Por John Barry y Christopher Dickey
Mientras el líder libio Muammar Khadafi se aferra al poder a sangre y fuego, se vislumbra que una especie de ritual conocido comience a marcar la caída del dictador. Las cámaras de tortura son abiertas, y los cables y las manchas rojas testifican sus crímenes. Con los peores tiranos, como el iraquí Saddam Hussein, también hay fotos. Sus torturadores llevaban registros meticulosos, tomaban fotos y hasta incluían la muerte horrenda de las víctimas. A medida que la luz entra en esas celdas fétidas, la limpieza emocional comienza. Las responsabilidades deben asumirse.
Las cámaras de tortura aún no se abrieron en Túnez o Egipto. Los dictadores se fueron, pero no sus guardias pretorianos, que ahora están a cargo. Los militares, la Policía secreta, las legiones de espías e informantes, los interrogadores y torturadores aún permanecen. Al enfrentarse a levantamientos masivos que su coerción feroz no pudo predecir, los pretorianos optaron por derrocar a los líderes a quienes habían servido y salvarse ellos. Sus promesas de libertad, hasta ahora, no son más que hipotéticas.
Mientras el presidente de EE. UU. , Barack Obama, se apresura a abrazar a los demócratas sublevados de Oriente Medio, hay un obstáculo desalentador: el largo historial estadounidense de connivencia secreta y no tan secreta con los dictadores de la región. Después de todo, la Policía antimotines de Hosni Mubarak dejó a la plaza Tahrir llena de cartuchos de gas lacrimógeno etiquetados como “made in EE. UU.”. Pero Estados Unidos difícilmente sea el único culpable: Gran Bretaña, Francia, Italia, Rusia y China han puesto su peso detrás de las dictaduras árabes. Pero a medida que los levantamientos a favor de la democracia barren una capital árabe tras otra —y también a Teherán— es de vital importancia entender “la mecánica de la violencia”, como la llama el intelectual iraquí Kanan Makiya en su libro “The republic of fear”. Eso es lo que mantuvo en el poder a los reyes, emires y presidentes de por vida de la región por tanto tiempo, y es lo que podría preservar a muchos de ellos todavía, al menos por un tiempo.
Casi todo país árabe está gobernado por una familia cuya meta primordial es mantenerse en el poder. Con la excepción curiosa y muy particular del ultrasectario Líbano, no hay una historia de líderes que renuncien voluntariamente, y nunca la hubo. En las décadas de 1950 y 1960, un golpe de Estado era la manera más común de cambiar un gobierno. Se intentaron 55 entre marzo de 1949 y diciembre de 1980, y aproximadamente la mitad fue exitosa. Los nuevos tiranos aprendieron la lección de sus propias conspiraciones exitosas, manteniendo a sus súbditos aislados no sólo del mundo exterior, sino unos de otros. Saddam fue tan lejos como prohibir las máquinas de escribir y copiadoras privadas (incluso antiguas máquinas mimeográficas), no fuese que ayudaran a sus enemigos a circular folletos en su contra. No se preocupe de Facebook y Twitter: bajo su régimen, fotocopiar era subversivo.
Pero la clave real de la supervivencia del régimen es lo que el analista James Quinlivan, de la RAND Corporation, llamó “a prueba de golpes”. En un influyente estudio de 1999, Quinlivan enumeró las salvaguardas básicas de las dictaduras. Primera: consolidar un núcleo interno atado al régimen por “lealtades familiares, étnicas y religiosas”; en esencia, una mafia, con compinches de formas distintas protegiendo la espalda del pez gordo (y la propia; si él cae, también ellos). Segunda: crear un cuerpo militar paralelo dedicado a la protección del régimen, como los Cuerpos de las Guardias Revolucionarias de Irán, quienes cumplen los antojos del Supremo Líder mientras los remanentes del Ejército del Sha están preparados. Tercera: mantener múltiples policías secretas, servicios de seguridad y espionaje que pasan mucho de su tiempo vigilándose unos a otros.
Y el Ejército también tiene que ser comprado. Una técnica es mantener ocupados a los oficiales militares y profesionalmente satisfechos a través de “fomentar la pericia”, como lo llama Quinlivan: “Enviarlos a academias militares extranjeras”. Pero ello lleva sus propios riesgos: uno nunca sabe qué ideas extranjeras podrían obtener cuando la Policía secreta no está oyendo (por esto es que el cuerpo de oficiales de Egipto tiene órdenes estrictas de no fraternizar durante sus frecuentes ejercicios conjuntos con EE. UU.). Entonces, también es una buena idea hacer del Ejército un socio en la dictadura mediante darles a los oficiales muchas oportunidades especiales para hacer dinero.
Mientras el líder libio Muammar Khadafi se aferra al poder a sangre y fuego, se vislumbra que una especie de ritual conocido comience a marcar la caída del dictador. Las cámaras de tortura son abiertas, y los cables y las manchas rojas testifican sus crímenes. Con los peores tiranos, como el iraquí Saddam Hussein, también hay fotos. Sus torturadores llevaban registros meticulosos, tomaban fotos y hasta incluían la muerte horrenda de las víctimas. A medida que la luz entra en esas celdas fétidas, la limpieza emocional comienza. Las responsabilidades deben asumirse.
Las cámaras de tortura aún no se abrieron en Túnez o Egipto. Los dictadores se fueron, pero no sus guardias pretorianos, que ahora están a cargo. Los militares, la Policía secreta, las legiones de espías e informantes, los interrogadores y torturadores aún permanecen. Al enfrentarse a levantamientos masivos que su coerción feroz no pudo predecir, los pretorianos optaron por derrocar a los líderes a quienes habían servido y salvarse ellos. Sus promesas de libertad, hasta ahora, no son más que hipotéticas.
Mientras el presidente de EE. UU. , Barack Obama, se apresura a abrazar a los demócratas sublevados de Oriente Medio, hay un obstáculo desalentador: el largo historial estadounidense de connivencia secreta y no tan secreta con los dictadores de la región. Después de todo, la Policía antimotines de Hosni Mubarak dejó a la plaza Tahrir llena de cartuchos de gas lacrimógeno etiquetados como “made in EE. UU.”. Pero Estados Unidos difícilmente sea el único culpable: Gran Bretaña, Francia, Italia, Rusia y China han puesto su peso detrás de las dictaduras árabes. Pero a medida que los levantamientos a favor de la democracia barren una capital árabe tras otra —y también a Teherán— es de vital importancia entender “la mecánica de la violencia”, como la llama el intelectual iraquí Kanan Makiya en su libro “The republic of fear”. Eso es lo que mantuvo en el poder a los reyes, emires y presidentes de por vida de la región por tanto tiempo, y es lo que podría preservar a muchos de ellos todavía, al menos por un tiempo.
Casi todo país árabe está gobernado por una familia cuya meta primordial es mantenerse en el poder. Con la excepción curiosa y muy particular del ultrasectario Líbano, no hay una historia de líderes que renuncien voluntariamente, y nunca la hubo. En las décadas de 1950 y 1960, un golpe de Estado era la manera más común de cambiar un gobierno. Se intentaron 55 entre marzo de 1949 y diciembre de 1980, y aproximadamente la mitad fue exitosa. Los nuevos tiranos aprendieron la lección de sus propias conspiraciones exitosas, manteniendo a sus súbditos aislados no sólo del mundo exterior, sino unos de otros. Saddam fue tan lejos como prohibir las máquinas de escribir y copiadoras privadas (incluso antiguas máquinas mimeográficas), no fuese que ayudaran a sus enemigos a circular folletos en su contra. No se preocupe de Facebook y Twitter: bajo su régimen, fotocopiar era subversivo.
Pero la clave real de la supervivencia del régimen es lo que el analista James Quinlivan, de la RAND Corporation, llamó “a prueba de golpes”. En un influyente estudio de 1999, Quinlivan enumeró las salvaguardas básicas de las dictaduras. Primera: consolidar un núcleo interno atado al régimen por “lealtades familiares, étnicas y religiosas”; en esencia, una mafia, con compinches de formas distintas protegiendo la espalda del pez gordo (y la propia; si él cae, también ellos). Segunda: crear un cuerpo militar paralelo dedicado a la protección del régimen, como los Cuerpos de las Guardias Revolucionarias de Irán, quienes cumplen los antojos del Supremo Líder mientras los remanentes del Ejército del Sha están preparados. Tercera: mantener múltiples policías secretas, servicios de seguridad y espionaje que pasan mucho de su tiempo vigilándose unos a otros.
Y el Ejército también tiene que ser comprado. Una técnica es mantener ocupados a los oficiales militares y profesionalmente satisfechos a través de “fomentar la pericia”, como lo llama Quinlivan: “Enviarlos a academias militares extranjeras”. Pero ello lleva sus propios riesgos: uno nunca sabe qué ideas extranjeras podrían obtener cuando la Policía secreta no está oyendo (por esto es que el cuerpo de oficiales de Egipto tiene órdenes estrictas de no fraternizar durante sus frecuentes ejercicios conjuntos con EE. UU.). Entonces, también es una buena idea hacer del Ejército un socio en la dictadura mediante darles a los oficiales muchas oportunidades especiales para hacer dinero.
En Egipto, los militares se beneficiaron de tratos en bienes raíces, y lo que un cable de la embajada de EE. UU. en 2008, revelado por WikiLeaks, describe como “compañías de propiedad militar, a menudo administradas por generales retirados, que son particularmente activas en las industrias del agua, el aceite de oliva, el cemento, la construcción, los hoteles y la gasolina”. Aun así, incluso los oficiales aparentemente leales pueden volverse codiciosos y celosos. El mismo cable señala la rivalidad entre comandantes egipcios y empresarios civiles cercanos a Gamal, un hijo del Presidente Mubarak. Cuando los militares tomaron el poder de Mubarak los primeros miembros del gabinete en ser destituidos y procesados fueron los empresarios.
Ser “a prueba de golpes” no es barato. Los grandes productores de petróleo en la región por lo regular pueden permitírselo, especialmente cuando los precios del crudo están tan altos como ahora. Los regímenes sin reservas sustanciales de petróleo tienden a depender de patrocinadores extranjeros. A medida que Gran Bretaña redujo su presencia en Oriente Medio, en las décadas de 1970 y 1980, EE. UU. llenó ese vacío.
Ser “a prueba de golpes” no es barato. Los grandes productores de petróleo en la región por lo regular pueden permitírselo, especialmente cuando los precios del crudo están tan altos como ahora. Los regímenes sin reservas sustanciales de petróleo tienden a depender de patrocinadores extranjeros. A medida que Gran Bretaña redujo su presencia en Oriente Medio, en las décadas de 1970 y 1980, EE. UU. llenó ese vacío.
El fundador de Arabia Saudita, Abdel Aziz ibn Saud, mantuvo al agente británico St. John Philby (padre de Kim Philby, afamado espía de la Guerra Fría) como asesor personal en las décadas de 1920 y 1930. Pero después de la Segunda Guerra Mundial, los saudíes decidieron que los estadounidenses eran más confiables, y trabajaron estrechamente con una sucesión de jefes de estación de la CIA en Riad, incluido John Brennan, quien ahora es el principal funcionario de antiterrorismo en la Casa Blanca de Obama.
Para los activistas a favor de la democracia en la región, el involucramiento de la CIA es un asunto peligroso, pero sus huellas están en todas partes. Desde la administración de Bill Clinton en adelante, Washington colaboró con Egipto, Jordania y otros gobiernos árabes amistosos para atrapar a sospechosos de terrorismo en terceros países (Albania, Italia y demás), regresándolos a sus patrias para que enfrentaran los interrogatorios, la tortura y, en algunos casos, la ejecución.
Para los activistas a favor de la democracia en la región, el involucramiento de la CIA es un asunto peligroso, pero sus huellas están en todas partes. Desde la administración de Bill Clinton en adelante, Washington colaboró con Egipto, Jordania y otros gobiernos árabes amistosos para atrapar a sospechosos de terrorismo en terceros países (Albania, Italia y demás), regresándolos a sus patrias para que enfrentaran los interrogatorios, la tortura y, en algunos casos, la ejecución.
Este programa de “interpretación” convenía a las necesidades de los regímenes al ayudarles a eliminar a enemigos terroristas, y también se volvió, por un tiempo, un componente vital en lo que la administración de George W. Bush llamó la “Guerra global contra el terrorismo”. Pero ésa es sólo una faceta de las actividades encubiertas de EE. UU. en la región.
Uno de los deberes menos publicitados de los agentes estadounidenses (y otros) de inteligencia en Oriente Medio es hablar con sus actores importantes en formas que no lo hacen los diplomáticos (y en muchos casos no pueden). Por años, cuando Washington no tenía un contacto oficial con Yasser Arafat y su Organización por la Liberación de Palestina, la CIA se mantuvo en contacto estrecho con los líderes de la OLP, incluido el cerebro detrás de la infame organización Septiembre Negro, Ali Hassan Salameh.
Los contactos encubiertos de EE. UU. han abarcado el espectro de la política y la sociedad árabe. Además de mantener abiertos los canales en el campo de Arafat, los oficiales de la CIA también forjaron una relación estrecha con el rey Hussein de Jordania, pagándole un estipendio y ayudándole a construir el Departamento General de Inteligencia (DGI) de su país, el cual, según varias fuentes de Washington, recibe financiamiento de EE. UU. hasta el día de hoy.
Los contactos encubiertos de EE. UU. han abarcado el espectro de la política y la sociedad árabe. Además de mantener abiertos los canales en el campo de Arafat, los oficiales de la CIA también forjaron una relación estrecha con el rey Hussein de Jordania, pagándole un estipendio y ayudándole a construir el Departamento General de Inteligencia (DGI) de su país, el cual, según varias fuentes de Washington, recibe financiamiento de EE. UU. hasta el día de hoy.
En las décadas de 1970 y 1980, las oficinas centrales del DGI eran conocidas como “la fábrica de uñas”, una alusión a algunas de las técnicas “mejoradas” de interrogatorio usadas allí. En la década de 1990, el rey trabajó estrechamente con la CIA en sus esfuerzos fallidos de montar un golpe contra Saddam, e incluso ayudó a recabar información en Bosnia. “Él realmente era un pensador global”, recuerda un alto funcionario de la CIA que trató con él por entonces.
El DGI tuvo un papel vital para que el rey Abdulá subiera al trono después de la muerte de su padre en 1999, pero desde entonces Abdulá ha despedido a una sucesión de jefes del DGI. No es probable que ello inspire lealtad en la organización tradicionalmente más crítica para su supervivencia, lo cual podría ser una razón de que aumente la preocupación sobre la estabilidad de Jordania. No obstante, fuentes jordanas de inteligencia dicen que Abdulá todavía escucha atentamente al personal actual y anterior de la CIA.
El egipcio Mubarak tenía su manera propia de mantener su longevidad: se aseguró de que ninguno de sus altos oficiales fuera lo bastante popular o, se decía, lo bastante inteligente para montar un golpe. Su rival obvio en la cima militar, el mariscal Mohamed Abd al-Halim Abu Ghazala, sirvió como ministro de Defensa en la década de 1980 y ayudó a salvar al régimen al poner tanques en las calles después de que reclutas de las fuerzas de seguridad se amotinaron en 1986. Pero precisamente a causa del poder y prestigio de Abu Ghazala, Mubarak lo sacó a la fuerza en 1989. El mariscal Hussein Tantawi, ministro de Defensa desde 1991, aparentemente era tan leal y servil que en un cable de la embajada de
EE. UU., distribuido por WikiLeaks, es descrito como “el perrito (poodle, indica el cable) de Mubarak”. Pero cuando llegó el momento de elegir entre su propio futuro o el de Mubarak, Tantawi sacó a Mubarak. Ahora, como jefe de la junta que gobierna a Egipto, Tantawi parece ser el hombre que decidirá si el Ejército ayuda a Egipto a moverse hacia mayores libertades, o simplemente defenderá los intereses del complejo militar-industrial.
El elemento faltante en la larga historia de colusión estadounidense con los dictadores árabes es alguna apariencia de proceso democrático. Tras años de comunicarse con tiranos y ganarse su favor al tratar de mantener a los regímenes en el poder —a menudo en secreto—, EE. UU. y sus antiguos aliados ahora son confrontados, junto con sus dictadores aliados y sus pretorianos, por multitudes furiosas de jóvenes árabes que ya no van a aceptar esto. Washington, siempre cínico, podría verse tentado a ponerse del lado de los manifestantes en público y con los pretorianos en privado, como a menudo hizo en el pasado. Pero al final las cámaras de tortura deberán abrirse y las responsabilidades van a tener que ser asumidas.
El egipcio Mubarak tenía su manera propia de mantener su longevidad: se aseguró de que ninguno de sus altos oficiales fuera lo bastante popular o, se decía, lo bastante inteligente para montar un golpe. Su rival obvio en la cima militar, el mariscal Mohamed Abd al-Halim Abu Ghazala, sirvió como ministro de Defensa en la década de 1980 y ayudó a salvar al régimen al poner tanques en las calles después de que reclutas de las fuerzas de seguridad se amotinaron en 1986. Pero precisamente a causa del poder y prestigio de Abu Ghazala, Mubarak lo sacó a la fuerza en 1989. El mariscal Hussein Tantawi, ministro de Defensa desde 1991, aparentemente era tan leal y servil que en un cable de la embajada de
EE. UU., distribuido por WikiLeaks, es descrito como “el perrito (poodle, indica el cable) de Mubarak”. Pero cuando llegó el momento de elegir entre su propio futuro o el de Mubarak, Tantawi sacó a Mubarak. Ahora, como jefe de la junta que gobierna a Egipto, Tantawi parece ser el hombre que decidirá si el Ejército ayuda a Egipto a moverse hacia mayores libertades, o simplemente defenderá los intereses del complejo militar-industrial.
El elemento faltante en la larga historia de colusión estadounidense con los dictadores árabes es alguna apariencia de proceso democrático. Tras años de comunicarse con tiranos y ganarse su favor al tratar de mantener a los regímenes en el poder —a menudo en secreto—, EE. UU. y sus antiguos aliados ahora son confrontados, junto con sus dictadores aliados y sus pretorianos, por multitudes furiosas de jóvenes árabes que ya no van a aceptar esto. Washington, siempre cínico, podría verse tentado a ponerse del lado de los manifestantes en público y con los pretorianos en privado, como a menudo hizo en el pasado. Pero al final las cámaras de tortura deberán abrirse y las responsabilidades van a tener que ser asumidas.
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