Haizam Amirah Fernández
Silvia Montero
De la ilegalidad a la legalización y a la competición por los votos, los partidos islamistas pueden ser una fuerza importante, pero no la única, en las nuevas realidades políticas que se abren en un mundo árabe en profunda transformación.
¡Que vienen los islamistas!
Sí y no. El temor a la llegada al poder de los islamistas ha sido utilizado por los regímenes autoritarios árabes como instrumento para perpetuarse en el poder con el apoyo de los gobiernos occidentales. Alegaban que los barbudos radicales instalarían regímenes islámicos hostiles a Occidente. En unos contextos autoritarios donde la oposición política efectiva era prácticamente inexistente, los partidos islamistas –prohibidos o tolerados parcialmente– fueron durante mucho tiempo la principal alternativa de la que disponía la población para mostrar su oposición al régimen.
Sin embargo, no es lo mismo ser la principal oposición a la dictadura que entrar a formar parte de un sistema democrático en el que hay que competir por los votos con otros partidos. En este nuevo contexto ya no se trata de denunciar a un régimen corrupto, sino que las fuerzas políticas tienen que proponer programas que ofrezcan resultados más atractivos que los de los otros competidores. Y es aquí donde los resultados de los partidos islamistas quizás no lleguen a ser tan buenos como algunos creen. De hecho, varias estimaciones en el caso de Egipto y Túnez les dan un máximo que se sitúa en torno a un tercio de los votos, porcentaje que no es suficiente para hacerse con el poder, pero que sí puede ser suficiente para colocar a estos partidos como fuerza política relevante en un nuevo contexto democrático.
¿Hay que temerlos?
No. Claramente no por el hecho de que sean islamistas, pero sí hay que temer a cualquier totalitarismo, del tipo que sea, y a la ausencia de reglas de juego democráticas acordadas y respetadas por todos. Los regímenes cleptocráticos árabes han sido –y varios siguen siendo– auténticas incubadoras de un malestar que se traduce con frecuencia en fundamentalismo religioso, y aún así han recibido –y algunos siguen recibiendo– un apoyo acrítico de los gobiernos occidentales.
Es importante no confundir islamistas o Hermanos Musulmanes con los musulmanes en general. Por ejemplo, con frecuencia se cita que los simpatizantes de los Hermanos Musulmanes en Egipto representarían en torno al 20% de la población. Esto quiere decir que, aunque en estos países la gran mayoría sea musulmana, no por ello todos van a votar a partidos islamistas. Dicho de otra forma, muchas musulmanas con velo y musulmanes con barba nunca votarían a los islamistas. De hecho, la media de votos recibidos por los partidos islamistas en todas las elecciones (más o menos libres) en las que han participado en los distintos países durante los últimos cuarenta años se sitúa en torno al 15%.
Silvia Montero
De la ilegalidad a la legalización y a la competición por los votos, los partidos islamistas pueden ser una fuerza importante, pero no la única, en las nuevas realidades políticas que se abren en un mundo árabe en profunda transformación.
¡Que vienen los islamistas!
Sí y no. El temor a la llegada al poder de los islamistas ha sido utilizado por los regímenes autoritarios árabes como instrumento para perpetuarse en el poder con el apoyo de los gobiernos occidentales. Alegaban que los barbudos radicales instalarían regímenes islámicos hostiles a Occidente. En unos contextos autoritarios donde la oposición política efectiva era prácticamente inexistente, los partidos islamistas –prohibidos o tolerados parcialmente– fueron durante mucho tiempo la principal alternativa de la que disponía la población para mostrar su oposición al régimen.
Sin embargo, no es lo mismo ser la principal oposición a la dictadura que entrar a formar parte de un sistema democrático en el que hay que competir por los votos con otros partidos. En este nuevo contexto ya no se trata de denunciar a un régimen corrupto, sino que las fuerzas políticas tienen que proponer programas que ofrezcan resultados más atractivos que los de los otros competidores. Y es aquí donde los resultados de los partidos islamistas quizás no lleguen a ser tan buenos como algunos creen. De hecho, varias estimaciones en el caso de Egipto y Túnez les dan un máximo que se sitúa en torno a un tercio de los votos, porcentaje que no es suficiente para hacerse con el poder, pero que sí puede ser suficiente para colocar a estos partidos como fuerza política relevante en un nuevo contexto democrático.
¿Hay que temerlos?
No. Claramente no por el hecho de que sean islamistas, pero sí hay que temer a cualquier totalitarismo, del tipo que sea, y a la ausencia de reglas de juego democráticas acordadas y respetadas por todos. Los regímenes cleptocráticos árabes han sido –y varios siguen siendo– auténticas incubadoras de un malestar que se traduce con frecuencia en fundamentalismo religioso, y aún así han recibido –y algunos siguen recibiendo– un apoyo acrítico de los gobiernos occidentales.
Es importante no confundir islamistas o Hermanos Musulmanes con los musulmanes en general. Por ejemplo, con frecuencia se cita que los simpatizantes de los Hermanos Musulmanes en Egipto representarían en torno al 20% de la población. Esto quiere decir que, aunque en estos países la gran mayoría sea musulmana, no por ello todos van a votar a partidos islamistas. Dicho de otra forma, muchas musulmanas con velo y musulmanes con barba nunca votarían a los islamistas. De hecho, la media de votos recibidos por los partidos islamistas en todas las elecciones (más o menos libres) en las que han participado en los distintos países durante los últimos cuarenta años se sitúa en torno al 15%.
Si ganan, impondrán regímenes teocráticos como el de Irán
Muy improbable. Los movimientos islamistas no fueron quienes instigaron las revueltas y empezaron las revoluciones que ya derrocaron a los dictadores Hosni Mubarak en Egipto y Zine el Abidine Ben Alí en Túnez. Si bien al principio se mostraron dudosos, se unieron luego a las manifestaciones y demandas populares de democracia, justicia y libertad. Además, conocedores de que se encuentran en el punto de mira, desde los Hermanos Musulmanes egipcios a los miembros del Partido Ennahda en Túnez o los seguidores del Partido Justicia y Desarrollo en Marruecos, se han apresurado en mostrar su apoyo a las normas democráticas y su deseo de participar plenamente en ese tipo de sistema político.
Ni en las revoluciones tunecina y egipcia ni en ninguna de las revueltas que se están produciendo en la región se ha pedido un sistema teocrático ni se ha mencionado a Irán como modelo a seguir. Más bien al contrario, el régimen de Teherán es el antimodelo para muchos árabes. Por una parte, estas sociedades están cansadas de vivir bajo gobiernos autoritarios del tipo que sea y, por otra, han visto en lo que ha derivado el Irán revolucionario tras más de tres décadas de mandato islamista.
El islam es su única razón de ser
No es del todo cierto. Sin duda, el islam, sus preceptos y enseñanzas constituyen una parte fundamental del discurso de los islamistas. Pero también es cierto que movimientos como los Hermanos Musulmanes han abogado desde su creación en 1928 por las reformas políticas y la justicia social. Además, es necesario distinguir entre movimiento y partido. Ha sido precisamente la labor asistencial llevada a cabo por los movimientos lo que permitió a los islamistas ganarse el favor de sectores de la población en el pasado. Los Hermanos Musulmanes son en sí un grupo religioso en el que pueden distinguirse varias facetas, siendo la caritativa una de las más conocidas.
Los Hermanos Musulmanes en Egipto, así como Hezbolá en Líbano y Hamás en Gaza han puesto en marcha redes de servicios sociales, incluyendo hospitales, escuelas o bancos, para ayudar a amplios sectores sociales, sobre todo a los desfavorecidos. Es decir, en ausencia de un Estado que respondiese a las necesidades de la población, estos movimientos islamistas han llegado donde la Administración estaba ausente. Ahora bien, si éste funciona, como es de suponer en un sistema democrático eficaz, el atractivo que estos grupos pudieran despertar en la población no sería el mismo que durante las dictaduras.
Por otra parte, los islamistas no constituyen un bloque monolítico y sin fracturas. Al contrario, las divisiones en el seno de estos movimientos son cada vez más frecuentes a causa del elemento generacional. Frente al inmovilismo o conservadurismo que puedan defender los sectores de más edad, los miembros más jóvenes de estos movimientos muestran una tendencia más aperturista y modernizadora que, en ocasiones, los lleva a formar sus propios partidos (como es el caso del partido egipcio al-Wasat al-Yadid, o Nuevo Centro, formado en 1996 por una parte de los Hermanos Musulmanes). Esto es, mientras que en las costumbres y en la forma de vida siguen primando el islam y las estructuras más conservadoras, aceptan los procedimientos democráticos en el ámbito político. En este sentido, y en función de la experiencia que acumulen, podrían equipararse a los partidos democristianos europeos que participan en el proceso democrático a la vez que defienden formas de vida conservadoras acordes con los valores cristianos.
¿Sólo estos partidos pueden dar respuesta a las demandas sociales?
En absoluto. Las sociedades árabes están pidiendo un nuevo clima de libertad, dignidad y justicia del que no han gozado en el pasado, así como oportunidades y resultados tangibles (trabajo, prosperidad, avances sociales, fin de la corrupción). Los nuevos gobiernos que surjan tras las elecciones tendrán que hacer frente a los problemas reales que sufren estos países, entre ellos el déficit alimentario, muy extendido en la región (particularmente agudo en Egipto, país que es el mayor importador de trigo del mundo y que se encuentra entre los Estados africanos más afectados por el déficit alimentario). La religión no alimenta cuando los estómagos están vacíos y, por ende, el islam por sí solo no puede producir los resultados necesarios.
Los partidos islamistas no pueden ignorar la dependencia del exterior que tienen sus países y que se manifiesta en forma de ayuda externa, inversión extranjera e ingresos por el turismo (en Egipto las actividades económicas relacionadas con el turismo suponen más del 15% del PIB, mientras que en Túnez rondan el 17% del PIB). Por tanto, en el hipotético caso de que los islamistas llegaran a gobernar, sus agendas no podrían ser radicales pues las economías nacionales dependen del exterior para obtener financiación… y para alimentar a millones de estómagos.
Son anti-occidentales por naturaleza
No todos ni siempre. Todo lo desconocido genera recelo y desconfianza. Durante años, los autócratas árabes agitaron el espantajo de los islamistas para generar miedo en las sociedades occidentales. Lo anterior, sumado a las acciones de los sectores más extremistas que actúan en nombre del islam (criminales como Al Qaeda o exaltados durante momentos de crisis como la de las caricaturas de Mahoma), han generado una percepción de los islamistas como si todos fueran radicales, violentos y hostiles a Occidente. La realidad es mucho más variada. No hay que olvidar que numerosos dirigentes islamistas han vivido o se han formado en países occidentales, cuyas lenguas y culturas conocen. Con frecuencia, las posturas más críticas con estos Estados están ligadas a las políticas exteriores de éstos en Oriente Medio y en otras zonas del mundo islámico (operaciones militares, apoyo a regímenes opresores, posiciones en el conflicto israelo-palestino, etc.).
Están forzando un discurso moderado
Hay que comprobarlo. Últimamente, se está especulando con que los partidos islamistas están usando un discurso moderado para poder así conseguir más influencia en sus países y ganarse la confianza del exterior. La única forma de comprobar la veracidad de ese discurso es conociendo a esos partidos y el modelo de gobierno que proponen (por ejemplo, el papel que tendría la sharía, o ley islámica, dentro del sistema jurídico; su proyecto económico y las bases de la relación entre Estado y sociedad). En esta nueva etapa es necesario que, desde las sociedades democráticas, se abran las puertas al diálogo con todos los nuevos actores comprometidos con las normas de la alternancia política y el respeto de la diversidad, sin excepción. Sólo mediante el conocimiento mutuo y la búsqueda de intereses compartidos se podrá disipar la desconfianza y establecer nuevas relaciones más equitativas y respetuosas con la voluntad de las poblaciones.
No se puede volver a cometer el error de dejar a los partidos islamistas de lado por temor a lo que pueda pasar. Esta estrategia ya se utilizó en el pasado (con el FIS en Argelia en las elecciones de 1991- 1992 y con Hamas en 2006) y no funcionó, puesto que a la larga las consecuencias resultaron ser mucho más negativas que positivas. Por tanto, para que haya una democratización real es necesario incluir a todos los actores que se comprometan a participar en el juego democrático. Además, una opción que podría barajarse internacionalmente sería la creación de plataformas que facilitasen ese conocimiento mutuo tan necesario, o incluso la incorporación de las nuevas fuerzas políticas de los países árabes en transición –sean islamistas o no– en estructuras transnacionales ya existentes como la Internacional Demócrata de Centro o la Internacional Socialista, entre otras.
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