Joseph S. Nye, JR. / Project Syndicate
En aquel entonces, los líderes
no prestaron atención suficiente a los cambios en el orden internacional otrora
llamado «el concierto de Europa». Un cambio importante fue la fortaleza
creciente del nacionalismo. En Europa del este, el paneslavismo amenazaba a los
imperios otomano y austrohúngaro, en los que había grandes poblaciones eslavas.
Los autores alemanes escribían sobre batallas inevitables entre teutones y
eslavos, y los manuales escolares inflamaban las pasiones nacionalistas. El
nacionalismo resultó un vínculo más fuerte que el socialismo para las clases
trabajadoras europeas y que el capitalismo para los banqueros europeos.
Además, había una creciente
autocomplacencia respecto de la paz. Las grandes potencias llevaban cuarenta
años sin verse implicadas en una guerra en Europa. Claro que no faltaron crisis
(Marruecos en 1905‑06,
Bosnia en 1908, otra vez Marruecos en 1911, las guerras de los Balcanes en 1912‑13), pero todas habían sido
manejables. Sin embargo, los arreglos diplomáticos que resolvieron esos
conflictos atizaron frustraciones y un creciente apoyo al revisionismo. Muchos
líderes se convencieron de que una guerra breve y decisiva en la que ganara el
más fuerte sería un cambio bienvenido.
Una tercera causa de la
pérdida de flexibilidad en el orden internacional de principios del siglo XX
fue la política alemana, que era ambiciosa pero imprecisa y confusa. En la
búsqueda de poder del káiser Guillermo II hubo un grado terrible de torpeza.
Algo similar puede verse en el «Sueño Chino» del presidente Xi Jinping, en su
abandono de la estrategia paciente de Deng Xiaoping y en los excesos de la
diplomacia nacionalista que llevan adelante los «lobos guerreros» de China.
Hoy a la hora de formular
políticas hay que estar atentos al ascenso del nacionalismo en China y del
chauvinismo populista en los Estados Unidos. En combinación con la agresiva
política exterior china, una historia de enfrentamientos y una serie de
acuerdos insatisfactorios en relación con Taiwán, la posibilidad de una escalada
inesperada entre las dos potencias existe. Como señala Clark, cuando se
producen catástrofes como la Primera Guerra Mundial, «nos imponen (o parecen
hacerlo) la idea de su necesidad». Pero como concluye luego, en 1914 «el futuro
todavía estaba abierto; apenas. A pesar del endurecimiento de los frentes en
los dos campos armados de Europa, había signos de que el momento para una
confrontación importante podía ser pasajero».
Una estrategia exitosa demanda
evitar el síndrome del sonámbulo. En 1914 Austria estaba harta del advenedizo
nacionalismo serbio. El asesinato de un archiduque austríaco a manos de un
terrorista serbio fue el pretexto perfecto para un ultimátum. Antes de irse de
vacaciones, el káiser alemán decidió disuadir a una Rusia en ascenso y respaldar
a su aliado austríaco dando a Austria un cheque en blanco diplomático. Cuando
volvió y se enteró de lo que había escrito Austria en él, trató de rescindirlo,
pero ya era demasiado tarde.
Estados Unidos espera disuadir
a China de usar la fuerza, y preservar el limbo legal de Taiwán, que China
considera una provincia rebelde. Para ello, siguió por mucho tiempo una
política pensada para disuadir una declaración de independencia de jure por
parte de Taiwán y un ataque chino a la isla. Pero hoy algunos analistas
advierten que esta política de doble disuasión está desactualizada, porque el
creciente poder militar de China puede alentar a sus líderes a pasar a la
acción.
Otros creen que dar garantías
explícitas a Taiwán o señales de que Estados Unidos está yendo en esa dirección
puede obrar como una provocación para China. Pero incluso si esta se abstuviera
de una invasión a gran escala y sólo tratara de presionar a Taiwán con un
bloqueo o con la captura de alguna de las islas de su periferia, las
consecuencias de un incidente naval o aéreo con pérdida de vidas serían
imprevisibles. Si Estados Unidos respondiera congelando activos o invocando la
Ley de Negocios con el Enemigo, la guerra metafórica entre ambos países podría
tornarse enseguida real. Las enseñanzas de 1914 recomiendan cuidarse del sonambulismo,
pero no ofrecen un modo de manejar el problema de Taiwán.
Una estrategia estadounidense exitosa en relación con China empieza en casa, y exige preservar las instituciones democráticas que obran como factor de atracción en vez de coerción respecto de los aliados, invertir en investigación y desarrollo para mantener la ventaja tecnológica estadounidense y que Estados Unidos siga estando abierto al mundo. En el plano externo, Estados Unidos debe reestructurar sus viejas fuerzas militares para adaptarlas al cambio tecnológico; fortalecer la estructura de alianzas, incluida la OTAN y los acuerdos con Japón, Australia y Corea del Sur; mejorar las relaciones con la India; reforzar y suplementar las instituciones internacionales que ayudó a crear después de la Segunda Guerra Mundial con el objetivo de fijar normas y gestionar la interdependencia; y cooperar con China en cuestiones transnacionales allí donde sea posible. Hasta ahora, la administración Biden está siguiendo una estrategia de esa naturaleza, pero 1914 es un recordatorio constante en materia de prudencia.
En lo inmediato, dada la
asertividad de las políticas de Xi, es probable que Estados Unidos deba pasar
más tiempo en el lado de rivalidad de la ecuación. Pero la estrategia puede
funcionar, en la medida en que Estados Unidos evite la demonización ideológica
y el uso de analogías engañosas con la Guerra Fría y mantenga sus alianzas. En
1946, George Kennan predijo acertadamente que vendrían décadas de confrontación
con la Unión Soviética. Estados Unidos no puede contener a China, pero puede
restringir sus alternativas, influyendo en el entorno de su ascenso.
Si la relación
sinoestadounidense fuera un partido de póker, Estados Unidos se daría cuenta de
que tiene buenas cartas y no se dejaría vencer por el temor o por la creencia
en su decadencia. Pero incluso con buenas cartas se puede perder si se las
juega mal.
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