miércoles, 12 de enero de 2011

EL DECLIVE DE ESTADOS UNIDOS



Foreign Policy Edición española
Gideon Rachman


“Ya hemos oído hablar otras veces del declive americano”

No estén tan seguros. Es indudable que, cuando los estadounidenses se preocupan por el declive de su país, suelen olvidarse de los puntos débiles que tiene el más temible de sus rivales. Los fallos de los sistemas soviético y japonés sólo son obvios a posteriori. Quienes confían en que la hegemonía de EE UU se prolongue en el futuro alegan los posibles lastres del sistema chino. En una entrevista reciente con The Times de Londres, el ex presidente estadounidense George W. Bush sugería que los problemas internos del Imperio del Centro hacen que su economía tenga pocas probabilidades de rivalizar con la de su país en un futuro previsible. “¿Creo todavía que EE UU va a seguir siendo la única superpotencia?”, preguntaba. “Sí”.


Pero las predicciones del inminente desmoronamiento del milagro chino son habituales en los análisis occidentales desde que empezaron a hacerse a finales de los 70. En 1989, el Partido Comunista (PCCh) pareció tambalearse tras la matanza de la plaza de Tiananmen. En los 90, los observadores señalaban el lamentable estado de los bancos y las empresas estatales chinas. Sin embargo, su economía ha seguido creciendo y se ha duplicado aproximadamente cada siete años.

Por supuesto, sería absurdo fingir que el gigante asiático no se enfrenta a grandes obstáculos. A corto plazo, existen muchas pruebas de que está formándose una burbuja inmobiliaria en grandes ciudades como Shanghái, y la inflación está aumentando. A largo plazo, China tiene que administrar una transición política y económica muy preocupante. El PCCh no podrá conservar su monopolio del poder eternamente. Y la dependencia tradicional de las exportaciones y una divisa infravalorada recibe cada vez más críticas de Estados Unidos y otros actores internacionales que exigen un “reequilibrio” de la economía china. Además, el país tiene grandes retos demográficos y ambientales: la población está envejeciendo muy deprisa como consecuencia de la política del hijo único, y está amenazado por la escasez de agua y la contaminación.

No obstante, aun previendo unas turbulencias económicas y políticas considerables, sería un gran error suponer que el desafío chino al poder estadounidense va a desaparecer por las buenas. Cuando los países cogen el tranquillo del crecimiento económico, es muy difícil que pierdan el rumbo. La analogía con el ascenso de Alemania a partir de mediados del XIX es instructiva. El país europeo sufrió dos derrotas militares catastróficas, hiperinflación, la Gran Depresión, el fracaso de la democracia y la destrucción de sus principales ciudades e infraestructuras por las bombas de los aliados. Pese a ello, a finales de los 50, Alemania occidental volvía a ser una de las primeas economías del planeta, aunque despojada de sus ambiciones imperiales.

En una era nuclear, no es probable que China se vea arrastrada a una guerra mundial, así que no sufrirá turbulencias y desórdenes ni remotamente parecidos a los que vivió Alemania en el siglo XX. Y las dificultades económicas y políticas que atraviese, por grandes que sean, no serán suficientes para detener el ascenso del país a la categoría de gran potencia. El volumen y el empuje de su economía harán que el gigante chino siga avanzando por muchos obstáculos que encuentre en su camino.

“EE UU sigue dominando en todos los sectores”

Por ahora. En la situación actual, Estados Unidos posee la mayor economía del planeta, las primeras universidades y muchas de las principales empresas. El Ejército estadounidense también es incomparablemente más poderoso que cualquiera de sus rivales. La superpotencia tiene casi tanto gasto militar como el resto del mundo junto. Y no hay que olvidar sus activos intangibles. La combinación de olfato empresarial y poderío tecnológico le ha permitido encabezar la revolución tecnológica. A EE UU siguen llegando inmigrantes llenos de talento. Y con Barack Obama en la Casa Blanca, el poder blando del país se ha visto muy reforzado. A pesar de sus problemas, las encuestas muestran que Obama sigue siendo el líder más carismático del mundo; El presidente chino, Hu Jintao, queda muy por detrás. Estados Unidos cuenta asimismo con el atractivo global de sus industrias creativas (Hollywood y otras cosas de ese tipo), sus valores, la universalidad cada vez mayor de la lengua inglesa y el gancho del Sueño Americano.

Todo eso es verdad, pero hay más vulnerabilidad de la que parece. Las universidades estadounidenses siguen siendo un bien muy preciado. Pero, si la economía del país no genera empleo, los brillantes alumnos asiáticos de postgrado que llenan los departamentos de ingeniería e informática en Stanford y el Instituto Tecnológico de Massachussets (MIT) empezarán a regresar en masa a sus países. La última clasificación de las mayores empresas del mundo elaborada por la revista Fortune no incluye más que dos compañías estadounidenses entre las 10 primeras: Walmart, en el número 1, y ExxonMobil, en el 3. Entre esas 10 figuran ya tres chinas: Sinopec, Red Eléctrica Estatal y Petróleos Nacionales de China. El poder de atracción de EE UU puede disminuir si el país deja de tener una imagen estrechamente asociada a las oportunidades, la prosperidad y el éxito. Y, aunque el Sueño Americano atrae a muchos extranjeros, existe también una profunda reserva de sentimiento antiamericano en el mundo que Al Qaeda y otros han sabido explotar muy bien, con o sin Obama.

En cuanto al Ejército, la lección de las guerras de Irak y Afganistán es que el poder militar estadounidense es menos útil de lo que pensaban el ex secretario de Defensa Donald Rumsfeld y otros. Las tropas, los aviones y los misiles pueden hacer que caiga un gobierno en el otro extremo del mundo en cuestión de semanas, pero pacificar y estabilizar un Estado conquistado es otra cosa muy distinta. Años después de la supuesta victoria en Afganistán, EE UU sigue empantanada por culpa de una insurgencia aparentemente infinita.

No sólo los estadounidenses están perdiendo el gusto por las aventuras en el extranjero, sino que el presupuesto militar va a estar sometido a presiones en esta nueva época de austeridad. La parálisis actual en Washington ofrece pocas esperanzas de que el país vaya a saber abordar sus problemas presupuestarios con rapidez y eficacia. El hecho de que el Gobierno siga dependiendo de los préstamos extranjeros vuelve vulnerable a la superpotencia, como dejó al descubierto en 2009 la humillante petición de la secretaria de Estado, Hillary Clinton, a los chinos de que no dejaran de comprar bonos del Tesoro estadounidense. Washington está financiando su supremacía militar mediante un gasto deficitario, lo cual quiere decir que la guerra de Afganistán la está pagando, en la práctica, con una tarjeta de crédito china. No es extraño que el almirante Mike Mullen, presidente de la Junta de jefes de Estado Mayor, haya dicho que la deuda es la mayor amenaza contra la seguridad nacional de EE UU.

Mientras tanto, el gasto militar del gigante asiático sigue aumentando sin cesar. El país anunciará pronto la construcción de su primer portaaviones y tiene intención de construir cinco o seis en total. Lo más serio, no obstante, es el desarrollo de una nueva tecnología de misiles y antisatélites que amenaza el dominio de los mares y los cielos en el que EE UU basa su hegemonía en el Pacífico. En una era nuclear, no parece probable que vaya a haber un enfrentamiento entre los Ejércitos de ambos países. En China existe la opinión extendida de que Estados Unidos acabará por comprender que no puede seguir manteniendo su posición en el Pacífico. Sus aliados en la región -Japón, Corea del Sur y, cada vez más, India- tal vez estrechen sus relaciones con Washington para contrarrestar el aumento de poder chino. Pero, si EE UU tiene que reducir su presencia en la zona por razones presupuestarias, sus aliados empezarán a adaptarse a ese Imperio del Centro más poderoso. La influencia de Pekín se extenderá y la región de Asia y el Pacífico -el nuevo centro de la economía global- pasará a ser el patio trasero de los chinos.

“La globalización hace que el mundo se incline hacia Occidente”

En realidad no. Una de las razones por las que Estados Unidos no se preocupó por el ascenso de China en los años posteriores al final de la guerra fría era la convicción arraigada de que la globalización estaba extendiendo los valores occidentales. Algunos incluso pensaban que globalización y americanización eran prácticamente sinónimos.

El experto Fareed Zakaria fue profético cuando escribió que “el ascenso del resto” (es decir, las potencias no americanas) sería una de las principales características del “mundo postamericano”. Pero incluso Zakaria afirmaba que esta tendencia era esencialmente beneficiosa para EE UU: “El traspaso de poder... es bueno para América, si se aborda como es debido. El mundo va en la dirección de Estados Unidos. Los países son cada vez más abiertos, orientados hacia el mercado y democráticos”.

Tanto George W. Bush como Bill Clinton adoptaron una visión similar de que la globalización y el libre comercio iban a servir de vehículos para la exportación de los valores estadounidenses. En 1999, dos años antes de la incorporación de China a la Organización Mundial de Comercio, Bush declaró: “La libertad económica crea hábitos de libertad. Y los hábitos de libertad crean expectativas de democracia... Si comerciamos libremente con China, el tiempo actuará a nuestro favor”.

Había dos errores importantes en esta teoría. La primera era que el crecimiento económico llevaría inevitablemente -y con bastante rapidez- a la democratización. La segunda, que las nuevas democracias serían forzosamente más amigas y estarían más dispuestas a ayudar a Estados Unidos. Ninguna de las dos hipótesis está cumpliéndose.

En 1989, tras la matanza de la plaza de Tiananmen, pocos analistas occidentales habrían creído que 20 años después China iba a seguir siendo un Estado con un partido único y que su economía iba a crecer a un ritmo espectacular. La hipótesis más corriente (y reconfortante) en Occidente era que este país tendría que escoger entre la liberalización política y el fracaso económico. Al fin y al cabo, era evidente que un Estado monopartidista y sometido a un control estricto no podría triunfar en la era de los teléfonos móviles e Internet, ¿verdad? Como dijo Clinton durante una visita al país asiático en 1998, “en esta era de la información globalizada, en la que el éxito económico se construye sobre las ideas, la libertad personal es... fundamental para la grandeza de cualquier nación moderna”.

A la hora de la verdad, el gigante asiático consiguió combinar la censura y el gobierno del partido único con el éxito económico continuado durante los 10 años siguientes. El enfrentamiento entre el Ejecutivo chino y Google en 2010 fue significativo. El icono de la era digital amenazó con retirarse del país en protesta por la censura, pero acabó por retractarse a cambio de unas concesiones simbólicas. Hoy es perfectamente lógico pensar que, cuando China se convierta en la mayor economía global -por ejemplo, en 2027-, seguirá siendo un Estado monopartidista, gobernado por el PCCh.

Y, aun en el caso de que el país se democratice, no existe ninguna garantía de que eso vaya a beneficiar a EE UU, ni mucho menos prolongar su hegemonía mundial. La idea de que las democracias deben estar de acuerdo en los grandes temas globales se ve hoy refutada a diario. India no coincide con Washington respecto al cambio climático ni la ronda comercial de Doha. Brasil no está de acuerdo con EE UU en cómo abordar las relaciones con Caracas y Teherán. La Turquía actual, más democrática, es también más islamista, y se niega a apoyar a la superpotencia en los casos de Israel e Irán. En esta vena, una China más democrática podría ser también más quisquillosa, si nos guiamos por la popularidad de los libros nacionalistas y las páginas de Internet como El Reino de El Centro.

“La globalización no es un juego de suma cero”

No está tan claro. Sucesivos presidentes de EE UU, desde el primer Bush hasta Obama, se han felicitado explícitamente por el ascenso de China. Justo antes de su primera visita al país, Obama resumió el punto de vista tradicional cuando dijo que “el poder no tiene por qué ser un juego de suma cero, y los países no tienen por qué temer el ascenso de otros... Damos la bienvenida a los esfuerzos de China para desempeñar un papel más destacado en el escenario mundial”.

Pero está claro que, digan lo que digan en sus discursos, los líderes estadounidenses están empezando a tener sus dudas, y con razón. Es un principio fundamental de la economía moderna que el comercio beneficia a los dos socios, que es una situación en la que todos ganan, y no en la que, para que una parte gane, la otra tiene que perder. Pero eso es así siempre que no se manipulen las reglas del juego. En su discurso ante el Foro Económico Mundial en 2010, Larry Summers, entonces principal asesor económico de Obama, subrayó que las normas habituales sobre los beneficios mutuos del comercio pueden no servir cuando la otra parte practica políticas mercantilistas o proteccionistas. El Gobierno estadounidense piensa que la infravaloración de la moneda china es una forma de proteccionismo que ha provocado desequilibrios económicos globales y pérdidas de empleo en Estados Unidos. Destacados economistas, como el columnista de The New York Times Paul Krugman y Fred Bergsten del Peterson Institute, han expresado una opinión similar, y afirman que sería legítimo responder con aranceles u otras medidas de represalia. Ése es el mundo en el que todos debían salir ganando.

Y en cuanto al panorama geopolítico general, da la impresión de que el futuro consistirá aún más en un juego de suma cero, a pesar de la fina retórica de la globalización que tanto confortaba a la última generación de políticos estadounidenses. Porque EE UU ha actuado como si los intereses mutuos creados por la globalización hubieran refutado una de las leyes más antiguas de la política internacional: la idea de que los nuevos actores acaban chocando con las potencias establecidas.

La verdad es que la rivalidad entre una China en ascenso y un Estados Unidos debilitado es muy visible en todo tipo de asuntos, desde las disputas territoriales en Asia hasta los derechos humanos. Por suerte, es poco probable que Washington y Pekín se declaren guerra abierta, pero eso es porque los dos poseen armas atómicas, no porque la globalización haya disuelto por arte de magia sus diferencias.

En la cumbre del G-20 en noviembre, el intento de EE UU de abordar los “desequilibrios económicos mundiales” fracasó por la obstinada negativa de China a cambiar su política monetaria. Las negociaciones de 2009 sobre el cambio climático en Copenhague acabaron en desastre después de otro pulso entre ambos. El incremento de la influencia económica y militar china es una clara amenaza contra la hegemonía de Estados Unidos en el Pacífico. Los chinos aceptaron a regañadientes un nuevo paquete de sanciones de Naciones Unidas contra Irán, pero el precio de obtener el voto chino fue un acuerdo endeble que no servirá para poner fin al programa nuclear de Teherán. Los dos países han participado en las negociaciones con Corea del Norte, pero su rivalidad, apenas disimulada, impide que haya una auténtica cooperación. A China no le gusta el régimen de Kim Jong Il, pero tampoco confía en una Corea reunificada como vecina, sobre todo si ésta siguiera acogiendo tropas estadounidenses. Además, el gigante asiático participa en la feroz competencia por el acceso a los recursos, en especial el petróleo, lo cual está encareciendo los precios mundiales.

Los dirigentes estadounidenses hacen bien en rechazar la lógica de la suma cero en público. Lo contrario sólo serviría para enemistarse innecesariamente con los chinos. Pero eso no debe ocultar esta realidad ineludible: a medida que el poder económico y político se traslada de Occidente a Oriente, es inevitable que surjan nuevas rivalidades internacionales.

Estados Unidos sigue teniendo activos formidables. Su economía acabará recuperándose. Su Ejército tiene una presencia en el mundo y una ventaja tecnológica que ningún otro país puede igualar todavía. Pero no volverá a experimentar jamás la hegemonía global que tuvo en los 17 años entre la caída de la URSS en 1991 y la crisis financiera de 2008. Esos tiempos han quedado atrás.

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