monarquía en Egipto, la “revolución” se refería a los golpes de Estado que llevaba a militares al poder, luego otros golpes que desplazaban a quienes estaban al poder para reemplazarlos con otros militares, y así hasta consolidar un hombre fuerte, legitimado por un partido, en el poder. Siria e Irak bajo el régimen baasista son los ejemplos más claros; pero también Libia, Argelia y otros. Después la “revolución” fue palestina, se identificó con los combatientes de la Organización de Liberación Palestina que, pronto, Estados Unidos y sus aliados caracterizaron como “terroristas”.
Desde que en 1952 Gamal Abdel Nasser derrocó la monarquía en Egipto, la “revolución” se refería a los golpes de Estado que llevaba a militares al poder, luego otros golpes que desplazaban a quienes estaban al poder para reemplazarlos con otros militares, y así hasta consolidar un hombre fuerte, legitimado por un partido, en el poder. Siria e Irak bajo el régimen baasista son los ejemplos más claros; pero también Libia, Argelia y otros. Después la “revolución” fue palestina, se identificó con los combatientes de la Organización de Liberación Palestina que, pronto, Estados Unidos y sus aliados caracterizaron como “terroristas”.
Se trataba, claro, para Occidente de diferenciar la nobleza –vaya ironía…– de la Revolución Americana, de la Revolución Francesa y de las demás revoluciones que florecieron la primavera de los pueblos allá lejos en el tiempo, en los fines del siglo XVIII y en el siglo XIX y legitimaron la ya existente o recientemente creada realidad de los Estados territoriales con una identidad nacional moderna.
La “revolución” de los pueblos árabes, ex colonizados, como se encargó de explicitar Bernard H. Lewis denunciado por Edward Said en su clásico Orientalismo,1 se remontaba etimológicamente a la excitación sexual del camello… Nada, por lo tanto, de visiones Ilustradas, racionalismo, universalidad, nada de “Sentido Común” a la Thomas Payne, nada de “destino manifiesto”, de “faro para la humanidad”…
La Unión Soviética, por supuesto, no tenía problema con un concepto omnipresente en su condición ontológica; y, de toda manera, Stalin ya se había encargado de vaciarlo de su contenido desde el momento en que entendió que su “socialismo en un solo país” no podría escaparse de la lógica del Realpolitik de las grandes potencias. Sus seguidores se olvidaron de desestalinizar el concepto de “revolución” que, en el Medio Oriente en particular, se insertó en el discurso de la dinámica del balance de poder de la Guerra Fría.
La última vez el fantasma de la Revolución apareció en 1979, y sacudió el orden de la Guerra Fría en el Medio Oriente. Su motivación, tal como explica León Rodríguez Zahar2 fue a la vez religiosa, social y nacionalista. Esta revolución engendró la República Islámica de Irán, un sistema consensuado entre un nacionalismo heredado de la Revolución Constitucional de 1905 –la primera en la región- y de Mohamed Mossadegh, el Primer Ministro popular que nacionalizó el petróleo en 1951 y fue desplazado por un golpe orquestado por la CIA estadounidense y el MIE británico como se admite ya oficialmente; la teoría khomeinista del Imanato; y la demanda de justicia social proveniente de amplios sectores de clase media y baja formulada en conceptos marxistas por el entonces clandestino pero poderoso Tudeh –el partido comunista iraní pronto liquidado apenas los ayatolá se confirmaron en el poder.
La Revolución Islámica de Irán se quiso universal; más aún su mensaje anti-imperialista hizo eco desde Afganistán hasta Argelia,3 cautivó a intelectuales como Michel Foucault.4 Pedro Brieger traza un paralelo entre el discurso de Khomeini y los conceptos de Franz Fanon5 y subraya la influencia de quien fue el mayor enemigo del Shah en la formación del Frente de Salvación Islámica argelino y la radicalización del Hamas palestino.
La Unión Soviética, por supuesto, no tenía problema con un concepto omnipresente en su condición ontológica; y, de toda manera, Stalin ya se había encargado de vaciarlo de su contenido desde el momento en que entendió que su “socialismo en un solo país” no podría escaparse de la lógica del Realpolitik de las grandes potencias. Sus seguidores se olvidaron de desestalinizar el concepto de “revolución” que, en el Medio Oriente en particular, se insertó en el discurso de la dinámica del balance de poder de la Guerra Fría.
La última vez el fantasma de la Revolución apareció en 1979, y sacudió el orden de la Guerra Fría en el Medio Oriente. Su motivación, tal como explica León Rodríguez Zahar2 fue a la vez religiosa, social y nacionalista. Esta revolución engendró la República Islámica de Irán, un sistema consensuado entre un nacionalismo heredado de la Revolución Constitucional de 1905 –la primera en la región- y de Mohamed Mossadegh, el Primer Ministro popular que nacionalizó el petróleo en 1951 y fue desplazado por un golpe orquestado por la CIA estadounidense y el MIE británico como se admite ya oficialmente; la teoría khomeinista del Imanato; y la demanda de justicia social proveniente de amplios sectores de clase media y baja formulada en conceptos marxistas por el entonces clandestino pero poderoso Tudeh –el partido comunista iraní pronto liquidado apenas los ayatolá se confirmaron en el poder.
La Revolución Islámica de Irán se quiso universal; más aún su mensaje anti-imperialista hizo eco desde Afganistán hasta Argelia,3 cautivó a intelectuales como Michel Foucault.4 Pedro Brieger traza un paralelo entre el discurso de Khomeini y los conceptos de Franz Fanon5 y subraya la influencia de quien fue el mayor enemigo del Shah en la formación del Frente de Salvación Islámica argelino y la radicalización del Hamas palestino.
La Revolución Islámica de Irán, de hecho, se expandió hacia el Líbano donde bajo el auspicio directo de los Pasdarán –Guardianes de la Revolución– en 1984 se formó el Hezboláh. Hasta prácticamente 1989, año del fallecimiento de Khomeini, la ilusión de esta expansión se mantuvo aunque nadie ya se la cree realmente. Es que en el ínterim se había producido la guerra con Irak que en su ocho años de duración había revelado y consagrado la verdad de la fractura en el Islam entre los Shía y los Sunni.
En las décadas siguientes, y con la radicalización del Islam Sunni primero en los 1980s en Afganistán y después, en los 1990s, en Argelia, Egipto, los Balcanes, el Cáucaso y, sobre todo, Chechnia, y luego con la formación de Al-Qaeda, la fractura inter-islámica se transformó en una guerra civil en Irak, en enfrentamientos violentos y acciones terroristas en Pakistán, Yemen, el Líbano y Bahréin.
Ni la revolución vestida de golpe de Estado de militares Ilustrados, ni la identificada con la lucha de liberación nacional palestina, y menos aún aquella que hizo del Islam una bandera de tercerismo entre Estados Unidos y la Unión Soviética lograron crear y consolidar un nuevo sujeto histórico en el Medio Oriente siguiendo los sucesivos perfiles ideológicos que promovieron –el nacionalismo panárabe, el anti-imperialismo y el panislamismo de la Ummá en sus dos vertientes Shía y Sunni. Pero movilizaron más allá de sus fronteras, cambiaron sistemas de gobierno, modificaron el balance de poder, marcaron épocas.
El fin de la Guerra Fría terminó con el poder movilizador de la revolución. Mejor dicho, y con la fuerza de los acontecimientos, este poder movilizador se redefinió exclusivamente en el sentido de la última ideología triunfante: la Revolución Conservadora de Reagan y Thatcher. A esta variante de la “revolución”, Washington la quiso ver en acción en 1989, el año que terminó con el “corto siglo XX” –Eric Hobsbawm dixit–; en el derrumbe del Muro de Berlín, en la Revolución de Terciopelo en Europa del Este; y más adelante, ya en su versión de negocio creado por jóvenes emprendedores experimentados, en el desplazamiento de Milosevic en Belgrado (2000) y generosamente financiado por la fundación de Soros, el National Democratic Endowment y otras organizaciones estadounidenses y europeas,6 implementada exitosamente en Georgia (la Revolución de las Rosas, 2003) y exitosamente ma non troppo en Ucrania (la Revolución Naranja, 2004-2005); fracasada en dos oportunidades en Armenia (la Revolución de Damasco, 2004 y 2008); confundida en Kirguistán (la Revolución de los Tulipanes, 2005); y torpemente copiada en el Líbano (la Revolución de los Cedros, 2004). Todas estas “revoluciones de color” marcaban “el fin de la Historia” fukuyamaiano en sus respectivos países en su aspiración a consagrar y hacer funcionar un sistema de democracia liberal y economía de mercado.
Con la excepción del Líbano, la “revolución de color” no era deseable para el Medio Oriente donde, desde el lanzamiento de la “guerra contra el terrorismo” inmediatamente después del 11 de septiembre de 2001, se temía que el deseo democrático genuino de los pueblos en la región se traduzca automáticamente en el voto a los islamistas. El deseo de democratización, así, estaba a priori condenado a muerte en el instante mismo de la aparición del espantapájaros del islamismo que sacaba”, según la conveniencia, o Washington con sus aliados, como fue el caso cuando Hamas ganó las elecciones en los territorios palestinos en 2006, o los propios regímenes como el de Mubarak en Egipto para justificar represiones, prohibiciones y fraudes electorales cuyo objetivo era impedir el ascenso al poder de los Hermanos Musulmanes.
En cuanto a la economía de mercado, los propios regímenes, simulacros de repúblicas y democracias, ya la habían implementado a “su manera” asociándose con el gran capital invertido en las privatizaciones de los 1990s, los complejos hoteleros de Sharm Al-Sheik y las playas de Túnez, reservando siempre una generosa proporción para ellos, sus familias y su entorno. En Egipto, Túnez, Argelia, Yemen, Libia –para nombrar algunos–, ser presidente era como tener un cargo de CEO por la vida en una empresa de familia que era el país propio y su gente, que, en general, se preparaba a dejar al hijo.
Ni la revolución vestida de golpe de Estado de militares Ilustrados, ni la identificada con la lucha de liberación nacional palestina, y menos aún aquella que hizo del Islam una bandera de tercerismo entre Estados Unidos y la Unión Soviética lograron crear y consolidar un nuevo sujeto histórico en el Medio Oriente siguiendo los sucesivos perfiles ideológicos que promovieron –el nacionalismo panárabe, el anti-imperialismo y el panislamismo de la Ummá en sus dos vertientes Shía y Sunni. Pero movilizaron más allá de sus fronteras, cambiaron sistemas de gobierno, modificaron el balance de poder, marcaron épocas.
El fin de la Guerra Fría terminó con el poder movilizador de la revolución. Mejor dicho, y con la fuerza de los acontecimientos, este poder movilizador se redefinió exclusivamente en el sentido de la última ideología triunfante: la Revolución Conservadora de Reagan y Thatcher. A esta variante de la “revolución”, Washington la quiso ver en acción en 1989, el año que terminó con el “corto siglo XX” –Eric Hobsbawm dixit–; en el derrumbe del Muro de Berlín, en la Revolución de Terciopelo en Europa del Este; y más adelante, ya en su versión de negocio creado por jóvenes emprendedores experimentados, en el desplazamiento de Milosevic en Belgrado (2000) y generosamente financiado por la fundación de Soros, el National Democratic Endowment y otras organizaciones estadounidenses y europeas,6 implementada exitosamente en Georgia (la Revolución de las Rosas, 2003) y exitosamente ma non troppo en Ucrania (la Revolución Naranja, 2004-2005); fracasada en dos oportunidades en Armenia (la Revolución de Damasco, 2004 y 2008); confundida en Kirguistán (la Revolución de los Tulipanes, 2005); y torpemente copiada en el Líbano (la Revolución de los Cedros, 2004). Todas estas “revoluciones de color” marcaban “el fin de la Historia” fukuyamaiano en sus respectivos países en su aspiración a consagrar y hacer funcionar un sistema de democracia liberal y economía de mercado.
Con la excepción del Líbano, la “revolución de color” no era deseable para el Medio Oriente donde, desde el lanzamiento de la “guerra contra el terrorismo” inmediatamente después del 11 de septiembre de 2001, se temía que el deseo democrático genuino de los pueblos en la región se traduzca automáticamente en el voto a los islamistas. El deseo de democratización, así, estaba a priori condenado a muerte en el instante mismo de la aparición del espantapájaros del islamismo que sacaba”, según la conveniencia, o Washington con sus aliados, como fue el caso cuando Hamas ganó las elecciones en los territorios palestinos en 2006, o los propios regímenes como el de Mubarak en Egipto para justificar represiones, prohibiciones y fraudes electorales cuyo objetivo era impedir el ascenso al poder de los Hermanos Musulmanes.
En cuanto a la economía de mercado, los propios regímenes, simulacros de repúblicas y democracias, ya la habían implementado a “su manera” asociándose con el gran capital invertido en las privatizaciones de los 1990s, los complejos hoteleros de Sharm Al-Sheik y las playas de Túnez, reservando siempre una generosa proporción para ellos, sus familias y su entorno. En Egipto, Túnez, Argelia, Yemen, Libia –para nombrar algunos–, ser presidente era como tener un cargo de CEO por la vida en una empresa de familia que era el país propio y su gente, que, en general, se preparaba a dejar al hijo.
No eran las empresas internacionales que ganaban fortunas las que se quejarían del régimen autoritario mientras los negocios les iban bien. Ni hablar de funcionarios públicos de alto rango, entre Primer Ministros y Cancilleres europeos que aprovechaban de sus amistades personales con estas dinastías presidenciales y de sus entornos para viajar en aviones privados, pasar vacaciones en hoteles de cinco y más estrellas en regalos de paquetes todo pago.
Mientras tanto, en Egipto, el cuarenta por ciento del pueblo vivía con menos de dos dólares por día, los jóvenes, más de cincuenta por ciento de la población, sobre-calificados por sus estudios universitarios no encontraban ni trabajo digno, ni perspectiva de mejorar su futuro, y tampoco posibilidad alguna de participar aunque fuera con un voto al proceso de toma de decisión reservado exclusivamente, como lo constataron desde que nacieron, a un hombre, el único que conocieron como su Presidente…
Fue, precisamente, la desesperación de uno de estos jóvenes sin empleo que trataba de sobrevivir con la venta callejera y a quien los policías le sacaron el único medio de subsistencia de él y de su familia que encendió el fuego de la protesta social transformada en revolución. El 17 de diciembre de 2010, Mohamad Bu-Azíz, un joven tunecino de 26 años, se inmoló públicamente en señal de protesta luego que la policía confiscara su carrito de frutas. La noticia pasó casi desapercibida en la prensa internacional acostumbrada a interesarse de los atentados suicidas con muchas víctimas, mucha sangre…
Fue, precisamente, la desesperación de uno de estos jóvenes sin empleo que trataba de sobrevivir con la venta callejera y a quien los policías le sacaron el único medio de subsistencia de él y de su familia que encendió el fuego de la protesta social transformada en revolución. El 17 de diciembre de 2010, Mohamad Bu-Azíz, un joven tunecino de 26 años, se inmoló públicamente en señal de protesta luego que la policía confiscara su carrito de frutas. La noticia pasó casi desapercibida en la prensa internacional acostumbrada a interesarse de los atentados suicidas con muchas víctimas, mucha sangre…
La Historia seguía su curso “natural” en este Medio Oriente de fines de 2010 y principio de enero de 2011 con la multiplicación de los atentados bárbaros de los islamistas contra los cristianos en Bagdad y los Coptos en Egipto cuya condición trágica no parecía influir el cálculo de balance de poder de las grandes potencias. Luego vino la gran bomba de tiempo: el resultado de la investigación de la comisión especial de la ONU del atentado en que murió el ex Primer Ministro libanés Rafiq Al-Hariri en 2005. Ante la certeza de una implicación de miembros de su organización, el jefe del Hezboláh, el jeque Hasan Nasraláh, retiró sus ministros del gobierno de Saad Hariri, el hijo del difunto Primer Ministro. El voto de desconfianza del Parlamento libanés terminó con su gestión; Washington gritó “golpe de Estado” y se esperaba una escalada, quizá enfrentamientos o hasta guerra con Israel en el Líbano.
Con todos estos acontecimientos, las calles de Túnez donde la movilización se mantenía y se intensificaba desde el 17 de diciembre no aparecían en las noticias, no en todo caso en el primer plano. Hasta que veintinueve días después, sin ceder ante la represión feroz y letal del aparato policial del régimen de Zin Al-Aidín Bin Ali al poder desde hace veintitrés años, la movilización social tunecina obligó al Presidente y a su familia a huir del país para refugiarse en Arabia Saudita. La Revolución de los Jazmines, nombre que, según relata Dan Murphy en un blog del Christian Science Monitor del 18 de enero de 2011, había sido utilizado en 2005 en Siria por jóvenes descontentos del régimen y a menudo también se refería al proceso que había llevado al propio Ben Ali al poder en 1987 cuando en una intriga de palacio desplazó el histórico Habib Burqiba, presidente del país desde su independencia de Francia en 1956, acababa de triunfar.
Luego llegó el turno de Egipto, y luego de dieciocho días dramáticos, el 11 de febrero de 2011, la plaza Al-Tahrir del Cairo pasó a la Historia.
Las revoluciones, en general, no pre-anuncian su acontecimiento. Varios campos de las ciencias sociales entre sociología, análisis comparativo y relaciones internacionales, han intentado de determinar las condiciones que las provocan, las promueven o las previenen. Raramente, sin embargo, el análisis, por más objetivo que fuera, puede evitar el reflejo de preocupaciones normativas y de orden de posturas a tomar; sobre todo cuando se trata de un caso que con toda seguridad repercutiría más allá de sus fronteras e impactaría el equilibrio de poder regional o internacional. Las Revolución de los Jazmines por supuesto sorprendió y preocupó, pero evidentemente la centralidad del caso egipcio se impuso en las consideraciones del qué hacer.
Quizá como nunca hace mucho tiempo los “programas” de pronóstico de todos los países y de todos los gobiernos remotamente interesados por la consecuencia de este fenómeno que se quiere como “revolución” habían fallado en proponer fórmulas de posicionamiento.
La razón de este fracaso notable es doble.
Para los regímenes del Gran Medio Oriente en la perspectiva estratégico-seguritaria estadounidense que se extiende del Magreb al Norte de África, pasa por el Levante del Mediterráneo Oriental, el Golfo, y se extiende hasta Pakistán y Afganistán, y hasta sus vecindarios, el Cáucaso y Asia Central, la preocupación de las dinastías al poder en su versión de monarquías o de regímenes autoritarios de presidentes a vida o aspirantes a la perpetuación preparando la sucesión a su hijo o pariente, las aspiraciones democráticas de sus pueblos amenazaban por supuesto su continuidad y, sobre todo, fortuna. La mayoría de estas dinastías había aceptado aliarse con Washington en su “guerra contra el terrorismo” para asegurarse la libertad de represión interna en nombre de la lucha contra los islamistas. Tenían la seguridad de que por más que una administración estadounidense hablara de democracia nunca presionaría para desmantelar el sistema represivo que también le servía en su “guerra contra el terrorismo”. De ahí la doble táctica del régimen de Mubarak que, muy probablemente, tratarían de implementar.
Con todos estos acontecimientos, las calles de Túnez donde la movilización se mantenía y se intensificaba desde el 17 de diciembre no aparecían en las noticias, no en todo caso en el primer plano. Hasta que veintinueve días después, sin ceder ante la represión feroz y letal del aparato policial del régimen de Zin Al-Aidín Bin Ali al poder desde hace veintitrés años, la movilización social tunecina obligó al Presidente y a su familia a huir del país para refugiarse en Arabia Saudita. La Revolución de los Jazmines, nombre que, según relata Dan Murphy en un blog del Christian Science Monitor del 18 de enero de 2011, había sido utilizado en 2005 en Siria por jóvenes descontentos del régimen y a menudo también se refería al proceso que había llevado al propio Ben Ali al poder en 1987 cuando en una intriga de palacio desplazó el histórico Habib Burqiba, presidente del país desde su independencia de Francia en 1956, acababa de triunfar.
Luego llegó el turno de Egipto, y luego de dieciocho días dramáticos, el 11 de febrero de 2011, la plaza Al-Tahrir del Cairo pasó a la Historia.
Las revoluciones, en general, no pre-anuncian su acontecimiento. Varios campos de las ciencias sociales entre sociología, análisis comparativo y relaciones internacionales, han intentado de determinar las condiciones que las provocan, las promueven o las previenen. Raramente, sin embargo, el análisis, por más objetivo que fuera, puede evitar el reflejo de preocupaciones normativas y de orden de posturas a tomar; sobre todo cuando se trata de un caso que con toda seguridad repercutiría más allá de sus fronteras e impactaría el equilibrio de poder regional o internacional. Las Revolución de los Jazmines por supuesto sorprendió y preocupó, pero evidentemente la centralidad del caso egipcio se impuso en las consideraciones del qué hacer.
Quizá como nunca hace mucho tiempo los “programas” de pronóstico de todos los países y de todos los gobiernos remotamente interesados por la consecuencia de este fenómeno que se quiere como “revolución” habían fallado en proponer fórmulas de posicionamiento.
La razón de este fracaso notable es doble.
Para los regímenes del Gran Medio Oriente en la perspectiva estratégico-seguritaria estadounidense que se extiende del Magreb al Norte de África, pasa por el Levante del Mediterráneo Oriental, el Golfo, y se extiende hasta Pakistán y Afganistán, y hasta sus vecindarios, el Cáucaso y Asia Central, la preocupación de las dinastías al poder en su versión de monarquías o de regímenes autoritarios de presidentes a vida o aspirantes a la perpetuación preparando la sucesión a su hijo o pariente, las aspiraciones democráticas de sus pueblos amenazaban por supuesto su continuidad y, sobre todo, fortuna. La mayoría de estas dinastías había aceptado aliarse con Washington en su “guerra contra el terrorismo” para asegurarse la libertad de represión interna en nombre de la lucha contra los islamistas. Tenían la seguridad de que por más que una administración estadounidense hablara de democracia nunca presionaría para desmantelar el sistema represivo que también le servía en su “guerra contra el terrorismo”. De ahí la doble táctica del régimen de Mubarak que, muy probablemente, tratarían de implementar.
La primera consiste en denunciar las movilizaciones como una conspiración occidental donde era sospechosa sobre todo… la prensa, y se la puede ver aplicada en la represión en Irán y Libia. La segunda táctica recurre al intento de dividir la oposición con una contra-movilización o con privilegiar un grupo para, supuestamente, negociar reformas. En el caso de Egipto, el grupo fue la Hermandad Musulmana, organización que el régimen combatió, y que no había sido invitada a ninguna deliberación con el gobierno desde cincuenta años.
El mensaje tenía doble destino: los propios manifestantes a quienes se le amenazaba con un futuro de islamización interna del sistema de gobierno, y Washington por razones más que obvias… No obstante, los éxitos en Túnez y Egipto parecen indicar que estas tácticas probablemente no tengan un efecto disuasorio. La alternativa, ya en marcha en Yemen, Argelia, Jordania e Irak es, en las palabras del Secretario General de la Liga Árabe y probable aspirante a la presidencia de Egipto, Amr Musa, “el nombre del juego es ‘Reforma’” que consiste en no buscar eternas reelecciones, inyectar dinero en la seguridad social, mayor apertura del sistema, etc.
Para Estados Unidos y sus aliados, Israel a su cabeza, el fracaso se debió al prisma del Islam a través del cual concibe tanto la estabilidad regional como el equilibrio de poder. De hecho, la estabilidad regional se basa sobre el equilibrio de poder donde el factor de la división intra-islámica entre Shía y Sunni es a menudo manipulado tanto internamente en los países, como es el caso de Irak o el Líbano, así como en el ámbito regional donde el balance pasa entre Irán y sus aliados por un lado y los demás países por el otro.
El juego de balance de poder, claro, es dinámico, como lo comprueba la súbita aparición de Turquía en su afán neo-otomano. Pero hasta ahora el esquema era bastante simple, si no simplista: la amenaza islamista provenía de Irán donde la Revolución de 1979 había llevado el Shía al poder; los demás, regímenes aliados y Sunni, servían para contener a Teherán y, a su vez, eran “disciplinados” por el temor de que ambiciones revolucionarias islamistas del modelo iraní llegasen a sus ciudadanos.
El entendimiento era mutuo entre Washington y sus aliados Sunni; la islamización que promovían estos regímenes, a menudo como mensajes de apaciguamiento a los islamistas en sus países, no molestaba a Washington, ni a Israel, aun cuando las consecuencias de esta silenciosa islamización las pagaran muy caras los sectores cristianos en estos países; el problema era un Islam militante y revolucionario, llegando al poder mediante la violencia o las urnas para cuestionar la política de primacía de Estados Unidos.
Así, pues, en el “programa” de pronóstico estadounidense, cualquier cambio revolucionario en el mundo árabe terminaría en el ascenso de los islamistas y pondría en peligro el equilibrio de poder cuyo nacimiento remonta al acuerdo de paz egipcio-israelí de 1979, año en que, junto con la caída del Shah en Irán y la invasión soviética de Afganistán, la dinámica propia de la Guerra Fría se terminó en el Medio Oriente. No sorprende, por lo tanto, que casi todos los debates en torno de los acontecimientos disparados por la Revolución de los Jazmines en su expansión a Egipto enfocaron la cuestión de las consecuencias del ascenso al poder de los islamistas, entre quienes, encabezados por el Primer Ministro israelí Benjamin Netanyahu, advertían de mayores desastres, y otros que invitaban a no temer a los Hermanos Musulmanes.7
Así, pues, en el “programa” de pronóstico estadounidense, cualquier cambio revolucionario en el mundo árabe terminaría en el ascenso de los islamistas y pondría en peligro el equilibrio de poder cuyo nacimiento remonta al acuerdo de paz egipcio-israelí de 1979, año en que, junto con la caída del Shah en Irán y la invasión soviética de Afganistán, la dinámica propia de la Guerra Fría se terminó en el Medio Oriente. No sorprende, por lo tanto, que casi todos los debates en torno de los acontecimientos disparados por la Revolución de los Jazmines en su expansión a Egipto enfocaron la cuestión de las consecuencias del ascenso al poder de los islamistas, entre quienes, encabezados por el Primer Ministro israelí Benjamin Netanyahu, advertían de mayores desastres, y otros que invitaban a no temer a los Hermanos Musulmanes.7
El criterio “islámico” de los análisis ha sido tan dominante que a la inevitable hora de búsqueda de “soluciones”, otra vez, aparecieron visiones simplistas de un “Islam radical” como Irán, o el “modelo moderado del Islam” de Turquía...8 Esta recurrencia a la búsqueda de “modelos”, como explicó Dorothée Schmid, investigadora especialista de Turquía del Instituto Francés de Relaciones Internacionales (IFRI) en una de sus intervenciones en la cadena televisiva France 24, reflejan más bien el fracaso de los analistas en entender el sentido de los acontecimientos.
La comprensión del fenómeno que está sacudiendo el Medio Oriente y sus vecindarios en su dimensión revolucionaria no pasa en primer lugar por la especulación sobre el impacto de una muy probable participación del Islam político a los procesos que están provocando cambios sistémicos. Más aún, cualquier pronóstico de cómo estos cambios internos repercutirían sobre el equilibrio de poder no puede todavía evitar perspectivas normativas.
La comprensión del fenómeno que está sacudiendo el Medio Oriente y sus vecindarios en su dimensión revolucionaria no pasa en primer lugar por la especulación sobre el impacto de una muy probable participación del Islam político a los procesos que están provocando cambios sistémicos. Más aún, cualquier pronóstico de cómo estos cambios internos repercutirían sobre el equilibrio de poder no puede todavía evitar perspectivas normativas.
El entendimiento de la revolución que está marcando una nueva etapa histórica para el pueblo árabe después del movimiento de la emancipación del siglo XIX, Al-Nahda, y la descolonización en los 1940-1960, comienza por la consideración de los factores socio-económicos de la situación del desarrollo humano de cuya gravedad ya habían alertado los sucesivos informes de la ONU de 2003-2004 completamente ignorados y abandonados en aquel entonces cuando la lógica de “guerra contra el terrorismo” monopolizaba todo análisis. Son estos factores, sumados a la persistencia de regímenes autoritarios y represivos, que, como demuestra Mohamed M.
Hafez,9 fomentaron la radicalización islamista desde los 1990s. Quienes se movilizaron desde diciembre, y siguen movilizados, en las tan temibles “calles árabes” de Túnez, Egipto, Argelia, Yemen, Jordania y aún de Irán, son aquellos jóvenes educados, desocupados y sin perspectivas para el futuro; son las víctimas de estas desastrosas situaciones de no-desarrollo humano cuya responsabilidad cae sobre las espaldas de los regímenes autocráticos; son, finalmente, aquellos que aún en su desesperada condición de vida repudiaron la violencia islamista y optaron por la lucha pacifista pero determinante para el cambio. Las redes sociales, entre Twitter, Facebook y celulares, no hicieron más que organizar en su espontaneidad la movilización, darle amplitud y creatividad y hacer del mundo entero testigo del acontecimiento.
Sería, por lo tanto, un error considerar que tan solo con la tecnología de la comunicación y las redes sociales el fenómeno de la movilización social en su dimensión revolucionaria podría acontecer. Y, muy probablemente, a la conciencia social de las masas de la inaceptabilidad de sistemas represivos y profundamente injustos la que diferencia en su calidad la Revolución de los Jazmines y sus derivadas de las llamadas “revoluciones de color” en la periferia del continente eurasiático confeccionadas en las sociedades anónimas de promoción democrática en Estados Unidos y Europa y luego vendidas en paquetes a quienes las querían comprar con dinero prestado en el extranjero para usarlas para su ascenso al poder.
Sería, por lo tanto, un error considerar que tan solo con la tecnología de la comunicación y las redes sociales el fenómeno de la movilización social en su dimensión revolucionaria podría acontecer. Y, muy probablemente, a la conciencia social de las masas de la inaceptabilidad de sistemas represivos y profundamente injustos la que diferencia en su calidad la Revolución de los Jazmines y sus derivadas de las llamadas “revoluciones de color” en la periferia del continente eurasiático confeccionadas en las sociedades anónimas de promoción democrática en Estados Unidos y Europa y luego vendidas en paquetes a quienes las querían comprar con dinero prestado en el extranjero para usarlas para su ascenso al poder.
Si en Egipto, como se pregunta Stephen R. Grand,10 nacerá una “cuarta ola de democratización” pues seguramente su motivación es, según se observa, primordialmente la construcción de un orden que asegure la libertad, la participación en el proceso de toma de decisiones y mayor equidad en la redistribución de la riqueza permitiendo la expectativa y la oportunidad de poder asegurar a cada ciudadano y a la sociedad en su conjunto un futuro mejor. Es en este sentido que se debe entender la génesis de la democracia y su puesta en marcha hacia su perfeccionamiento en un proceso de pruebas, de errores y correcciones, y no una formula dictada desde afuera.
A diferencia de los islamistas, los jóvenes protagonistas de la revolución no condicionan el éxito de su emprendimiento por el orden islámico o la resurrección del Califato. Pero tampoco a quienes valoran la democracia en todos sus aspectos de apertura, inclusión y libertad les da miedo ver a su lado a un islamista a quien cualquier sistema genuinamente democrático le debería dar la oportunidad de participar.
A diferencia de los islamistas, los jóvenes protagonistas de la revolución no condicionan el éxito de su emprendimiento por el orden islámico o la resurrección del Califato. Pero tampoco a quienes valoran la democracia en todos sus aspectos de apertura, inclusión y libertad les da miedo ver a su lado a un islamista a quien cualquier sistema genuinamente democrático le debería dar la oportunidad de participar.
Quizá pequen de sobre-entusiasmo o ingenuidad, pues los riesgos de una restauración islamista que termine ahogando las flores de una potencial primavera democrática árabe no se han disipados. Después de todo es en nombre del Islam que los diputados conservadores en el parlamento iraní pedían la pena de muerte a los líderes de la oposición, la abortada Revolución Verde de 2009 que resurgió por efecto de contagio de la Revolución de los Jazmines. Además, en Egipto en particular, los Hermanos Musulmanes siguen siendo la fuerza política más organizada que con mucha certeza hará una muy buena elección en los próximos comicios. Pero este riesgo es inherente al sistema de prueba y errores de la consolidación democrática.
Sin desmerecer este riesgo tanto para Egipto como para la paz regional junto con el aún desconocido ‘después’ de la revolución en el Medio Oriente, las dos primeras expresiones de una democracia naciente en Túnez y Egipto y sus primeros logros de poner fin a dos regímenes autocráticos justifican el momento de júbilo de los editores del sitio de análisis Middle East Research and Information Project (MERIP) quienes terminan su ensayo “Red-White-and-Black Valentine” del 14 de febrero de 2011 con una frase vibrante de emoción: “Sea cual fuera su curso, la revolución del pueblo egipcio es un gran y bello regalo al mundo.”
*Profesor de Relaciones Internacionales de la Universidad de San Andrés
1 Edward W. Said, Orientalism, New York: Vintage Books, 1979.
Sin desmerecer este riesgo tanto para Egipto como para la paz regional junto con el aún desconocido ‘después’ de la revolución en el Medio Oriente, las dos primeras expresiones de una democracia naciente en Túnez y Egipto y sus primeros logros de poner fin a dos regímenes autocráticos justifican el momento de júbilo de los editores del sitio de análisis Middle East Research and Information Project (MERIP) quienes terminan su ensayo “Red-White-and-Black Valentine” del 14 de febrero de 2011 con una frase vibrante de emoción: “Sea cual fuera su curso, la revolución del pueblo egipcio es un gran y bello regalo al mundo.”
*Profesor de Relaciones Internacionales de la Universidad de San Andrés
1 Edward W. Said, Orientalism, New York: Vintage Books, 1979.
2 León Rodríguez Zahar, La revolución islámica-clerical de Irán, 1978-1989, México: El Colegio de México, 1991.
3 Odd Arne Westad, The Global Cold War. Third World Interventions and the Making of Our Times, New York: Cambridge University Press, 2005, pp. 307-308.
4 Michel Foucault & Baqir Parham, “On Marx, Islam, Christianity & Revolution”, Daedalus, 2005, Winter, pp. 126-132.
5 Pedro Brieger, ¿Qué es Al Qaida?, Buenos Aires, Argentina: Capital Intelectual, 2006, p. 16.
6 Vincent Jauvert, “Les faiseurs de révolutions”, Le Nouvel Observateur, 26 mayo - 1 junio 2005.
7 Bruce Riedel, “Don’t Fear Egypt’s Muslim Brotherhood”, The Daily Beast, 28 de enero de 2011.
8 Dominique Moisi, “For Better or Worse, Arab History is on the Move”, The Daily Star, 2 de febrero de 2011.
9 Mohammed M. Hafez, Why Muslims Rebel. Repression and Resistanse in the Islamic World, Boulder, Colorado: Lynne Rienner Publishers, Inc., 2004.
10 Stephen R. Grand, “Starting From Egypt: The Fourth Wave of Democratization?”, The Brookings Institution, 14 de febrero de 2011.
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