ATENEA DIGITAL.ES Alberto Pérez Moreno
Mientras Bahréin recupera poco a poco la calma tras más de un mes de protestas antigubernamentales, los acontecimientos en Libia y Siria - y la distinta reacción de la comunidad internacional- parecen haber dado la razón al monarca saudí al decidir enviar fuerzas del Consejo de Cooperación del Golfo (CCG) para apoyar a la monarquía bahreiní ante el cariz cada más sectario que tomaba el levantamiento.
La comunidad internacional acogió con alivio la caída de los regímenes autocráticos de Túnez y Egipto y ha reaccionado a las masacres de Libia emprendiendo una acción militar, que si bien está amparada por una resolución de Naciones Unidas, no tiene un fin último claro y definido. Sin embargo, no se ha sentido inclinada a intervenir en Yemen o Siria, donde también se han producido numerosas victimas. Es indudable que el recuerdo de Irak pesa en las decisiones actuales y pone en tela de juicio los motivos que mueven a actuar.
De las manifestaciones populares a la revolución chií
En el caso de Bahréin, el estado más pequeño de los que componen el CCG, y el que tiene la población más compleja y estratificada en la que los chiíes representan más de un 60%, lo que está en juego no es la posibilidad de un gobierno abierto y popular, sino la posibilidad de acceder al poder los chiíes y con ello que el estratégico archipiélago caiga en la esfera de influencia de Irán.
La importancia estratégica de Bahréin al ser sede de la V Flota y del mando NAVCENT del CENTCOM, ha puesto a Estados Unidos en una difícil tesitura a medida que los extremistas rechazaban las promesas de reformas políticas y sociales de la familia Al Jalifa y seguían exigiendo lo imposible, como ha demostrado el desarrollo de los acontecimientos.
La respuesta inicial de las autoridades tratando de sofocar las manifestaciones por la fuerza, solo sirvió para provocar muertes y envalentonar a la oposición. Otras medidas como la amnistía de presos políticos y la promesa del gobierno de entablar un dialogo político calmaron la tensión, pero solo momentáneamente. La llegada de Hassam Hashaima, líder del Movimiento por la Libertad y la Democracia - Haq-, que es el más radical de los partidos chiíes, volvió a inflamar los ánimos que ya solo se contentaban con la caída de la monarquía y que un consejo especial redactase una nueva constitución.
Finalmente, la declaración del estado de emergencia y la entrada de tropas del CCG seguida del posterior desmantelamiento del campamento en la Plaza de la Perla, y la demolición del propio monumento, ha llevado a un cierto impasse en la situación. Se han producido algunas manifestaciones, pero el principal grupo de la oposición, el Acuerdo Nacional Islámico -Wefaq-, también de base chiíta, pero más moderado, se ha desmarcado de las exigencias de los radicales de Haq y aceptado iniciar el dialogo, limitándose a solicitar la liberación de los detenidos y la salida de las tropas del CCG.
El ofrecimiento de mediación del monarca kuwaití, Sabah al-Ahmad al-Sabah, y la aceptación por parte del Wefaq, ha abierto una ventana a la resolución de la crisis, aunque el ministro de exteriores bahreiní, Khaled bin Ahmed bin Mohamed al Jalifa, se haya apresurado a desmentir la noticia. Con todo, la gran incógnita es ver si prevalece la posición moderada de Wefaq y suníes y chiíes se integran en la oposición bahreiní, como ocurre en el propio Kuwait, o por el contrario se imponen los radicales de Haq y otros grupos como Wafa, y derivan hacia una nueva Hizbulá en pleno Golfo, puesto que no hay que olvidar que lo que subyace en la revuelta es la pugna irano-saudí por la hegemonía regional.
Bahréin escenario de la pugna irano-saudí
La decisión que tomó Arabia Saudí del envío de fuerzas a Bahréin -teóricamente para defender las instituciones e infraestructuras- es posible que tenga consecuencias en todo Oriente Medio y la política de EEU en la región, pero no hay duda de que ha convertido a Bahréin en un nuevo escenario en el que se dirime la hegemonía regional entre Irán y Arabia Saudí.
Desde la revolución de 1979 la teocracia chií de Teherán se ha enfrentado en muchas ocasiones a la profundamente conservadora monarquía suní de Riad en busca de la supremacía en la región. La animosidad se hizo patente con el apoyo de Arabia Saudí a Irak en la guerra contra Irán, y más tarde con el eje Irán- Siria y el respaldo iraní a Hizbulá en Líbano.
Ahora, tras una década en la que el equilibrio regional parece inclinarse hacia Irán, con un Irak dominado por los chiíes, y Líbano en manos de Hizbulá, Arabia Saudí no está dispuesta a que caiga también Bahréin, por la pérdida de poder regional que significaría. Pero sobre todo, por el temor a la influencia que puede ejercer en la minoría chií saudí que se concentra en la Provincia Oriental, donde se encuentran la mayoría de los yacimientos petrolíferos.
Es verdad que Irán no parece haber intervenido, ni apoyado directamente, las revueltas de Bahréin, pero no es menos cierto que solo necesita gestos como las declaraciones de condena, la retirada del embajador o alentar el envío de yihadistas y esperar. Los frutos llegarán más tarde, a medida que crezca el sentimiento antinorteamericano y los chiíes tengan mayor presencia en las instituciones.
La otra cara de la moneda para Irán es la disidencia interna, que no han conseguido aplastar totalmente, y muy especialmente la situación en Siria, donde la evolución de los acontecimientos en los últimos días no descarta que pueda alterarse la relación de poder en la región.
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