miércoles, 4 de mayo de 2011

MILLONES DE PERSONAS PASAN HAMBRE EN EL MUNDO





Foreign Policy

Abhijit Banerjee y Esther Duflo



Pero ¿y si los expertos se equivocan?

Para muchas personas en Occidente, la pobreza es casi sinónimo de hambre. De hecho, el anuncio de la Organización de Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), en 2009, de que más que 1.000 millones de personas pasaban hambre, inundó los titulares como nunca lo habían logrado los cálculos del Banco Mundial sobre el número de pobres que viven con menos de un dólar diario.


Pero, ¿es cierto? ¿De verdad hay más de 1.000 millones de personas que se acuestan hambrientos cada noche? Nuestra investigación al respecto nos ha llevado a aldeas rurales y a atestadas favelas de todo el planeta. Así hemos recopilado datos y hemos hablado con los pobres sobre lo que comen y lo que compran, desde Marruecos a Kenia, de Indonesia a India. También hemos tenido acceso al acervo de conocimientos de nuestros colegas académicos. Lo que hemos descubierto es que la historia del hambre -y de la pobreza en términos más generales- es mucho más compleja que una estadística o una gran teoría; es un mundo en el cual los que no tienen suficiente para comer son capaces, por el contrario, de ahorrar para comprar un televisor; en el que tener más dinero no se traduce necesariamente en comer más alimentos, y en el que, en ocasiones, abaratar el arroz puede llevar a la gente, incluso, a comprar menos.

Pero lamentablemente, esto no coincide siempre con el mundo según lo ven los expertos. Muchos de ellos aún promueven soluciones radicales e ideológicas a problemas para los que no valen respuestas de talla única, poniendo en cuestión la ayuda extranjera, por ejemplo, mientras la realidad sobre el terreno tiene poco que ver con las feroces batallas políticas que ellos sostienen.


Jeffrey Sachs, asesor de Naciones Unidas y director del Instituto de la Tierra de la Universidad de Columbia, es uno de estos expertos. En libros y en incontables discursos y apariciones en televisión, ha defendido que los países pobres lo son porque son cálidos y estériles, están infestados de malaria y, a menudo, carecen de litoral.


Esos factores les impiden ser productivos sin una gran inversión inicial que les ayude a hacer frente a esos problemas endémicos. Sin embargo, no pueden pagar las inversiones precisamente porque no tienen dinero: están en lo que los economistas llaman la trampa de la pobreza. Mientras no se haga algo al respecto, ni los mercados libres ni la democracia les servirá de mucha ayuda.


Pero luego hay otros oradores igualmente activos que creen que todas las respuestas de Sachs están equivocadas. William Easterly, que combate a Sachs desde la Universidad de Nueva York, en el otro extremo de Manhattan, se ha convertido en uno de los más influyentes detractores de la ayuda, en sus libros The Esquive Quest for Growth y The White Man’s Burden. Dambisa Moyo, una economista que trabajó en el grupo de inversión Goldman Sachs y en el Banco Mundial, ha unido su voz a la de Easterly con su reciente libro Dead Aid. Ambos sostienen que la ayuda hace más mal que bien. Impide que las personas busquen sus propias soluciones, al tiempo que corrompe y socava las instituciones locales y crea un lobby de agencias de ayuda que se reproduce a sí mismo.


Defienden que la mejor opción para los países pobres se basa en una idea simple: cuando los mercados son libres y los incentivos son los adecuados, la gente encuentra maneras de resolver sus problemas. No necesitan donaciones extranjeras ni de sus propios gobiernos. En este sentido, los pesimistas de la ayuda son, en realidad, bastante optimistas sobre la manera en la que funciona el mundo. Según Easterly, no existe la trampa de la pobreza.


Este debate no puede resolverse en abstracto. Para averiguar si hay, de hecho, trampas de la pobreza, y, en caso afirmativo, dónde están y cómo ayudar a los pobres a salir de ellas, tenemos que comprender mejor los problemas concretos a los que se enfrentan. Algunos programas de asistencia ayudan más que otros, ¿pero cuáles? Averiguarlo nos exigió salir de la oficina y examinar más detenidamente el mundo.


En 2003, fundamos lo que se convirtió en el Laboratorio de Acción sobre la Pobreza Abdul Latif Jameel (J-PAL). Una parte esencial de nuestra misión es investigar realizando ensayos aleatorios de control -similares a los tests utilizados en medicina para probar la eficacia de un medicamento- para entender lo que funciona y lo que no en la lucha contra la pobreza en el mundo real. En términos prácticos, esto significaba que teníamos que empezar a comprender cómo viven de verdad los pobres.


Hablemos, por ejemplo, de Pak Solhin, que reside en una pequeña aldea de Java Occidental, Indonesia. En una ocasión, nos explicó cómo funcionaba exactamente una trampa de la pobreza. Sus padres tenían un poco de tierra, pero también trajeron al mundo a 13 hijos y tuvieron que construir casas para todos ellos y sus familias, con lo que no les quedó tierra para el cultivo. Pak Solhin había trabajado como jornalero, lo que le proporcionaba una paga de hasta 10.000 rupias al día (alrededor de 2 dólares). Sin embargo, un reciente aumento de los precios de fertilizantes y combustibles, obligó a los agricultores a economizar.


Los granjeros locales no decidieron reducir salarios, nos dijo Pak Solhin, sino dejar de contratar braceros. Como consecuencia, en los dos meses previos a nuestro encuentro, en 2008, no había encontrado empleo en la agricultura ni siquiera un día. Estaba demasiado débil para trabajos más físicos, era demasiado inexperto para los trabajos más cualificados, y a sus 40 años, resultaba demasiado viejo para ser un aprendiz. Nadie iba a contratarle.


Pak Solhin, su esposa y sus tres hijos tomaron medidas drásticas para sobrevivir. Su esposa se marchó a Yakarta, a unos 80 kilómetros, donde encontró un trabajo como sirvienta, pero no ganaba lo suficiente para alimentar a sus hijos. El hijo mayor, buen estudiante, abandonó la escuela a los 12 años y comenzó a trabajar como aprendiz en una obra. A los dos menores les mandaron a vivir con sus abuelos. Pak Solhin sobrevivió con las alrededor de 9 libras (equivalente a unos 4 kilos) de arroz subsidiado que recibía semanalmente del Gobierno, y de los peces que pescaba en un lago cercano. Su hermano le daba de comer de vez en cuando. Una semana antes de la última conversación que mantuvimos con él, había tomado dos comidas al día durante cuatro días, y sólo una en los otros tres siguientes.

El hambre sigue existiendo, pero sólo por la forma en que los alimentos se reparten. No hay escasez en términos absolutos.

Pak Solhin se encontraba aparentemente sin opciones y, sin dudarlo, atribuyó su problema a la falta de alimentos. Tal y como él lo veía, los agricultores no estaban interesados en contratarle porque temían que no pudieran pagarle suficiente para evitar que padeciera inanición; y si él estaba muerto de hambre, sería inútil en el campo. Lo que él describió fue la clásica trampa de la pobreza basada en la alimentación, como se conoce en el mundo académico.


La idea es simple: el cuerpo humano necesita un cierto número de calorías para sobrevivir. Así, cuando alguien es muy pobre, los alimentos que puede permitirse son apenas suficientes para realizar los movimientos básicos para mantenerse vivo y para obtener los magros ingresos con los que comprar esos alimentos. Pero a medida que las personas se hacen más ricas, pueden comprar más alimentos y comida, que aumentarán su fuerza, lo que permite que la gente produzca mucho más de lo que necesitan comer para sobrevivir.


Esto crea una relación entre los ingresos de hoy y los de mañana: los muy pobres ganan menos de lo que necesitan para poder realizar un trabajo aceptable, pero aquellos que tienen suficiente para comer pueden trabajar más. Esta es la trampa de la pobreza: los que nada tienen se empobrecen cada vez más, los que más tienen se hacen más ricos y comen mejor, se hacen más fuertes y la brecha sigue creciendo.


Pero aunque la explicación de Pak Solhin de cómo alguien puede verse atrapado en la inanición es perfectamente lógica, había algo vagamente preocupante en su narración. No nos conocimos en un Sudán devastado por la guerra ni en un área inundada de Bangladesh, sino en una aldea de la próspera Java, donde incluso tras el incremento en los precios de los alimentos en 2007 y 2008, había mucha comida disponible y alimentos básicos no costaban mucho.


Todavía comía lo suficiente para sobrevivir; ¿por qué no había nadie dispuesto a ofrecerle esa pequeña cantidad extra de alimento que le haría más productivo a cambio de un día entero de trabajo? Dicho de un modo más general, aunque la trampa de la pobreza por hambre es sin duda una posibilidad lógica, ¿es de verdad relevante para la mayoría de las personas pobres de hoy? ¿Cuál es la mejor manera, si es que la hay, en la que el mundo puede ayudarles?


La comunidad internacional, sin duda, ha comprado la idea de que existen trampas de la pobreza, y de que son la razón por la que millones de seres humanos pasan hambre. El primer Objetivo de Desarrollo del Milenio de Naciones Unidas, por ejemplo, es "erradicar la pobreza extrema y el hambre". En muchos países, la definición de pobreza se ha relacionado con la alimentación.


El umbral para determinar si alguien era pobre equivalía al presupuesto necesario para comprar comida con un determinado número de calorías, además de algunas otras compras indispensables, como la vivienda. Un pobre ha sido definido en esencia como alguien que no tiene para comer.


Por ello, no sorprende que las iniciativas de los gobiernos para ayudar a los pobres se fundamenten en la idea de que estos necesitan alimentos de forma desesperada y en que la cantidad es lo que importa. Los subsidios alimentarios son omnipresentes en Oriente Medio.

Egipto gastó 3.800 millones de dólares (2.500 millones de euros) en este tipo de subsidios en el año fiscal 2008, alrededor del 2% de su PIB. Indonesia distribuye arroz subvencionado. Muchos Estados de India tienen un programa similar. Por ejemplo, en el Estado de Orissa, los pobres tienen derecho a adquirir 55 libras (unos 25 kilos) de arroz al mes a una rupia el cuarto de kilo, aproximadamente; un 20% por debajo del precio de mercado.


El Parlamento indio está debatiendo ahora una ley del derecho a la alimentación, lo que permitiría demandar al Gobierno si uno se está muriendo de hambre. Tal ayuda alimentaria es una pesadilla logística. En India, se estima que más de la mitad del trigo y un tercio del arroz se pierde en el camino. Para apoyar la ayuda alimentaria directa en esta circunstancia, uno tendría que estar por completo convencido de que lo que los pobres necesitan por encima de todo es más grano.


Pero ¿qué sucede si los pobres no sufren, en general, escasez de ingesta de alimentos? ¿Qué pasa si la realidad es que comen el tipo incorrecto de comida, lo que les priva de los nutrientes necesarios para convertirse en adultos normales y saludables? ¿Qué sucede si no se están muriendo de hambre, sino que eligen gastar su dinero en otras prioridades? Los responsables políticos y expertos en desarrollo tendrían que volver a pensar sus ideas sobre el hambre. Y las agencias de ayuda y los gobiernos deberían dejar de invertir dinero en programas fallidos y centrarse en cambio nuevas formas de mejorar de verdad la vida de los más pobres del mundo.

Consideremos el caso de India, uno de los grandes enigmas en esta época de crisis alimentarias. La historia que suele salir en los medios sobre este país, al menos cuando se trata de alimentos, narra el rápido aumento de la obesidad y la diabetes, a medida que la clase media-alta urbana se hace más rica. Sin embargo, la realidad de la nutrición en India durante el último cuarto de siglo, como han demostrado el profesor de Princeton Angus Deaton y el profesor en la Universidad de Allahabad y asesor especial para el Gobierno de India Jean Drèze, no es que los indios estén cada vez más gordos, sino que cada vez comen menos.


A pesar del rápido crecimiento económico del país, ha disminuido la ingesta per cápita de calorías. Además, el consumo del resto de nutrientes -excepto las grasas- también parece bajar entre todos los grupos, incluso entre los más pobres. Hoy, más de tres cuartas partes de la población vive en hogares cuyo consumo de calorías per cápita es inferior a 2.100 en las zonas urbanas y 2.400 en zonas rurales –cifras que son citadas a menudo como "umbrales mínimos" en India para los trabajadores manuales. Las personas más ricas aún comen más que los pobres, pero, en todos los ingresos, ha disminuido la proporción del presupuesto dedicado a la alimentación y las personas consumen menos calorías.


¿Qué está pasando? El cambio no está causado por la disminución del capital. En general, los indios ganan más que nunca. Tampoco se debe a un incremento de los precios de los alimentos (de hecho, los precios bajaron, entre principios de los 80 del siglo pasado y el año 2005, por comparación con los de otros bienes, tanto en la India rural como en la urbana). Aunque los precios de la comida han empezado a aumentar de nuevo desde 2005, los indios comenzaron a comer menos precisamente cuando los precios de los alimentos estaban bajando.


De este modo, no parece que los pobres, incluso los que la FAO calificaría de “hambrientos” basándose en lo que ingieren, deseen comer mucho más incluso cuando pueden hacerlo. En realidad, parece que ahora comen menos. ¿Cómo podría explicarse esto? Bueno, para empezar, asumamos que los pobres saben lo que están haciendo. Después de todo, son los que comen y trabajan. Si pudieran ser considerablemente más productivos y ganar mucho más por comer más, entonces lo harían. Así que, ¿es posible que comer más no nos haga mucho más productivos, y como consecuencia, no hay ninguna trampa de la pobreza causada por la alimentación?


Una de las razones por la cual es posible que estas trampas no existan es que la mayoría de las personas tienen para comer. Vivimos en una época teóricamente capaz de alimentar a toda la población del planeta. En 1996, la FAO calculaba que la producción mundial de comestibles era suficiente para proporcionar al menos 2.700 calorías diarias por persona. El hambre sigue existiendo, pero sólo por la forma en que los alimentos se reparten o distribuyen.


No hay escasez en términos absolutos. Utilizando datos sobre los precios de Filipinas, calculamos el coste de la dieta más barata que pudiera proporcionar 2.400 calorías. Sólo costaría unos 21 centavos (de dólar) al día -muy asequible incluso para los más pobres, pues la línea de la pobreza ronda el dólar diario.


El truco es que implicaría comer sólo plátanos y huevos, algo que nadie quiere hacer un día sí y otro no. Pero si la gente estuviera dispuesta a comer plátanos y huevos cuando lo necesitaran, encontraríamos muy pocas personas atrapadas en la pobreza por no tener suficiente para comer. Las encuestas indias lo confirman. El porcentaje de personas que dicen no tener suficiente comida ha disminuido radicalmente con el tiempo, desde el 17% en 1983 al 2% en 2004. Por lo tanto, tal vez la gente come menos porque tiene menos hambre.


Y tal vez pasan menos hambre, a pesar de comer menos calorías. Es posible que debido a mejoras en la calidad del agua y las condiciones higiénico-sanitarias, pierdan menos calorías en brotes de diarrea y otras enfermedades. O tal vez tienen menos hambre debido a la disminución del trabajo físico pesado.


Gracias a la disponibilidad de agua potable en las aldeas, las mujeres no necesitan recorrer largas distancias llevando cargas pesadas; las mejoras en el transporte han reducido la necesidad de viajar a pie; incluso en los pueblos más pobres, la harina se muele ahora mediante un molino motorizado, en lugar de hacerlo a mano. Utilizando las necesidades calóricas medias calculadas por el Consejo de investigación médica de India, Deaton y Drèze afirman que la disminución en el consumo de calorías durante el último cuarto de siglo podría explicarse por completo por una modesta disminución en el número de personas que participan en el trabajo físico pesado.


Fuera de India, uno de los presupuestos que se encuentran detrás de nuestra descripción de la trampa de la pobreza es que los pobres comen tanto como pueden permitirse. Si existiera alguna posibilidad de que por comer un poco más, pudieran empezar a trabajar mejor y salir de la zona de la trampa, lo lógico sería que comieran tanto como les fuera posible.


Sin embargo, la mayoría de las personas que viven con menos de un dólar diario no parecen actuar como si se estuvieran muriendo de hambre. Si fuera así, invertirían cada centavo disponible en comprar más calorías. Pero no lo hacen. En un conjunto de datos de 18 países que recopilamos sobre la vida de los pobres, la alimentación representa entre un 36% y un 79% del consumo en los individuos extremadamente pobres de las zonas rurales, y entre un 53% y un 74% en el caso de las áreas urbanas.


No es porque gastan el resto en otras necesidades. En Udaipur, India, descubrimos que los hogares pobres medios podrían gastar hasta un 30% más en alimentos si eliminaran por completo los gastos en alcohol, tabaco y festivales. Parecen tener muchas opciones, y se diría que no eligen gastar todo lo que pueden en comida.


Igualmente destacable es que el dinero que las personas gastan en alimentos no va a maximizar la ingesta de calorías o micronutrientes. Los estudios han demostrado que cuando las personas muy pobres tienen la oportunidad de invertir un poco más en alimentos, no invierten todo en la compra de más cantidad de calorías. Compran calorías más caras de mejor sabor.


En un estudio realizado en dos regiones de China, los investigadores ofrecieron a hogares pobres seleccionados al azar una subvención grande sobre el precio de los alimentos más básicos (fideos en una región, arroz en la otra). En general, esperamos que cuando baja el precio de algo, la gente compra más cantidad de ese producto. Ha ocurrido lo contrario. Los hogares que reciben subvenciones de arroz o trigo consumen menor proporción de ellos y más gambas y carne, aunque los primeros ahora cuestan menos.


En general, la ingesta calórica de quienes recibieron el subsidio no aumentó e incluso puede haber disminuido, pese a haber aumentado su poder adquisitivo. Tampoco mejoró el contenido nutricional en cualquier otro sentido. La causa probable es que, debido a que los fideos de arroz y el trigo son baratos pero no especialmente sabrosos, sentirse más ricos les ha hecho consumir menos de los ingredientes básicos de su dieta. Este razonamiento sugiere que, al menos, entre los hogares urbanos muy pobres, obtener más calorías no era la prioridad, lo era conseguir alimentos más ricos.


Dicho esto, puede que mucha gente pobre coma menos calorías de las que nosotros o la FAO creamos apropiadas, pero no parece que se deba a que no tengan otra opción; más bien, no tiene tanta hambre como para aprovechar cada oportunidad para comer más. Tal vez no hay 1.000 millones de personas "hambrientas" en el mundo, al fin y al cabo.


Nada de esto quiere decir que la lógica de la trampa de la pobreza basada en el hambre sea errónea. La idea de que una mejor nutrición podría poner a alguien en el camino de la prosperidad fue, sin duda, muy importante en algún momento de la historia y puede que aún lo sea. Robert Fogel, historiador de economía y premio Nobel, calcula que en la Europa de la Edad Media y el Renacimiento, la producción de alimentos no proporcionaba suficientes calorías para mantener a una población trabajadora. Esto podría explicar por qué había gran número de mendigos –eran literalmente incapaces de realizar ningún trabajo.


La presión de buscar alimentos suficientes para sobrevivir parece que ha impulsado a algunas personas a tomar medidas bastante extremas. Hubo una epidemia de matanzas de brujas en Europa durante la pequeña edad de hielo (desde mediados de 1500 hasta 1800), cuando eran comunes las malas cosechas y el pescado era menos abundante. Incluso hoy, Tanzania experimenta una explosión de ese tipo de asesinatos cada vez que hay una sequía -una forma cómoda de deshacerse a veces de una boca improductiva que alimentar cuando los recursos son muy escasos. Las familias descubren de repente que una mujer mayor que vive con ellos (normalmente una abuela) es una bruja, y después es perseguida o asesinada por otras personas del pueblo.


Pero el mundo en el que vivimos hoy es, en su mayor parte, demasiado rico para que la falta ocasional de alimentos constituya una parte importante de la historia de la persistencia de la pobreza a gran escala. Por supuesto, es distinto en el caso de desastres naturales o provocados por el hombre, o en las hambrunas que matan y debilitan a millones de personas. Como el premio Nobel Amartya Sen ha demostrado, las hambrunas más recientes no se debieron a que no hubiera comida disponible, sino a la mala gestión pública: errores institucionales que condujeron a una mala distribución de los alimentos disponibles, o incluso a su acaparamiento y almacenamiento por miedo al hambre en otros lugares. Como afirma Sen, "ninguna hambruna relevante se ha producido nunca en ningún país democrático e independiente con una prensa relativamente libre".


Entonces, ¿hay que dejarlo tal como está? ¿Podemos dar por sentado que los pobres, aunque coman poco, ingieren todo lo que necesitan?

Tampoco parece plausible. Mientras los indios prefieren comprar artículos no alimenticios a medida que se hacen más ricos, ni ellos ni sus hijos están bien nutridos según cualquier estándar objetivo. La anemia es rampante. Los índices de masa corporal se encuentran entre los más bajos del mundo; casi la mitad de los niños menores de cinco años son demasiado bajos para su edad y una quinta parte son tan flacos que se consideran "sin solución".

Y esto no carece de consecuencias. Hay muchas pruebas de que los niños que sufren desnutrición suelen ser adultos con poco éxito. En Kenia, los niños que recibieron píldoras para la eliminación de parásitos en la escuela durante dos años estudiaron durante más tiempo y llegaron a ganar, como jóvenes adultos, un 20% más que los que recibieron sólo un año de tratamiento.


Los parásitos producen anemia y desnutrición general, sobre todo porque compiten con el chico por los nutrientes. Y el impacto negativo de la desnutrición comienza antes del nacimiento. En Tanzania, por citar sólo un ejemplo, los niños nacidos de madres que recibieron suficiente cantidad de yodo durante el embarazo terminaron entre una tercera parte y la mitad de un año más de escolarización que sus hermanos cuyas madres no recibieron tratamiento durante la gestación.


Es un aumento considerable, dado que la mayoría de estos niños completa sólo cuatro o cinco años de estudios en total. De hecho, la investigación concluye que si todas las embarazadas tomaran cápsulas de yodo, habría un aumento del 7,5% en la duración de la educación de los niños en África Central y Austral. Esto, a su vez, podría afectar de forma considerable a la productividad durante toda la vida.


Una mejor nutrición es importante también para los adultos. En otro estudio, en Indonesia, los investigadores pusieron a prueba los efectos de aumentar la ingesta de hierro, un nutriente clave que impide la anemia. Descubrieron que los suplementos de éste incrementaron la capacidad de los hombres de trabajar más y mejorar significativamente sus ingresos. El suministro durante un año de salsa de pescado enriquecida con hierro cuesta el equivalente a 6 dólares, y para un hombre que trabaja por su cuenta, el incremento anual de sus ingresos fue de casi 40 dólares, una excelente inversión.

Si las ganancias son tan evidentes, ¿por qué los pobres no comen mejor? Comer bien no tiene que ser prohibitivo. La mayoría de las madres probablemente podían permitirse comprar sal yodada, que ahora es normal en muchas partes del mundo, o una dosis de yodo cada dos años (a 51 centavos de dólar por dosis). Los hogares pobres podrían obtener con facilidad muchas más calorías y otros nutrientes gastando menos en cereales caros (como arroz y trigo), azúcar y alimentos procesados y más en hortalizas y cereales secundarios. Pero en Kenia, cuando la ONG responsable del programa de desparasitación pidió a los padres en algunas escuelas unos céntimos para tratar a sus hijos, casi todos rehusaron, negando así a sus hijos cientos de dólares en ingresos adicionales durante su vida.


¿Por qué? ¿Y por qué los trabajadores indonesios anémicos no compran su propia salsa de pescado enriquecida con hierro? Una respuesta es que no creen que eso vaya a cambiar nada –puede que sus empleadores no perciban que sean más productivos por ello. De hecho, en Indonesia, las ganancias mejoraron sólo para los trabajadores por cuenta propia. Pero esto no explica por qué no todas las mujeres embarazadas de la India están usando sal yodada, que ahora está disponible en todas las aldeas.


Otra posibilidad es que la gente no puede entender el valor de alimentarse mejor y de alimentar mejor a sus hijos: no todos tienen la información correcta, incluso en Estados Unidos. Además, las personas tienden a sospechar de los extraños que les dicen que deben cambiar su dieta. Cuando los precios del arroz subieron de forma brusca en 1966 y 1967, el ministro principal de Bengala Occidental sugirió que comer menos arroz y más hortalizas sería bueno para la salud y más beneficioso para sus presupuestos. Esto desencadenó una ola de indignación y el ministro era recibido por manifestantes con guirnaldas de verduras dondequiera que iba.


Simplemente, no es fácil percibir el valor de muchos de estos nutrientes basándose en la experiencia personal. El yodo puede hacer que sus hijos sean más inteligentes, pero la diferencia no es enorme, y en la mayoría de los casos no se percibirá hasta pasados muchos años. Aunque el hierro fortalece a las personas, no se convierten en superhéroes de golpe. Los 40 dólares adicionales al año que ganó el hombre autónomo puede que no hayan sido tan evidentes para él, habida cuenta de los muchos altibajos de sus ingresos semanales.


Así que no debería sorprendernos que los pobres elijan sus alimentos no principalmente por sus precios y su valor nutritivo, sino por cómo saben. George Orwell, en su descripción magistral de la vida de los trabajadores pobres británicos en el libro El camino a Wigan Pier, observa:

“La base de su alimentación, por lo tanto, es pan blanco y margarina, trozos de ternera enlatada, té azucarado y patatas; una dieta atroz. ¿No sería mejor que gastaran más dinero en cosas saludables como naranjas y pan integral o que, incluso, como el escritor de la carta a la revista The New Statesman, ahorraran su combustible y se comieran las zanahorias crudas? Sí, lo sería, pero el tema es que ningún ser humano normal hará jamás tal cosa. El ser humano ordinario moriría de hambre antes que vivir de pan integral y zanahorias crudas. Y lo perverso de esto es que cuanto menos dinero se tiene, menor es la inclinación a gastar en alimentos sanos. Un millonario puede disfrutar desayunando zumo de naranja y galletas de Ryvita; un hombre desempleado no. … Cuando uno está desempleado... no quiere comer alimentos sanos y aburridos. Desea algo medianamente rico. Siempre hay alguna cosa barata y agradable que le tienta”.


Los pobres suelen resistirse a los planes maravillosos que proyectamos para ellos porque no comparten nuestra fe en que los planes funcionen o en que marchen tan bien como nosotros sostenemos. Tampoco deberíamos olvidar que otras cosas pueden ser más importantes en sus vidas que la comida. Los pobres en el mundo en desarrollo gastan grandes cantidades en los bautizos, bodas y dotes. En parte, probablemente es porque que no quieren quedar mal, cuando la costumbre social es gastar mucho en esas ocasiones. En Sudáfrica, las familias pobres a menudo gastan tanto en funerales que escatiman en alimentos durante varios meses después del entierro.


Y no hay que subestimar el poder de factores como el aburrimiento. La vida puede ser bastante aburrida en una aldea. No hay sala de cine ni de conciertos. Y tampoco hay un montón de trabajo disponible. En el Marruecos rural, Oucha Mbarbk y sus dos vecinos nos dijeron que habían trabajado alrededor de 70 días en la agricultura y unos 30 en la construcción aquel año. Y cuando no tenían empleo, se encargaban de su ganado y esperaban a que se materializasen los empleos. Los tres hombres vivían en casas pequeñas sin agua ni servicios. Les era difícil encontrar el dinero suficiente para dar una buena educación a sus hijos, pero todos tenían televisor, antena parabólica, reproductor de DVD y teléfono móvil.


Esto es algo que Orwell también captó cuando describió cómo sobrevivían las familias pobres a la depresión:


En lugar de enfurecerse contra su destino han hecho las cosas tolerables reduciendo sus niveles de exigencia. Pero no rebajan sus exigencias siempre reduciendo el gasto en lujos y centrándose en las necesidades. Es más frecuente lo contrario, la forma más natural, si se piensa un poco. De aquí el hecho de que en una década de depresión sin precedentes, haya aumentado el consumo de todos los lujos baratos.


Estos caprichos no son las compras impulsivas de personas que no piensan mucho lo que están haciendo. Oucha Mbarbk no ha comprado su televisor a crédito, ahorró durante muchos meses para reunir suficiente dinero, del mismo modo que la madre en India empieza a ahorrar para la boda de su hija comprando una pequeña pieza de joyería aquí y un balde de acero inoxidable allá.

A menudo vemos el mundo de los pobres como una tierra de oportunidades perdidas y nos preguntamos por qué no invierten en lo que podría mejorar de verdad sus vidas. Pero los pobres pueden ser más escépticos sobre las supuestas oportunidades y la posibilidad de cualquier cambio radical en sus vidas. A menudo se comportan como si pensaran que cualquier cambio lo suficientemente importante que merezca un sacrificio tardaría demasiado tiempo en hacerse realidad. Esto podría explicar por qué se centran en el aquí y ahora, viviendo sus vidas de la forma más agradable que puedan y divirtiéndose cuando hay algo que festejar.

Preguntamos a Oucha Mbarbk qué haría si tuviera más dinero. Dijo que compraría más alimentos. Entonces le preguntamos qué haría si tuviera aún más dinero. Dijo que compraría comida más sabrosa. Estábamos empezando a sentirnos muy mal por él y su familia, cuando nos percatamos del televisor y otros aparatos de alta tecnología. ¿Por qué compró todas estas cosas si consideraba que la familia no tenía suficiente para comer? Él se rió y dijo: "¡Oh, la televisión es más importante que los alimentos!"

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