martes, 18 de agosto de 2020

Bielorrusia no es Ucrania (ni Armenia)

NICOLÁS DE PEDRO

/ POLITICA EXTERIOR


Aleksandr Lukashenko se tambalea, pero nadie puede saber con certeza qué va a pasar en Bielorrusia. En clave doméstica resulta evidente que el régimen no controla la situación. Las movilizaciones y huelgas son cada vez más masivas y transversales. La sociedad bielorrusa parece haber perdido el miedo y cruzado ese Rubicón que hace que regímenes autoritarios aparentemente invulnerables se derrumben súbitamente como un castillo de naipes.

Sin embargo, conviene ser prudente. Aunque su legitimidad haya quedado herida de muerte y su posición sea más frágil que nunca, Lukashenko aún puede tratar de aumentar el nivel de violencia y presión. Una jugada arriesgada ya que el compromiso de las fuerzas armadas y aparato de seguridad del régimen podría resquebrajarse y propiciar un colapso abrupto. Lukashenko está claramente desesperado y no cabe descartar nada. De hecho, su súplica pública y expresa a Vladímir Putin para que intervenga solo cabe interpretarse como una muestra de desesperación. Esta solicitud y los movimientos que ya se detectan en Moscú introducen una variable fundamental que puede determinar lo que suceda en los próximos días. La cuestión ya no es si Rusia intervendrá, sino cuándo y cómo.

No obstante, conviene no perder de vista que la crisis bielorrusa es de gestación endógena y, hasta el momento, carente de connotaciones geopolíticas. Las manifestaciones no son ni a favor ni en contra de Rusia, la Unión Europea o Estados Unidos. Son los errores cometidos por el propio Lukashenko los que, en buena medida, han propiciado esta crisis que puede acabar con él. Sin su desdén y prejuicios machistas es probable que las circunstancias hubieran sido mucho más adversas para el trío de mujeres liderado por Svetlana Tijanóvskaya convertidas en el símbolo que ha galvanizado la esperanza de cambio. Sin su cerrazón y nefasta gestión de la pandemia, quizá la reelección hubiera sido, como cabía esperar hace apenas seis meses, un simple ejercicio rutinario.

El desprecio mostrado hacia la voluntad popular con una manipulación electoral excesivamente burda ha sido un error no forzado y la gota que ha colmado la paciencia de la sociedad bielorrusa. Así que no ha sido, como arguye ahora el régimen, una injerencia exterior sino el resultado de una crisis coyuntural unida al estancamiento económico y el cansancio con un dictador que lleva 26 años monopolizando el poder y aspira a hacer de su hijo Nikolai, de 15 años, su heredero al frente del país.

En las próximas horas y días, la resistencia de la población movilizada será tan crucial como los cálculos de quienes forman parte y sostienen al régimen y, desde este fin de semana, lo que decida hacer el Kremlin. Vista desde Moscú, esta crisis representa una oportunidad para sellar definitivamente su control estratégico sobre Bielorrusia o, incluso, absorber los seis oblasts (provincias) bielorrusos dentro de la estructura federal rusa.

Moscú reclama de forma insistente la implementación del tratado para la creación del Estado de la Unión [Союзного государства] entre Rusia y Bielorrusia, firmado en diciembre de 1999. En el comunicado emitido por el Kremlin a resultas de la conversación el 16 de agosto entre Lukashenko y Putin, Rusia “reafirma su disposición para prestar la asistencia necesaria para resolver el desafío que afronta Bielorrusia en base a los principios del tratado (…), y también a través de la Organización del Tratado de Seguridad Colectiva (OTSC) si fuera necesario”. Es decir, el Kremlin fija el precio y el potencial alcance de su asistencia, evitando al mismo tiempo vincular explícitamente su intervención a la figura de Lukashenko.

La relación personal entre Putin y Lukashenko nunca ha sido particularmente fluida y es sabido que con Dmitri Medvédev fue pésima. Su intento de maximizar sus ganancias y asegurar la soberanía bielorrusa a costa de bascular sutilmente hacia Occidente en momentos clave ha irritado profundamente al Kremlin. Así, Bielorrusia no ha reconocido formalmente ni las independencias de Osetia del Sur o Abjasia ni la anexión de Crimea. Obviamente, el temor a correr una suerte similar a la de Georgia o Ucrania explican la prudencia y matices de la política exterior de Minsk en la última década y sus intentos de apertura hacia la UE y EEUU.

La visita en febrero de este año del secretario de Estado, Mike Pompeo, a Minsk ha sido particularmente relevante. Además del anuncio de restablecer mutuamente a sus embajadores tras 12 años de ausencia, Pompeo indicó que EEUU estaba en disposición de garantizar el total de las necesidades de petróleo del país a un precio competitivo. Bielorrusia lleva tiempo explorando opciones como Azerbaiyán o Noruega para diversificar su suministro energético y reducir su dependencia de Rusia. Aunque es poco probable que este empeño consiga modificar sustancialmente la dependencia estructural con respecto a Rusia, este y otros gestos de alto valor simbólico no han hecho sino agudizar la irritación del Kremlin.

En lo que cabe interpretar como un claro mensaje de Moscú a su –en teoría– aliado más estrecho, las televisiones rusas, ampliamente seguidas en el país vecino, ofrecieron inicialmente una cobertura de las manifestaciones en Bielorrusia muy crítica con Lukashenko. Un recordatorio de lo frágil de su posición y de que Moscú podría contemplar un reemplazo. El popular e inefable Vladímir Zhirinovski, conocido por lanzar globos sonda del Kremlin y formar parte de la oposición sistémica o simulada de la Duma rusa, ha hecho un llamado a acabar con el “parásito” Lukashenko y mostrado sus simpatías por los bielorrusos que se manifiestan.

No obstante, a lo largo de este último fin de semana, los mensajes se han ido modulando y dando mayor peso a las teorías conspirativas sobre supuestas injerencias y concentración de fuerzas de la OTAN en la frontera con Polonia, Lituania y Letonia. La portavoz del ministerio de Exteriores ruso, María Zajárova, ha hecho referencia a los intentos de desestabilización de Bielorrusia desde el exterior. Una indicación de que podría estar preparándose el terreno para una intervención militar en el marco de la OTSC como la ensayada, por ejemplo, durante los ejercicios Zapad 2017.

Otra interpretación posible (y complementaria) para la inicial cacofonía mediática rusa con relación a Lukashenko es la ausencia de una línea clara desde el Kremlin dados los dilemas sobre cómo abordar la crisis bielorrusa. Un Lukashenko aislado y desesperado es presa fácil para el Kremlin, pero un despliegue muy visible para sostener a un dirigente incapaz y fracasado no es una opción demasiado atractiva. Además, ninguna cara visible de la oposición tiene una agenda proeuropea u hostil a Rusia. De hecho, son conocidos los vínculos de mayor o menor intensidad de todos ellos con actores políticos o grupos de poder rusos. Por consiguiente, una intervención que ayude a aplastar unas movilizaciones masivas y transversales corre el riesgo de ser contraproducente y alienar una opinión pública bielorrusa generalmente prorrusa.

No obstante, no conviene confundir esta simpatía con un respaldo a la absorción por parte de Rusia. Una opción que apoya menos del 7% de la población según el último estudio publicado por la Academia de las Ciencias bielorrusa. Es decir, Moscú podría correr el riesgo de enfrentarse (o crear) una suerte de Praga del 68 o Budapest del 56. De igual forma, los rusos en general sienten simpatía y cercanía con los bielorrusos y sería probablemente difícil –sobre todo después de las coberturas iniciales– convencerles de que la población local debe ser protegida de una amenaza nazi-fascista local con vínculos con la OTAN. O, lo que es lo mismo, adaptar al contexto bielorruso uno de los principales bulos empleados en Ucrania.

Otra opción no exenta de dilemas es facilitar la caída de Lukashenko. Ni su caída ni el eventual ascenso de Tsijanóvskaya o cualquier otro candidato –incluso algún tapado proveniente del establishment actual– entraña un giro hacia Occidente. Lo que unido a las escasas opciones para que la UE o EEUU tengan algún peso significativo sobre el terreno ofrece un amplio margen de actuación al Kremlin. Sin embargo, el éxito de una revolución cívica en Bielorrusia podría representar a medio plazo un peligro mayor para Putin que los tímidos equilibrios geopolíticos de Lukashenko. El mayor temor de Putin es que protestas como las de Minsk o Jabárovsk actúen como percutor inesperado de una súbita ola de contestación. Legitimar una, puede inspirar otras.

Asimismo, ni la cercanía étnica ni la posición geográfica de Bielorrusia facilitan que el Kremlin adopte un enfoque similar al de Armenia en mayo de 2018 (o Kirguistán en abril de 2010). Es decir, que Moscú acepte el triunfo de unas protestas populares toda vez que sus intereses geopolíticos no son cuestionados. Pero Armenia es un país dependiente militarmente de Moscú, enclavado entre dos vecinos hostiles como son Azerbaiyán y Turquía y muy periférico visto desde Europa. Nada que ver con una Bielorrusia fronterizo con tres miembros de la UE y la OTAN, además de Ucrania. Por consiguiente, aunque todos estos precedentes, particularmente el ucraniano, son útiles para contextualizar la crisis bielorrusa y las percepciones en el Kremlin, no conviene extraer demasiadas inferencias. Bielorrusia es Bielorrusia, y lo único seguro es que Rusia no contempla la posibilidad de perder Minsk. A partir de ahí, terra ignota.

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