jueves, 28 de abril de 2011

La guerra libia (1)




Por William R. Polk


Libia amenaza con convertirse en una nueva guerra de tipo afgano. Tanto esta como la anterior guerra de Iraq han llevado casi a la bancarrota a las economías europea y estadounidense. Ahora, Estados Unidos ha facturado la guerra libia a la OTAN. Hasta este momento, el asunto le ha costado a Estados Unidos más de un millardo de dólares. Si la guerra prosigue, representará una enorme carga para España y los aliados de la OTAN. Cabe, pues, preguntarse: ¿cómo empezó todo, qué se halla en juego y qué puede hacerse al respecto?

Se dio el caso de que me encontraba en Libia la víspera de los acontecimientos que alumbraron el régimen de Muamar el Gadafi, de modo que tuve ocasión de presenciar el desarrollo de los acontecimientos. Yo había sido enviado por la Administración Kennedy para informar y decidir qué hacer con la enorme base aérea estadounidense a las afueras de Trípoli. Una simple ojeada me persuadió de que aquello podía desencadenar una revolución. Así fue. Por una sencilla razón: los jóvenes oficiales libios querían estar en pie de igualdad. En el lado libio sólo se divisaba un puñado de aviones de entrenamiento en lastimoso estado, mientras que en el nuestro había cientos de los más recientes, poderosos y caros cazas y bombarderos de que disponía entonces la OTAN.

Gadafi y sus compañeros llegaron a la edad adulta inmersos en los relatos alusivos a una de las guerras coloniales más feroces del siglo XX. Italia había invadido el país en 1911 e intentó dominar por entero a la población, pero los libios se resistieron. Un factor de cohesión aglutinaba a la población, el notable movimiento religioso Sanusiyah, hermandad musulmana con elementos de misticismo. En toda Libia, partes de Egipto e incluso Arabia –enorme trozo de territorio que entonces costaba un mes atravesar, con el único medio de transporte, a lomo de camello–, la hermandad reunía a sus seguidores en más de 150 localidades situadas en torno a madrazas.

La mayoría de los miembros de la hermandad pertenecían a tribus nómadas que vivían en el vasto Sáhara o en oasis en sus lindes. Se oponían al Gobierno pero, por supuesto, aborrecían especialmente la mera idea de ser gobernados por extranjeros no musulmanes. Por tanto, el ataque italiano suscitó prácticamente un movimiento nacionalista entre la misma población.

Al término de la Primera Guerra Mundial, Benito Mussolini justificó el protagonismo del partido fascista apoyándose en la conquista de Libia. Había de vencer. Los británicos, que entonces mandaban en Egipto y los franceses, que se habían apoderado de Túnez, Argelia, Marruecos y los territorios de África central que posteriormente se convirtieron en Níger y Chad, temían que si él no conquistaba Libia, la revuelta contra el imperialismo podía extenderse también a sus áreas.

En consecuencia, los italianos volcaron literalmente gran número de italianos y dinero en Libia. Durante los primeros años, la guerra costaba a Italia el doble de su PIB y representó la muerte de unos ocho mil soldados italianos.

Los generales de Mussolini probaron con una estrategia triple: crearon un gobierno títere, se granjearon la buena disposición de la población costera mediante ofrecimientos de un autogobierno limitado e incluso la ciudadanía italiana y trataron de domeñar a los miembros de las tribus.

La de Libia fue la primera guerra colonial en que se empleó armamento europeo. Allí fue, en efecto, donde nació el concepto de fuerza aérea –que actualmente podemos observar de modo efectista en el cielo de Libia– cuando un piloto italiano lanzó una granada de mano desde su avión contra los miembros de una tribu. El mariscal de Mussolini Rodolfo Graziani empleó todas las tácticas de la contrainsurgencia para quebrantar a los insurgentes, favoreciendo a la población costera que los italianos llamaban los sottomessi (los sumisos), propiciando la aparición de quislings (por el nombre del primer ministro noruego pronazi) y enfrentando entre sí a los líderes de la Sanusiyah, en tanto castigaba, hacía morir de hambre, reagrupaba (invento de Graziani) o mataba a miembros de tribus llamadas rebeldes. Graziani fue un verdadero maestro en este bárbaro juego.

Probablemente, los rebeldes no superaron en ningún momento el millar durante la década de guerra. Frente a los aviones, carros blindados y ametralladoras sólo podían recurrir a la táctica de la guerrilla, la misma empleada por los insurgentes en Vietnam, Iraq y Afganistán. Y aprendieron nuevas estratagemas. Robaban y llevaban documentos de identidad para aparentar que habían aceptado el Gobierno italiano, atacaban sin previo aviso y por la noche, ocultaban sus armas y fingían ser únicamente pastores durante el día; o bien, cuando se encontraban en situación de inferioridad, obligaban a los sumisos de las zonas costeras a darles cobijo y a suministrarles información y avituallamiento. Incluso cuando los líderes de la Sanusiyah desistieron y les abandonaron, los miembros de las tribus crearon para uso propio una guerrilla Sanusiyah bajo el liderazgo de uno de los menos conocidos patriotas antiimperialistas, Omar al Muqtar.

Omar al Muqtar se convirtió en el héroe de Libia. En el lapso de una década de choques casi diarios con las fuerzas armadas italianas, nació Libia propiamente dicha... y casi murió. Desesperados, los italianos optaron por una operación de genocidio. Mataron los rebaños de los que vivían los pastores y asimismo mataron decenas de miles de hombres, mujeres y niños, y recluyeron a los demás en campos de concentración. Por fin, hirieron, capturaron y colgaron a Al Muqtar.

La larga operación de infiltración, sobornos y asesinatos ha dejado un amargo residuo: para la generación de los años sesenta del siglo XX, la generación de Gadafi, se ofreció a la vista como un choque de África contra Occidente, de los pobres contra los ricos, de los débiles contra los fuertes, del islam contra la cristiandad. Tal cosecha de odio fue abonada por los huesos de alrededor de dos de cada tres miembros de la población tribal. Tal es la épica nacional en cuyo seno creció Muamar el Gadafi hasta llegar a la madurez. Proclamaría su golpe de Estado en nombre de Omar al Muqtar.

La década de guerra despiadada había convertido a Libia en una cáscara vacía. Era precisamente lo que querían los italianos, pues querían enviar italianos a asentarse allí como colonos. Sin embargo, hasta al Estado fascista le costaba convencer a los italianos para que se asentaran en Libia. Al final sólo fueron unos 100.000 y la mayoría, pese a toda la ayuda estatal recibida, se fueron en cuanto pudieron. No obstante, dejaron una herencia: los combatientes nacionalistas, los rebeldes, y la población costera, los sumisos, habían sido distanciados recíprocamente de modo que sentían desconfianza y aversión mutuas. Estamos en condiciones de apreciar esta herencia con ocasión de la guerra civil de la actualidad.



Por William R. Polk, miembro del consejo de planificación política del Departamento de Estado durante la presidencia de John F. Kennedy.

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