lunes, 15 de febrero de 2010

China y EE.UU. deben aprender a caminar juntos y al mismo ritmo



CLARIN.COM
Por: Henry Kissinger
EX SECRETARIO DE ESTADO DE LOS ESTADOS UNIDOS

Ambos países no están acostumbrados a alianzas estrechas o procedimientos de consulta que restrinjan su libertad de acción en aras de una probable igualdad. Les cuesta compartir el bastón de mando, pero su interdependencia es ya tan inevitable como contundente.

Hace poco, en la cena con que se cerró el diálogo estratégico y económico de nivel ministerial en Washington D.C., los cuatro funcionarios estadounidenses y chinos que presidieron ese foro expresaron su compromiso con la cooperación con un entusiasmo tan ferviente como nunca había visto en los casi cuarenta años transcurridos desde que ambos países retomaron el contacto en 1971. Esto es bueno ya que en la década que acaba de empezar la adaptabilidad y la visión de estas dos naciones se verán sometidas a grandes pruebas.

En su forma actual, el diálogo anual inevitablemente se centra en los problemas del momento. Si bien esto es útil, el desafío más profundo para una relación que el presidente Obama calificó como una de las más importantes del mundo es lograr una visión común del orden mundial emergente.

La hipótesis de que el fin de la recesión restaurará el sistema económico global que conocemos pasa por alto el cataclismo psicológico y político que se ha producido. Una gigantesca marea de liquidez, a la que se sumó la avidez de los Estados Unidos por los bienes de consumo, canalizó enormes cantidades de dólares hacia China y ésta, a su vez, se los prestó a Estados Unidos para que siguiera comprando. Antes de la crisis, China envió a docenas de expertos a los Estados Unidos e invirtió en importantes instituciones financieras estadounidenses para aprender los secretos del sistema que parecía producir un crecimiento mundial permanente con escaso riesgo.

La crisis económica ha hecho tambalear esa confianza. Los líderes económicos chinos han visto cómo el sistema financiero estadounidense sometía una década de sus ahorros a fluctuaciones potencialmente catastróficas. Para mantener el valor de sus inversiones en bonos del Tesoro y sostener su economía exportadora, China se ve obligada a conservar sus tenencias de esos bonos, que llegan casi a un billón de dólares.

La consecuencia inevitable de esto es la ambivalencia tanto en China como en los EE. UU. Por un lado, ambas economías se han vuelto cada vez más interdependientes. Para China, es de sumo interés que la economía estadounidense sea estable y, de ser posible, que siga creciendo. Pero China también tiene cada vez más interés en reducir su dependencia de las decisiones estadounidenses. Como la inflación y la deflación estadounidenses se han convertido en pesadillas tan grandes para China como para los Estados Unidos, ambos países se enfrentan al imperativo de coordinar sus políticas económicas.

Como principal acreedor de los Estados Unidos, China tiene un grado de influencia económica sin precedentes en la experiencia estadounidense. Al mismo tiempo, ambas partes se esfuerzan de manera ambivalente por ampliar su margen de independencia en las decisiones.

Una serie de medidas chinas reflejan esta tendencia. Los funcionarios chinos tienen menos reparos que antes en ofrecer consejos públicos y privados a los Estados Unidos. China ha comenzado a comerciar con India, Rusia y Brasil en la moneda de esos países. La propuesta del presidente del banco central chino de crear gradualmente una moneda de reserva alternativa es otro claro ejemplo de esto. Muchos economistas estadounidenses no toman en serio esta idea. Pero surge en tantos foros y China ha demostrado tantas veces que lleva adelante sus proyectos con gran paciencia que debería ser tenida en cuenta. Para evitar caer en políticas de confrontación, se debe acentuar la influencia china en la toma de decisiones económicas mundiales.

La opinión generalmente aceptada sobre el nuevo orden económico mundial también hace imperativo coordinar las políticas económicas de largo plazo. De acuerdo con eso, la economía mundial recuperará la vitalidad una vez que China consuma más y Estados Unidos consuma menos. Pero cuando ambos países apliquen esa receta, inevitablemente se modificará el marco político. Un Estados Unidos que consuma menos importará menos de China. Cuando se reduzcan las exportaciones chinas a los Estados Unidos y China traslade el énfasis de su economía a un mayor consumo y un mayor gasto en infraestructura, surgirá un orden económico diferente.
Cuando se altere su esquema comercial, China dependerá menos del mercado estadounidense, mientras que la creciente dependencia de los países vecinos respecto de los mercados chinos hará crecer la influencia política de China. En alguna medida, la cooperación política debe compensar este cambio.

La definición cooperativa de un futuro de largo plazo no será fácil. Históricamente, China y EE.UU. han sido potencias hegemónicas capaces de fijar sus agendas de manera prácticamente unilateral. No están acostumbrados a alianzas estrechas o procedimientos de consulta que restrinjan su libertad de acción sobre la base de la igualdad. Cuando integraron alianzas, en general dieron por sentado que el bastón de mando les pertenecía y mostraron un grado de dominio no concebible en la sociedad chino-estadounidense que está surgiendo.

Para que este esfuerzo funcione, los dirigentes estadounidenses no deben sucumbir al canto de sirena de una política de contención tomada del libro de recetas de la guerra fría. China debe evitar una política que apunte a contrarrestar los supuestos propósitos hegemónicos de los EE. UU. y la tentación de crear un bloque asiático con ese fin. El enfrentamiento terminará por agotar a ambas sociedades en detrimento del bienestar mundial, como la Primera Guerra Mundial hizo con Europa. Los temas que sólo pueden ser abordados en el nivel global, como la energía, el medio ambiente, la proliferación nuclear y el cambio climático, demandarán una visión común del futuro.

Algunos, ubicándose en el otro extremo, sostienen que Estados Unidos y China deberían formar un G-2. Sin embargo, un órgano de gobierno chino-americano global y tácito no beneficiaría a ninguno de los dos países ni tampoco al mundo. Los países que se sintieran excluidos podrían caer en el nacionalismo rígido en el preciso momento en que se requiere una perspectiva universal.

El gran aporte de los Estados Unidos en la década de 1950 fue tomar la delantera en la creación de una serie de instituciones a través de las cuales la región atlántica pudo afrontar cataclismos nunca vistos. Una región hasta entonces desgarrada por las rivalidades nacionales encontró los mecanismos para institucionalizar un destino común, reduciendo enormemente las perspectivas de guerra y llevando, con el tiempo, a un orden mundial mucho más benigno.

El siglo XXI ahora necesita una estructura institucional adecuada a su tiempo. Las naciones que bordean el Pacífico tienen un sentido de identidad nacional más fuerte que el que tenían los países que surgieron de la Segunda Guerra Mundial. No deben caer en una versión siglo XXI de la política del equilibrio de poder.

Sería particularmente pernicioso que se formaran bloques opuestos a cada lado del Pacífico. Mientras el centro de gravedad de los asuntos internacionales se traslada a Asia y Estados Unidos encuentra un papel nuevo, diferente de la hegemonía pero compatible con el liderazgo, necesitamos una visión de la estructura del Pacífico basada en la estrecha cooperación entre Estados Unidos y China pero también lo suficientemente amplia como para permitir que otros países de la cuenca del Pacífico concreten sus aspiraciones.

Copyright Clarín y Tribune Media Services, 2010. Traducción de Elisa Carnelli.

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