miércoles, 19 de enero de 2011

Nuevo diseño en el mapa del poder en el mundo





La crisis es uno de los escollos de Europa y EE UU para mantener su influencia en un marco global diseñado en la Guerra Fría. Su debilidad llega cuando países emergentes ya plantan cara.

En la primera década del siglo XXI se ha empezado a enterrar el orden establecido tras la II Guerra Mundial. ¿Una prueba de ello? Las escalas del último viaje oficial de Barack Obama.

En noviembre, el presidente de la primera potencia del mundo visitó India buscando ampliar los mercados de EE UU y ofreció al Gobierno de Nueva Delhi su apoyo para conseguir un asiento permanente en el Consejo de Seguridad de la ONU, una de las aspiraciones de las naciones emergentes, invisibles tras 1945. Otra de las citas le llevó a Corea del Sur para participar en la cumbre del G20, un grupo de naciones que se creó en los noventa y que hasta la crisis financiera de 2008 no carecía de relevancia. Es un grupo heterogéneo que une a Sudáfrica y Argentina con India, China, EE UU y Alemania.

Obama salió de Seúl oyendo críticas a la política monetaria de su país y sin conseguir singularizar a China como manipulador de su divisa.

La foto de 2010 presenta a Washington, el triunfador de la Guerra Fría, la gran potencia militar, económica y financiera a principios de década topándose con China y Brasil al final de esta y ponderando el potencial de otros países en una nueva y emergente arquitectura de las relaciones internacionales. Mientras, Europa, su gran aliado, descubre las primeras y graves heridas de su unión y se examina en el diván.

¿Qué ha pasado en estos 10 años?

Por motivos geopolíticos, estratégicos y sobre todo económicos, la estructura creada por la posguerra y la guerra fría se ha revelado anacrónica y cede ante sus grietas. El nuevo mapa del poder se rediseña en un momento de fuerte debilidad para las potencias que protagonizaron la posguerra y cuando países emergentes como Brasil, India, China, Indonesia y Turquía, ganan músculo.

Parte de la debilidad geopolítica empieza a hacerse evidente en la respuesta a los atentados del 11-S de 2001. En la década en la que EE UU sufrió su mayor ataque tras Pearl Habour, el profesor de relaciones internacionales de la Universidad de Boston, Andrew Bacevich, explica que uno de los cambios fundamentales es la caída del gran pilar de la seguridad provisto por EE UU. "En los noventa no se discutía que América era el único superpoder, lo demostró en Kosovo en 1999", explica. "Existía el consenso de que los militares americanos garantizarían la estabilidad internacional permitiendo estabilidad económica. Pero al final de este periodo queda claro que este poder no es lo que se imaginaba", lamenta Bacevich quien afirma que en los últimos 10 años "Washington ha mostrado que sabe empezar guerras pero no cómo acabarlas".

Para el autor de Los límites del poder, el final del excepcionalismo americano, Irak y Afganistán invitan a cuestionar cómo se garantizará la estabilidad y la seguridad porque EE UU no va a ejercer ese papel ahora que sus enemigos saben explotar sus debilidades. "Ese es uno de los mayores cambios de la década", dice Bacevich.

El otro es, sin duda, económico. Según Domenico Lombardi, economista del think tank Brookings, el gran cambio ha llegado con la crisis financiera global de 2007 "que ha mostrado el cada vez mayor momento y papel de las economías emergentes en el marco global y el menor peso de las desarrolladas".

La era del gran apalancamiento, público y privado, en los países desarrollados y la financialización de la economía convirtió en barro los pies de las grandes potencias, EE UU y la UE que ahora se adaptan a la austeridad.

En América, la revolución puntocom se convirtió en burbuja al cruzar el umbral del 2000. Y no solo explotó. Peor aún, se curó con otra burbuja más dañina, la del crédito. Con ella se enmascaró que la prosperidad, basada en una sociedad que desde el New Deal mimó a su clase media, hacía aguas. Las desigualdades sociales crecieron pero el crédito permitió que con salarios estancados o a la baja la vivienda fuera el centro de la economía. Los préstamos alimentaron unas arriesgadas prácticas financieras, rentables a corto plazo, que atrajeron el dinero de todo el planeta reforzando un apalancamiento insostenible.

Ni siquiera tuvieron que pasar 10 años para ver el daño. En 2006 llegaron los primeros avisos. En 2007 empezó a ser muy tarde. En 2008 el logro fue evitar caer en un abismo económico que recorrió el mundo debido a los riesgos sistémicos de la globalización financiera. EE UU fue la zona cero de la explosión de la crisis por ser la gran potencia y la sede de una gran banca y el sistema financiero. Este sector ha precisado masivas ayudas de Estado para seguir con vida y el capitalismo global se ha convertido en un curioso híbrido en el que el libre mercado ha coqueteado, y sigue haciéndolo, con la garantía (o apoyo directo si es preciso) del Estado.

En Europa, el daño llegó sacando a la luz las insuficientes costuras políticas y económicas con las que se tejió la Unión Monetaria. Lombardi, cree que Europa "no se siente segura en este nuevo orden".

A estas dificultades, los analistas de la consultora de relaciones internacionales Stratfor añaden el progresivo envejecimiento de la población en los países desarrollados. Un problema que se refleja en los continuos debates sobre pensiones y ensombrecen retos igualmente importantes como el educativo.

El informe PISA de evaluación global de educación ha dado sus mejores notas a los estudiantes de Shanghai, China. El país, no solo es la gran fábrica del mundo (restando la competitividad que ofrece la innovación estadounidense), el gran ahorrador y financiero de soberanías, sino que además su educación permite pensar en un futuro más sofisticado.

Este informe educativo es la última evidencia del poderío de un país que en los noventa era "el gigante dormido". Ya no duerme. De hecho, animado por un fuerte crecimiento económico ha irrumpido en la escena internacional con una carrera cuya meta es encontrar su posición en el futuro nuevo orden mientras mantiene una estructura política del siglo pasado con más sombras que luces. Su presencia empresarial en África y su papel de prestamista de EE UU no hacen más que aumentar su influencia.

Su crecimiento es solo comparable al de Brasil e India, quienes también buscan su nueva voz en el contexto mundial aupados por unas economías que han crecido, sobre todo, al calor de la demanda global de materias primas, en el primer caso, y de una clase trabajadora bien formada con menos costes que la occidental en el segundo. Ese fue el trampolín. El salto ya lo han dado.

Eso sí, puede que no sea un salto radical como parece a corto plazo y que tome más décadas en asentarse, como cree Peter Zeihan, vicepresidente de Stratfor. Este analista tiene dudas de que sea inmediato porque, para empezar, cree que China transita sobre arenas movedizas y "terminará siendo un fracaso por su deficiente sistema financiero, del que se sabe poco desde 2003". "En Brasil, dos tercios de las exportaciones están denominadas en dólares", explica para concluir, "no son mercados modernos". "Estos países necesitan 30 años más de crecimiento al mismo ritmo que los últimos 10 para parecerse a las potencias actuales", afirma. Tomará más o menos tiempo, más o menos tiranteces, pero el diseño del nuevo mapa del poder ya ha empezado.

El titubeante camino del cambio en los foros multilaterales

La crisis financiera y económica de 2008 mostró los límites del G7/G8. Consciente de las implicaciones globales de la crisis, desde Washington la Administración de George W. Bush convocó a otro "G" más grande y que hasta ahora había sido irrelevante. El G20, al que se le añadieron invitados como España.

El foro se reveló sorprendentemente efectivo durante lo más álgido de la crisis, sobre todo en su cumbre de Londres y Pittsburgh.

De hecho, Dominico Lombardi, economista en Brookings, afirma que el G20 es una manera, quizá la primera, de internacionalizar y dar voz a las economías emergentes lo que asegura un cambio en la arquitectura de la economía global. Ese cambio se ha trasladado al mandato, que llevaba años pendiente, de dar más cuota y voz a las economías emergentes en el FMI, quizá la institución que antes ha mostrado su deseo interno de adaptarse a este periodo post-Bretton Woods.

El mismo debate se empieza a trasladar a la ONU y su consejo de Seguridad. Desde el Council of Foreign Relations, editor de la Revista Foreign Affairs se explica que un consejo de seguridad en el que no haya cambios "será cada vez menos efectivo a la hora de enfrentarse a los retos de seguridad actuales que demandan una respuesta coherente, amplia y multilateral.

En las últimas citas del G20, no obstante empieza a parecer que este foro es algo más esclerótico, lo que ha desatado la preocupación del director gerente del FMI, Dominique Strauss-Kahn, quien no cesa de alertar de la incipiente falta de sintonía y de que las naciones estén tentadas de dar soluciones locales a conflictos globales. Lombardi admite que uno de los fallos de esta década y que han ayudado a la implosión es que "para la globalización de la economía y los mercados financieros se han usado herramientas nacionales y eso ha creado una mayor contradicción o tensión". Por ello, considera que el G20 está siendo un foro positivo.

En la consultora Stratfor hay más escepticismo. "El G20 no tiene sentido. No tiene poder para forzar políticas, es un foro de reuniones, una línea de comunicación, pero no una institución que pueda hacer cambios", explica Peter Zeihan de este centro de análisis.

Lo cierto es que el multilateralismo, con muchos nuevos intereses que defender desde una posición de mayor fuerza está siendo complejo de gestionar. Ya no solo es el G20 el que pierde músculo en ausencia de una situación desesperada sino que cumbres medioambientales como la de Copenhague han sido un desastre por mucho que el listón nunca haya estado muy alto en esta cuestión.

Lombardi pide paciencia. "Llevará tiempo forjar la confianza fundamental para que la cooperación global funcione con éxito.

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