Foreing Affairs / Por C. Fred Bergsten
Julio/Agosto 2008
Para ser una superpotencia económica, un país debe ser lo suficientemente grande, dinámico e integrado globalmente como para tener un impacto importante en la economía mundial. Actualmente, tres entidades políticas reúnen los requisitos: Estados Unidos, la Unión Europea y China. Inducir a China a convertirse en un pilar responsable del sistema económico global (como lo son los otros dos) será uno de los grandes desafíos de las próximas décadas, sobre todo porque, por el momento, China parece no estar interesada en desempeñar ese papel.
Estados Unidos sigue siendo la
mayor economía del mundo, el emisor de su moneda clave y, en la mayoría de los
años, la principal fuente y receptora de inversión extranjera. La UE tiene
ahora una economía aún mayor y flujos comerciales aún mayores con el mundo
exterior, y el euro compite cada vez más con el dólar como moneda global.
China, el miembro más reciente del club, es más pequeña que los otros dos, pero
está creciendo más rápidamente y está más profundamente integrada a la economía
global. Por lo tanto, su espectacular expansión está teniendo un poderoso
efecto en el resto del mundo. (China suele ser comparada con la India en estos
debates, pero el PIB de la India es menos de la mitad del de China. El valor
del crecimiento anual del comercio de China supera el valor anual total del
comercio de la India. China dominará a su vecino asiático en el futuro
previsible.)
China plantea un desafío singular porque sigue siendo pobre, significativamente no mercantilizada y autoritaria. Las tres características reducen la probabilidad de que acepte fácilmente las responsabilidades sistémicas que idealmente deberían acompañar a la condición de superpotencia. La integración de China al orden económico global existente será, por lo tanto, más difícil que, por ejemplo, la integración de Japón hace una generación. Estados Unidos y la UE quisieran cooptar a China integrándola al régimen que han construido y defendido durante las últimas décadas. Sin embargo, hay cada vez más señales de que China tiene un objetivo diferente. En numerosas áreas, está aplicando estrategias que entran en conflicto con las normas, reglas y acuerdos institucionales existentes.
Algunos lo toman a la ligera y lo
consideran como el típico oportunismo y elusión de responsabilidades por parte
de un poderoso recién llegado que explota hábilmente las lagunas y la débil
aplicación de las normas internacionales existentes para promover sus supuestos
intereses nacionales. Después de todo, dicen, incluso Estados Unidos y la UE
hacen lo mismo en ocasiones, al igual que otras importantes economías de
mercado emergentes. Y, por cierto, no hay pruebas de que los desafíos que
plantea China al orden económico actual deriven de una estrategia cohesiva o
integral ideada por los dirigentes políticos o intelectuales del país. A pesar
de los llamamientos en Pekín a favor de "un nuevo orden económico
internacional" y de las conversaciones sobre cómo un "consenso de
Pekín" podría sustituir al llamado consenso de Washington, hasta la fecha
las alternativas propuestas por China no constituyen un desafío revisionista al
statu quo.
Sin embargo, la situación es
preocupante. Dada su condición de poderoso recién llegado que se beneficia de
un orden económico eficiente, China en realidad tiene un profundo interés en
que las normas e instituciones internacionales funcionen de manera eficaz.
Debería tratar de fortalecer el sistema, ya sea la versión actual o una versión
alternativa que le guste más.
Además, la renuencia china parece
estar aumentando con el tiempo en lugar de disminuir. Al comienzo de su proceso
de reforma económica, a fines de los años 1970, China estaba ansiosa por unirse
(y reemplazar a Taiwán) al Fondo Monetario Internacional (FMI) y al Banco
Mundial. Estos vínculos institucionales posteriormente desempeñaron un papel
importante, y aparentemente bienvenido, en el éxito inicial de China en materia
de desarrollo. Más tarde, Beijing no sólo soportó largas negociaciones y un
conjunto cada vez mayor de requisitos para unirse a la Organización Mundial del
Comercio (OMC), sino que también utilizó las reglas pro mercado de esa
institución para superar la resistencia a la reforma entre los intransigentes
dentro de la propia China.
Pero las actitudes de un país
pueden cambiar drásticamente junto con sus circunstancias. Rusia, por ejemplo,
fue un país que buscaba el capital y el apoyo internacionales después de su
bancarrota en 1998 y cuando los precios mundiales del petróleo se acercaban a
los 20 dólares el barril, pero ahora que se ha recuperado y el petróleo supera
los 100 dólares el barril está tratando agresivamente de recuperar su estatus
de gran potencia. China parece estar experimentando una evolución similar,
aunque con un liderazgo más cauteloso y un estilo gradual. También está
experimentando la misma reacción interna contra la globalización que Estados
Unidos y muchos otros países. Este cambio de actitud simplemente tiene que
revertirse, incluso si para ello se requiere un ajuste fundamental de la
arquitectura económica internacional.
¿HACIA UN BLOQUE ASIÁTICO?
En materia de comercio, China ha
desempeñado, en el mejor de los casos, un papel pasivo y, en el peor, un papel
disruptivo. No hace ningún esfuerzo por ocultar su preferencia actual por
acuerdos comerciales bilaterales y regionales de baja calidad y con motivaciones
políticas, en lugar de una liberalización comercial multilateral económicamente
significativa (y exigente) a través de la OMC. Como China es el mayor país con
superávit del mundo y el segundo mayor exportador, esto plantea dos desafíos
importantes al régimen global existente.
En primer lugar, la negativa de
China a contribuir positivamente a las negociaciones comerciales
internacionales de la Ronda de Doha ha asegurado prácticamente el fracaso de
las conversaciones. Beijing ha declarado que no debería tener obligaciones de
liberalización de ningún tipo y ha inventado una nueva categoría de miembros de
la OMC ("miembros de reciente adhesión") para justificar su
renuencia. Semejante postura por parte de una importante potencia comercial es
similar a la abstención y prácticamente ha garantizado que las negociaciones de
Doha no vayan a ninguna parte. Y como el sistema comercial mundial no es
permanente, sino que siempre avanza o retrocede, un colapso de la Ronda de Doha
sería muy grave: representaría el primer fracaso de una importante negociación
comercial multilateral en el período de posguerra y pondría en peligro todo el
sistema de la OMC. China no es la única culpable del drama de Doha, por
supuesto. Estados Unidos y la UE no han estado dispuestos a abandonar su
proteccionismo agrícola, otras importantes economías emergentes no han estado
dispuestas a abrir significativamente sus mercados y varios países pobres se
han resistido a contribuir a un paquete global de reformas. Pero China, con su
importante interés en el libre comercio, exhibe el contraste más marcado entre
todos los actores principales entre sus intereses objetivos y su política
revelada.
En segundo lugar, la búsqueda por
parte de China de acuerdos comerciales bilaterales y regionales con países
vecinos tiene más que ver con la política que con la economía. Su "acuerdo
de libre comercio" con la Asociación de Naciones del Sudeste Asiático
(ASEAN), por ejemplo, cubre sólo una pequeña parte de su comercio con los
países en cuestión; es simplemente un esfuerzo por calmar sus temores de verse
inundados por su enorme vecino. Una vez más, es cierto que Estados Unidos y
otras grandes potencias comerciales también tienen en cuenta consideraciones de
política exterior al elegir socios para acuerdos comerciales regionales y
bilaterales, pero también insisten en normas económicas que en gran medida se
ajustan a las reglas de la OMC. China puede eludir la aplicación legal de esas
normas al seguir declarándose un "país en desarrollo" y aprovechando
el "trato especial y diferenciado", pero que una gran potencia
comercial mundial se escude en esas lagunas provoca tensiones internacionales
sustanciales.
China también está perjudicando
al sistema comercial global al apoyar la creación de un bloque comercial
asiático débil pero potente. La red de acuerdos regionales que comenzó con uno
entre China y la ASEAN se ha expandido de manera constante para incluir
prácticamente todas las demás permutaciones asiáticas posibles: acuerdos
paralelos entre Japón y la ASEAN y Corea del Sur y la ASEAN; varias
asociaciones bilaterales, incluida tal vez una entre China y la India; un
acuerdo "10+3" que reúna a los diez países de la ASEAN y a los tres
países del noreste asiático, y posiblemente incluso un acuerdo "10+6"
que ampliaría el grupo para incluir a Australia, la India y Nueva Zelanda. Es
probable que toda esta actividad produzca, dentro de la próxima década, una
zona de libre comercio del este asiático liderada por China.
Es casi seguro que una agrupación
regional de ese tipo provocaría una fuerte reacción de Estados Unidos y la UE,
así como de numerosos países en desarrollo, debido a la nueva discriminación
que supondría contra ellos. Y lo que es más importante, crearía un régimen
económico mundial tripolar, una configuración que podría amenazar los acuerdos
mundiales existentes y la cooperación multilateral.
Los desafíos que plantea China al
sistema comercial global son más visibles en su oposición a la propuesta de los
Estados Unidos, lanzada en el Foro de Cooperación Económica Asia-Pacífico en
2006, de crear una zona de libre comercio en esa región. La iniciativa de la
APEC, inmediatamente respaldada por varias de las economías más pequeñas que
desean fervientemente evitar conflictos comerciales entre las dos
superpotencias del grupo, busca evitar la inminente confrontación entre un
bloque comercial exclusivamente asiático y los Estados Unidos, que podría
trazar una línea divisoria en el medio del Pacífico. La iniciativa
eventualmente consolidaría los numerosos pactos preferenciales en la región
Asia-Pacífico y ofrecería un Plan B económicamente significativo para una
liberalización comercial generalizada si la Ronda de Doha fracasa
definitivamente. China ha encabezado la oposición a la idea, demostrando su
preferencia por acuerdos bilaterales con un contenido económico mínimo y su
falta de interés en tratar de defender el orden comercial más amplio.
¿DESTRUYENDO AL FMI?
Mientras tanto, el desafío que
plantea China al orden monetario internacional es al menos igual de grave.
China es la única economía del mundo que ha rechazado la adopción de una
política cambiaria flexible, que promovería el ajuste de su balanza de pagos y
evitaría la acumulación de grandes desequilibrios. Según las normas del FMI,
China tiene derecho a fijar su moneda, pero no tiene derecho a intervenir
masivamente en el mercado cambiario, como lo ha hecho durante los últimos cinco
años, para mantener un yuan enormemente subvaluado y así mejorar su posición
competitiva internacional. Esto viola las normas más básicas del Convenio
Constitutivo del FMI, que exige a los miembros "evitar manipular los tipos
de cambio... para impedir un ajuste efectivo de la balanza de pagos o para
obtener una ventaja competitiva injusta". También es una violación de las
directrices de implementación del FMI, que proscriben explícitamente el uso de
intervenciones "unidireccionales prolongadas y a gran escala" para
mantener una subvaluación competitiva.
Los resultados no tienen
precedentes para un país con un comercio importante. El superávit de cuenta
corriente de China ha alcanzado el 11-12 por ciento de su PIB. Para el año
próximo, su superávit global anual podría acercarse a los 500.000 millones de dólares,
cifra que se aproxima al valor del déficit de cuenta corriente de Estados
Unidos. Su reserva de divisas supera los 1,6 billones de dólares y es, con
diferencia, la mayor del mundo. Estos desequilibrios y el flujo sin precedentes
de fondos internacionales que requieren podrían provocar un desplome del dólar
y un "aterrizaje brusco" de la economía mundial, lo que agravaría
gravemente la actual crisis financiera mundial.
Los países que en el pasado
tuvieron superávits, en particular Alemania en los años 1960 y 1970 y Japón en
los años 1970 y 1980, también se han resistido a hacer los necesarios e
inevitables ajustes a sus tipos de cambio fijos, pero nunca antes habían tenido
desequilibrios que se acercaran al actual de China en términos de su proporción
del PIB del país. Además, todos esos países acabaron por aceptar cumplir las
normas internacionales.
Sin embargo, hasta la fecha China ha resistido todas las súplicas para que cambie su comportamiento. Su anunciada decisión de adoptar "un tipo de cambio flotante controlado basado en la oferta y la demanda del mercado" en julio de 2005 todavía no ha producido ningún aumento significativo en el valor ponderado por el comercio de su moneda, a pesar de la reciente aceleración de la apreciación del yuan frente al dólar, ni ha impedido que continúen registrándose enormes superávits en las cuentas externas de China. El número de intervenciones que China ha llevado a cabo en los mercados cambiarios para bloquear una apreciación más rápida del yuan se ha duplicado por lo menos desde entonces.
De hecho, China ha puesto en tela
de juicio el concepto básico de la cooperación internacional para abordar estos
problemas, afirmando que el tipo de cambio de un país es "una cuestión de
soberanía nacional" (en lugar de una preocupación internacional por
excelencia en la que las partes extranjeras tienen un interés igualitario).
Incluso ha objetado que el FMI considere la cuestión. Sus acciones han
planteado una amenaza implícita de que podría promover la creación de un Fondo
Monetario Asiático, erosionando aún más el papel global del FMI, y podría
tratar de que su moneda nacional tenga un papel regional o incluso global en el
largo plazo. Estas medidas monetarias intensifican el desafío al sistema de
comercio global porque los grandes desajustes del tipo de cambio son un potente
estímulo para el proteccionismo en los países deficitarios, como lo indican
actualmente los numerosos proyectos de ley en el Congreso para abordar la
cuestión de la moneda china con sanciones comerciales.
En materia de energía (China se
convertirá en breve en el mayor consumidor de energía del mundo), el desafío
que plantea es menos frontal, pero sólo porque no existe un conjunto de
doctrinas, reglas e instituciones acordadas a nivel mundial. Hay al menos dos
regímenes energéticos en conflicto: el cártel de productores (periódicamente
eficaz) encarnado en la Organización de Países Exportadores de Petróleo y el
anticartel de consumidores (muy vago e incompleto) encarnado en la Agencia
Internacional de la Energía. China está creando problemas para ambos con su
intento de conseguir "fuentes seguras de suministro" mediante
contratos de largo plazo con determinados países productores. No está dispuesta
a depender exclusivamente, o incluso principalmente, de los mecanismos de
mercado, tratando de protegerse tanto de las interrupciones de la producción
por parte de los productores como del poder de mercado de otros grandes
consumidores.
En este caso, como en otros,
China no es la única que actúa de esta manera, pero, como fuerza impulsora del
mercado de materias primas más importante del mundo, tiene un interés
particular (y la responsabilidad de) forjar respuestas sistémicas en lugar de
tratar de crear excepciones y privilegios especiales para sí misma. China
parece ignorar el fracaso abyecto de tales estrategias en el pasado o confiar
en que su influencia actual será suficiente para sostener sus acuerdos
contractuales incluso en períodos difíciles, y está aplicando esas estrategias
con respecto a otras materias primas, además del petróleo y el gas.
En materia de ayuda exterior,
China puede haberse convertido ya en el mayor donante nacional (dependiendo de
cómo se defina la "ayuda") y está planteando un desafío directo a las
normas vigentes al ignorar los tipos de condicionalidad que han evolucionado en
toda la comunidad de donantes durante el último cuarto de siglo. Beijing
rechaza no sólo las normas sociales (sobre derechos humanos, condiciones
laborales y medio ambiente) que se han vuelto predominantes, sino también las
normas económicas básicas (como el alivio de la pobreza y el buen gobierno) que
prácticamente todos los organismos de ayuda bilaterales y multilaterales exigen
ahora como algo normal. Al igual que con sus pactos comerciales y de materias
primas, la "condicionalidad" de China en materia de ayuda es casi
totalmente política: insiste en que los países receptores respalden las
posiciones de China sobre cuestiones globales, en las Naciones Unidas y en
otros lugares, y canalicen sus productos primarios a China como proveedores confiables.
NUEVAS REGLAS DEL JUEGO
Lo que demuestran estas políticas
es que la mentalidad internacional de China no ha seguido el ritmo de su
impresionante ascenso económico. China sigue actuando como un país pequeño con
poco impacto en el sistema global en general y, por lo tanto, con poca
responsabilidad por él. No es difícil entender ese desfase en las percepciones,
en particular en lo que respecta a un liderazgo conservador que todavía sigue
la directiva de Deng Xiaoping de mantener un perfil internacional bajo. El eje
central de la política exterior china contemporánea no es asumir un papel
importante en el mundo, sino evitar enredos internacionales que puedan
perturbar la capacidad del país para concentrarse en sus enormes desafíos
internos. Además, la velocidad a la que ha ascendido China es difícil de
comprender incluso para los observadores más experimentados. (El patrón es
similar al que acompañó el crecimiento de Japón desde principios de los años
setenta hasta los ochenta, cuando su meteórico ascenso también desencadenó
fuertes reacciones globales, mientras que Tokio mantuvo una postura pasiva y
reactiva en casi todos los asuntos internacionales.
Incluso los más acérrimos defensores del actual sistema de comercio mundial admitirían que al menos algunas de las críticas de China son válidas. En el mejor de los casos, la Ronda de Doha logrará sólo una liberalización marginal del comercio mundial después de casi una década de esfuerzos. El FMI no ha logrado hacer cumplir sus propias reglas y se está viendo obligado a reducir su tamaño. El Banco Mundial ha perdido toda orientación clara. El G-7 (el grupo de estados altamente industrializados) ha adoptado un pacto mutuo de no agresión entre sus miembros, lo que hace que sus críticas a los países extranjeros como China parezcan hipócritas. Y al no adaptar sus estructuras de gobernanza a los dramáticos cambios en el poder económico relativo entre las naciones, las instituciones económicas internacionales han perdido gran parte de su legitimidad. El hecho de que algunas actitudes chinas sean comprensibles y algunas preocupaciones chinas legítimas no disminuye la importancia del desafío, sino que más bien sugiere algunos de los componentes lógicos de una respuesta inteligente.
Para hacer frente a esta
situación, Washington debería introducir un cambio sutil pero básico en su
estrategia de política económica hacia Pekín. En lugar de centrarse en
problemas bilaterales estrechos, debería tratar de desarrollar una verdadera
asociación con Pekín para proporcionar un liderazgo conjunto al sistema
económico global. Sólo un enfoque de "G-2" de este tipo hará
justicia, y se verá que hace justicia, al nuevo papel de China como
superpotencia económica global y, por ende, como arquitecto y administrador
legítimo del orden económico internacional.
El actual enfoque estadounidense
busca atraer a China para que se una al orden económico global existente. La
preferencia de Washington por el status quo es comprensible dado su éxito
básico y el papel destacado que le otorga, pero a China le incomoda la idea
misma de integrarse simplemente a un sistema en cuyo desarrollo no participó.
Tanto los funcionarios chinos como los académicos chinos están discutiendo
activamente estructuras alternativas en cuya creación China puede estar
presente. En un momento particularmente polémico de sus negociaciones para
ingresar a la OMC, el embajador chino supuestamente gritó: "Sabemos que
ahora tenemos que jugar a su manera, ¡pero en diez años fijaremos las
reglas!". Además, el sistema actual se ha vuelto cada vez más esclerótico,
y bien podría ser que la única manera de superar la enorme resistencia al
cambio (manifestada en posiciones como la negativa de Europa a reducir sus
cuotas excesivas y renunciar a algunos de sus asientos en el directorio
ejecutivo del FMI) sea emprender una revisión fundamental.
La actual política estadounidense
también pretende incluir duras medidas de cumplimiento para castigar la falta
de cooperación: Washington ha llevado a Pekín a la OMC para resolver
diferencias en varias ocasiones y ha tratado de movilizar al FMI y al G-7 para
que penalicen a China por la devaluación de su moneda. Pero las críticas de
Washington a Pekín no se han traducido en ninguna presión seria de represalia
porque demasiados estadounidenses reciben demasiados beneficios de sus
relaciones reales o potenciales con China como para que los responsables de las
políticas pongan en peligro la relación y porque otros países clave también se
muestran reacios a enfrentarse a China. Abandonar la posición actual y adoptar
un enfoque menos confrontativo podría ser la única manera de persuadir a China
para que empiece a cooperar.
En parte, la estrategia propuesta
aquí abordaría viejas cuestiones de nuevas maneras, reformulando los conflictos
como oportunidades para el progreso. Estados Unidos y China podrían acordar
construir sus acuerdos comerciales regionales de manera que apoyen, en lugar de
impedir, la liberalización multilateral subsiguiente, e incluso permitan una
eventual vinculación entre los organismos regionales. El fracaso en ofrecer
nuevas oportunidades significativas de apertura de mercados en la Ronda de Doha
se abordaría no como una conducta mercantilista legítima, sino como amenazas a
la OMC que pondrían en peligro la participación de ambos países en una economía
mundial abierta. Los desajustes cambiarios competitivos se tratarían como
desviaciones de las normas del FMI que perjudican a todos los socios
comerciales, especialmente a los países pobres. Washington admitiría que su
política fiscal errática ha contribuido a la sobrevaluación del dólar, de la
misma manera que Beijing admitiría que la subvaluación del yuan ha reflejado
una demanda interna china inadecuada y una intervención gubernamental excesiva.
Estados Unidos podría acompañar a China a la Agencia Internacional de Energía
para ayudar a organizar la respuesta de los países consumidores a los altos
precios del petróleo.
Se podrían adoptar medidas de
mayor alcance, como la creación de nuevas normas internacionales y acuerdos
institucionales para regular cuestiones importantes pero que actualmente no
están reguladas, como el calentamiento global y los fondos soberanos de inversión.
Hasta ahora, China se ha negado rotundamente a siquiera contemplar la
posibilidad de imponer restricciones vinculantes a sus emisiones de gases de
efecto invernadero. Lo mismo ha hecho Estados Unidos, pero es probable que esa
postura cambie drásticamente después de las elecciones presidenciales de
noviembre, gane quien gane. Sin embargo, un régimen de emisiones bien puede
llevar a la instalación de barreras comerciales en los países participantes
contra productos con alto contenido de carbono de países no participantes.
Además, no se puede abordar seriamente el calentamiento global sin China, que
se ha convertido en el mayor contaminante del mundo. A menos que Washington y
Pekín encuentren formas de cooperar para atacar el problema juntos, el resultado
podría ser una guerra comercial entre ellos y poca o ninguna acción en materia
de medio ambiente.
China ya ha mostrado cierto
escepticismo sobre la adopción de nuevas directrices internacionales, aunque
sean voluntarias y no vinculantes, en relación con la estructura y las
actividades de inversión de los fondos soberanos. Pero Estados Unidos está defendiendo
esos códigos para permitir la continuación de la inversión extranjera y evitar
el riesgo de reacciones proteccionistas internas. Como la economía
estadounidense depende especialmente del capital chino, sin un nuevo acuerdo
podría producirse un choque frontal sobre esta cuestión, desencadenado ya sea
por el rechazo de China a las nuevas directrices propuestas o por el rechazo de
Estados Unidos a las inversiones chinas en áreas particularmente sensibles.
Ya se trate de cuestiones nuevas
o antiguas, la idea básica sería la de crear un G-2 entre Estados Unidos y
China para dirigir el proceso de gobernanza global. Por supuesto, también sería
necesario que otras grandes potencias, como la UE y, en algunos temas, Japón,
participaran activamente. Las nuevas reglas, códigos o normas podrían
implementarse con frecuencia a través de instituciones multilaterales
existentes, como el FMI y la OMC. Algunas de ellas podrían funcionar mejor a
través de nuevas organizaciones mundiales creadas para tratar cuestiones
verdaderamente nuevas, como una organización ambiental global para gestionar la
política de cambio climático. Pero las defensas sistémicas eficaces contra los
desafíos económicos internacionales en el mundo de hoy deben comenzar con una
cooperación activa entre sus dos economías dominantes, Estados Unidos y China.
Por supuesto, dadas las
sensibilidades de otras potencias, sería impotente que Washington y Pekín
utilizaran públicamente el término "G-2", pero para que la estrategia
funcionara, Estados Unidos tendría que dar verdadera prioridad a China como su
principal socio en la gestión de la economía mundial, desplazando en cierta
medida a Europa. Es poco probable que otra cosa atraiga a China o comprometa lo
suficiente a Estados Unidos como para crear el liderazgo eficaz que el mundo
necesita tan desesperadamente.
Ya se han dado algunos pasos iniciales en esa dirección. Después de que yo lanzara la idea de un G-2 a fines de 2004, Robert Zoellick, en su nueva función de subsecretario de Estado, que asumió en febrero de 2005, inició conversaciones iniciales con sus homólogos chinos. En 2007, el secretario del Tesoro, Henry Paulson, intensificó el compromiso hasta llegar a lo que hoy se conoce como el Diálogo Económico Estratégico Estados Unidos-China, en el que participan los líderes de una decena de agencias ministeriales de cada país. Así pues, ya se han establecido los inicios de un marco institucional para un G-2 en funcionamiento, y ya se están desarrollando pautas de cooperación en temas como el medio ambiente y las finanzas internacionales. Pero no basta con que se considere a China como un "actor responsable". Hay que verla, y reconocerle todos los derechos, como un verdadero socio de liderazgo.
Una relación de ese tipo entre un
país desarrollado rico y uno pobre en desarrollo no tendría precedentes en la
historia de la humanidad, como tampoco lo tiene China, una superpotencia
económica pobre. Sin embargo, hay suficientes ejemplos de cooperación similar
en cuestiones específicas para sugerir que convertir las disputas entre Estados
Unidos y China en cuestiones de gestión sistémica puede ser extremadamente
eficaz. A fines de los años setenta, por ejemplo, Estados Unidos aplicaba
derechos compensatorios a decenas de productos brasileños porque los subsidios
a la exportación de Brasil representaban casi la mitad del valor de todas sus
ventas al exterior. Un ataque frontal a los subsidios era políticamente
inaceptable en Brasil, pero los dos países acordaron cooperar estrechamente en
la negociación de un nuevo código de subsidios para el Acuerdo General sobre
Aranceles Aduaneros y Comercio (el precursor de la OMC): este acuerdo resultó
ser simultáneamente el eje de una exitosa Ronda de Tokio de negociaciones
comerciales, una base para agregar una cláusula de perjuicio a la ley
estadounidense sobre derechos compensatorios y una base para la eliminación
gradual de la política de subsidios brasileña.
¿Están Estados Unidos y China
preparados para una reorientación tan sustancial? Washington tendría que
aceptar a China como un verdadero socio en la gestión de los asuntos económicos
globales, desarrollar una relación de trabajo íntima con un país asiático en
lugar de con sus aliados europeos tradicionales y colaborar de manera
constructiva con un régimen político autoritario en lugar de con una
democracia. Todos estos cambios plantearían desafíos sustanciales para los
responsables de las políticas estadounidenses y probablemente encontrarían
resistencia política interna.
China se está acercando
rápidamente a un momento en que la estrategia que ha elegido de integración a
la economía mundial la obligará a asumir una mayor responsabilidad por el
funcionamiento exitoso de esa economía. En otras palabras, sus propios intereses
deberían llevarla a aceptar una invitación de los Estados Unidos para ayudar a
encaminar el sistema en una dirección mutuamente aceptable. Los chinos están
debatiendo acaloradamente hoy si su país debe proceder unilateralmente o
trabajar dentro del sistema internacional, y una oferta de verdadera asociación
podría inclinar el resultado de ese debate de manera decisiva y constructiva,
aumentando la posibilidad de que China pueda continuar su trayectoria
ascendente sin provocar los enfrentamientos que han provocado las potencias en
ascenso anteriores.
Si China se muestra reticente a
acercarse demasiado a Estados Unidos (por ejemplo, debido a las continuas
controversias sobre cuestiones de seguridad), por supuesto existen otros
mecanismos institucionales. La UE podría ser miembro desde el principio de un
G-3, un grupo de las superpotencias económicas mundiales actuales. El nuevo
G-5, creado recientemente por el FMI para llevar a cabo su proceso consultivo
multilateral intensificado, al que se suman Japón y Arabia Saudita (para
representar a los productores de petróleo), es otra posibilidad. La necesidad
central es acoger a China en el contexto de un nuevo y eficaz grupo de
liderazgo a la luz de su papel crítico en la economía mundial y su deseo
legítimo de participar en la gestión sistémica en todas las etapas pertinentes
del proceso.
Durante siete mandatos sucesivos,
Estados Unidos ha optado por dialogar con China en lugar de enfrentarse a ella,
adoptando la opinión sumamente sensata de que provocar una confrontación
innecesaria sería profundamente contrario a los intereses estadounidenses. En
vista de las señales de que el avance económico de China continuará, la misma
lógica sugiere que Washington debería hacer todos los esfuerzos posibles para
dialogar con Beijing como un verdadero socio en la dirección de los asuntos
económicos globales. Como mínimo, la creación de un G-2 limitaría el riesgo de
que las disputas bilaterales se intensificaran y perturbaran la relación entre
Estados Unidos y China y la economía global en general. Como máximo, podría
iniciar un proceso que, con el tiempo, podría generar suficiente confianza y
entendimiento mutuo para producir una cooperación activa en cuestiones
cruciales.
En este momento, las perspectivas
de una cooperación tan activa son inciertas, pero además de sus diferencias,
ambos países comparten muchos intereses comunes y sus posiciones económicas
globales están convergiendo en lugar de divergir. Desarrollar una asociación
como la que se describe aquí no será fácil y exigirá mucho tiempo y esfuerzo,
pero las cuestiones en juego son tan importantes que incluso un éxito parcial
valdría la pena, y la única manera de evaluar la viabilidad de la idea es
intentarlo. Las próximas negociaciones para crear una estrategia global para
contrarrestar el calentamiento global ofrecen una oportunidad convincente para
un experimento de ese tipo.
C. FRED BERGSTEN es director del
Peterson Institute for International Economics. Este ensayo es una adaptación
de su próximo libro, en coautoría, China's Rise: Challenges and Opportunities
(Peterson Institute y el Center for Strategic and International Studies, 2008).
Nota: Traducción al español por Nuevo Orden Global
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