domingo, 28 de marzo de 2021

Una hoja de ruta para la crisis de gobernanza de Haití

Esglobal  /Georges Fauriol 


¿Cuáles son las posibles salidas a la compleja situación actual que vive el país caribeño?

Mientras la comunidad internacional reflexiona sobre el tipo de intervención que desea tener en la prolongada crisis de gobernanza en Haití, la situación sobre el terreno es cada vez más desalentadora. Las declaraciones del presidente Jovenel Moïse en los últimos meses, apartadas de las realidades prácticas del gobierno y cada vez más fantasiosas, se parecen mucho al realismo mágico. Sin una asamblea nacional en activo desde enero de 2020, Moïse está gobernando por decreto y ha aprobado diversas órdenes ejecutivas. A finales de 2020, había llevado a cabo más de 160 medidas diferentes, y ha comenzado 2021 con el mismo ritmo. Entre ellas hay varias.

En primer lugar, un decreto firmado el 26 de noviembre de 2020 por el que creó un organismo nacional de inteligencia (Agence Nationale d’Intelligence, ANI) y un confuso decreto de acompañamiento que, en teoría, está asociado al refuerzo de la seguridad pública. Los motivos de ambos parecen estar relacionados con el deseo de centralizar la vigilancia y los informes de inteligencia en el gabinete del presidente Moïse; en un país con una historia de liderazgo duro y autoritario, esta parece una consolidación del poder sospechosa.

Asimismo, en una muestra de incongruencia y curiosa elección del momento, el pasado otoño el Gobierno encontró tiempo para ampliar su relación con Marruecos con la apertura de una nueva embajada en Rabat. Y, no se sabe por qué, anunció que iba a abrir también un consulado en el territorio del Sáhara Occidental, bajo control marroquí; una extraña prioridad y un gasto absurdo de capital material y humano, teniendo en cuenta la limitada actividad diplomática de Haití.

Más recientemente, en una medida pensada para hacer frente al aumento de la violencia de las bandas organizadas y, en particular, los secuestros, el Gobierno decretó la prohibición de las ventanas ahumadas en los automóviles (excepto para ciertos tipos de vehículos gubernamentales, diplomáticos y similares). El anuncio, como era de esperar, se encontró con el rechazo legal y la confusión de la población, dudas sobre la posibilidad de imponer la orden en la calle y otro inconveniente increíble: interpretaciones distintas del decreto por parte del primer ministro y diversos miembros del Ejecutivo.

Otras acciones presidenciales que han repercutido más en todo el sistema, son, por ejemplo, varios casos en los que el Gobierno ha intentado acelerar el calendario de acontecimientos políticos que están en la base de la crisis actual. A partir de la propuesta relativamente razonable que figuraba en la Constitución de 1987 y que, en la práctica, plasmó el desequilibrio entre el poder Ejecutivo y el Legislativo, en enero de 2020 el presidente Moïse decidió primero reconstruir la maquinaria electoral; segundo impulsar un proceso de reforma constitucional y un referéndum sobre ese estatuto nacional revisado y tercero convocar elecciones nacionales para el otoño de 2021.

El hecho de que todas estas decisiones no se atengan a los procedimientos establecidos en la Constitución es un problema fundamental difícil de eludir. Para empezar, el mecanismo de un comité consultivo independiente elegido para dar forma al proceso de reforma constitucional es opaco. El borrador constitucional hecho público el 2 de febrero imponía un proceso de consulta pública inverosímil, de 20 días, y una campaña sospechosamente breve hasta el referéndum de abril (ahora aplazado a junio). Además, entre las medidas tomadas para garantizar el funcionamiento de la maquinaria electoral nacional de Haití —apoyada en el famoso consejo electoral provisional (desde 1987), Conseil Electorale Provisoire, CEP— está la aprobación de unos procedimientos que han cortocircuitado el proceso constitucional en su conjunto y no solo han dejado en el aire su legalidad, sino que quizá han plantado las semillas de otras crisis para gobiernos futuros.

Los acontecimientos posteriores han llevado Haití al pandemónium político. Pese a no disponer de la autoridad oficial necesaria, el 8 de febrero Moïse obligó a tres magistrados del Tribunal Supremo de Haití a jubilarse e incluso detuvo a uno de ellos durante varios días. Los hechos coincidieron con la decisión de los grupos de la oposición política y la sociedad civil de designar a uno de esos jueces (Joseph Mécènes Jean-Louis) como “presidente provisional” e interino de Haití. Previamente, el 6 de febrero, el Consejo Superior del Poder Judicial había dictado el fin del mandato de Moïse, un veredicto que el Gobierno no recibió precisamente bien. Al día siguiente, las autoridades anunciaron que habían desbaratado un intento de golpe y habían detenido a 18 personas. El hecho de que el anuncio se hiciera en una rueda de prensa celebrada en el aeropuerto —cuando el presidente se disponía a ir al norte del país, aparentemente impertérrito pese a la situación— ha suscitado un escepticismo considerable sobre la versión gubernamental.

Estos hechos tienen un punto de partida peligrosamente inestable, que es la disputa no resuelta sobre la fecha en la que termina el mandato presidencial de Moïse (7 de febrero de 2021 o 7 de febrero de 2022). A ello hay que añadir que el Gobierno aplazó las elecciones parlamentarias y locales de octubre de 2019, lo que provocó la disolución del Parlamento nacional —ya reducido a un grupo de 10 senadores electos— a principios de 2020 y el paso de Moïse a gobernar por decreto a partir del 7 de febrero de ese año. Desde entonces, el presidente, cada vez más autocrático, parece actuar en un universo político paralelo, posible gracias a la ausencia de alternativa política real y la indiferencia de la comunidad internacional.

Después de que Moïse alterara su política sobre Venezuela de acuerdo con los deseos del gobierno de Trump, Washington cambió sus prioridades, lo que explica en parte que la reacción internacional ante los recientes sucesos de Haití haya estado tan asombrosamente carente de consenso estratégico. Cuando la ONU y la Organización de Estados Americanos (OEA), a finales de 2020, hicieron sendos anuncios que sugerían un apoyo internacional al calendario electoral de Haití para 2021 —sin ofrecer demasiados detalles—, pareció que respaldaban la afirmación de Moïse de que su mandato terminará en 2022. Pero además colocaron a la comunidad internacional en una situación complicada. Se vio con toda claridad cuando la Administración de Biden, en una de sus primeras declaraciones sobre Haití, dio la impresión de que reproducía las de la ONU y la OEA, al repetir casi de paso el apoyo de Estados Unidos a las elecciones, pero sin añadir gran cosa. En el Congreso, donde se esperaba más del nuevo Gobierno, surgieron voces más críticas; pero este lento goteo de declaraciones hace que parezca que el aparato de política exterior de Washington no viera venir la crisis, cosa poco probable. No obstante, sin una vía de avance clara para Haití, la única certeza es que acabará estallando una crisis todavía más pronunciada.

Para Estados Unidos y la comunidad internacional, cualquier respuesta a la crisis política de Haití implicará un difícil ejercicio de equilibrismo: no provocar la ira de los que se oponen a cualquier intervención exterior y temen que las potencias extranjeras ejerzan demasiada influencia en los asuntos internos haitianos y, al mismo tiempo, asumir las expectativas de que Washington acabará interviniendo para resolver la crisis actual. A ello hay que añadir que la comunidad internacional ha perdido credibilidad en Haití tras una serie de misiones de la ONU con escasos resultados sostenibles desde los 90. Aunque el historial de intervenciones internacionales en el país desde la década de los 80 justifica esas preocupaciones, también pone de relieve que, para EE UU, no hacer nada no es una opción prudente.

¿Qué hoja de ruta puede haber, entonces, para resolver la crisis? Podemos enmarcarla en cuatro conceptos políticos generales:

Primero: la Constitución de 1987 contiene elementos disfuncionales y en algún momento habrá que reformarla; pero la manera exacta de llevar a cabo esa reforma es de la máxima importancia. Y el proceso emprendido por el Gobierno de Moïse carece de toda credibilidad.

Segundo: dado que el plazo del 7 de febrero ya quedó atrás, que el mandato presidencial acabara o no en esa fecha es un debate puramente académico. Lo que importa es qué va a suceder a partir de ahora. Objetivamente, la postura del Gobierno (permanecer en sus cargos) y la de sus rivales políticos (que Moïse abandone el poder de inmediato) parecen incompatibles. La oposición ha propuesto un gobierno provisional o de transición, pero esa vía también está llena de peligros. Designar a un primer ministro que sea verdaderamente independiente quizá no baste para contentar a la oposición, pero hay que estudiarlo, suponiendo que exista un candidato así. Tampoco hay que descartar la posibilidad de designar a personajes independientes para ocupar ministerios en el gobierno constituido a finales del año pasado, con el fin de gestionar los vínculos con los partidos políticos y el proceso electoral. Los agentes políticos y de la sociedad civil deben ser precavidos ante las consecuencias de sustituir al Gobierno, porque ese paso, en la práctica, les daría inmediatamente la responsabilidad de administrar los asuntos políticos, económicos y sociales, que se encuentran en un momento de extrema tensión (especialmente debido a la pandemia mundial). Teniendo en cuenta el creciente grado de inseguridad nacional, esta opción puede terminar mal y empujar a la comunidad internacional a verse en un papel que preferiría evitar.

Tercero: dado que la comunidad internacional aporta los recursos financieros y técnicos necesarios para celebrar unas elecciones creíbles, los principales agentes internacionales deben poder ser mediadores en la estancada situación política y constitucional del país. Hay que construir un consenso estratégico que parta de una evaluación clara de la realidad: que Haití no está en condiciones de celebrar dos comicios nacionales (un referéndum y unas elecciones presidenciales y parlamentarias simultáneas) en los próximos nueve meses. El Gobierno de Moïse, la sociedad civil y la oposición política, así como la comunidad internacional, tienen que respetar unas normas electorales básicas: unas elecciones (incluida la campaña) sin violencia, accesibles a los votantes, apoyadas en un proceso de inscripción de votantes que inspire confianza, y el acceso garantizado a una maquinaria electoral profesional que produzca resultados verificables.

Es una tarea difícil, en la que las autoridades haitianas, pese al enorme apoyo internacional, han fracasado una y otra vez. En estas circunstancias, ¿qué consulta es más importante? El referéndum constitucional, que ha seguido un procedimiento discutible, trastocaría el panorama político nacional y constituye una distracción operativa muy costosa. La decisión debe ser innegociable y señala la necesidad urgente de abordar el calendario aplazado de elecciones nacionales de Haití: para asegurar su propia viabilidad, el Gobierno de Moïse debe utilizar esta vía electoral para salir de una situación política que se ha vuelto precaria.

Cuarto: la obtención de los recursos financieros y técnicos necesarios para celebrar unas elecciones creíbles implica, en el mejor de los casos, un consorcio de países, organismos multilaterales e instituciones no gubernamentales y, en el peor, mandatos solapados, oportunidades desperdiciadas, despilfarro y fracasos espectaculares. Este proceso necesita un compromiso total y transparente por parte de Haití, que englobe a la sociedad civil y a los partidos políticos. El carácter estratificado y multidimensional de estos esfuerzos pone de relieve la necesidad de que Estados Unidos mantenga una colaboración multilateral, un pleno diálogo con otros agentes cruciales, en especial Canadá, la UE (particularmente Francia), los vecinos de Haití en la CARICOM y consultas discretas con la República Dominicana y otros países (como, Chile) que, en las últimas décadas, se han relacionado con Haití a través de mecanismos multilaterales. Los responsables políticos deben pensar también en tender la mano a la abundante y cada vez más politizada diáspora haitiana en Norteamérica, no con fines partidistas, sino para dar un carácter verdaderamente haitiano a los esfuerzos de la comunidad internacional.

Por último, para avanzar en Haití, la diplomacia estadounidense podría incorporar también otros dos elementos. A corto plazo, el carácter multilateral de la política de Estados Unidos respecto al país indica que sería útil nombrar a un enviado especial (o crear un puesto especializado similar), quizá con un mandato limitado a un año. La intención no sería duplicar el trabajo del embajador —ni de la maquinaria de relaciones internacionales en general—, sino garantizar una relación sólida y sostenida de la comunidad internacional con Haití. Una segunda propuesta, más a largo plazo, es la posibilidad de que en el Congreso estadounidense se constituya un grupo (caucus) bipartidista para ocuparse de Haití. Aunque no es una idea nueva, vale la pena revisarla, porque la formación de dicho grupo podría contribuir a refinar la política respecto al país caribeño y crear un punto de referencia en Washington para los agentes políticos y de la sociedad civil haitiana. 

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia

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