E. G. - Jerusalén
El primer país árabe de la era moderna fue creado en Damasco, en 1920, por Faisal bin Husein, entre cuyos asesores figuraba Thomas Edward Lawrence (conocido como Lawrence de Arabia), y recibió el nombre de Reino Árabe de Siria. Comprendía lo que ahora son Siria, Líbano, Jordania, Israel y los Territorios Palestinos, y pedazos de Irak y Turquía. Destruido el Imperio Otomano, el protonacionalismo árabe produjo ese reino. Duró cuatro meses, lo que tardaron franceses y británicos en trocearlo y repartírselo, pero su recuerdo sigue vivo. A día de hoy, pocos discuten que el corazón de Oriente Próximo late en Damasco.
Esa es la clave inicial de la importancia estratégica de Siria. Las demás claves, bastante numerosas, fueron construidas por Hafez el Asad, fundador de la Siria moderna. El Asad, padre del actual presidente, asumió el poder en 1970 y se marcó el objetivo de recuperar el Golán, ocupado por Israel tras la guerra de 1967. Para eso necesitaba que la pequeña Siria física fuera políticamente grande.
Hafez el Asad cabalgó tres décadas sobre la paradoja de ser a la vez campeón y azote de la causa palestina. Su primera intervención exterior como jefe del Ejército consistió en un fallido intento de apoyo militar a la OLP de Yasir Arafat durante el Septiembre Negro jordano de 1970; el fracaso ante los tanques del rey Husein suscitó en él, curiosamente, una animadversión eterna hacia Arafat y una clara tendencia a apoyar grupos antiisraelíes alternativos.
La OLP abandonó Jordania y se instaló en Líbano, creando un "Estado dentro del Estado" en un país frágil, tan fragmentado en sectas como la propia Siria de la que fue desgajado por los franceses. Fue el inicio de la guerra civil libanesa. El Asad no podía consentir un fenómeno potencialmente contagioso y envió sus tropas a territorio libanés, a petición del Gobierno de Beirut, dominado por los cristianos maronitas, y en cooperación con Israel, para combatir a los palestinos. Desde entonces, Siria cambió de bando cada vez que le convino para mantener su influencia en Líbano.
La gran inspiración de Hafez el Asad llegó en 1979, un año crucial: Egipto hizo la paz con Israel, rompiendo la unidad árabe (con cuya fuerza contaba Siria para recuperar el Golán), e Irán se convirtió en una república islámica. El Gobierno de Damasco, laico y arabista, hizo entonces algo asombroso: se alió con el Gobierno de Teherán, religioso y no árabe. De un golpe, El Asad reforzó a su propia minoría siria, los alauíes, una secta chií emparentada con el chiísmo iraní, y formó un eje de resistencia contra Israel y Estados Unidos que acabó con la influencia egipcia en Oriente Próximo y dejó en precario tanto al Irak de Sadam Husein como a los aliados de Washington.
En 1982, la invasión de Líbano por las tropas israelíes acabó exasperando a sus iniciales aliados, los chiíes del sur, tan enemigos de la OLP como el mismo Israel; del partido chií libanés Amal surgió una escisión religiosa, respaldada por Damasco y Teherán, furiosamente antiisraelí y antioccidental, llamada Hezbolá, el Partido de Dios. Hezbolá, convertido hoy en un poderoso partido-milicia y en fuerza casi hegemónica en Líbano, sigue a las órdenes de Siria.
La otra milicia extraterritorial siria es Hamás, producto de la frustración de amplios sectores palestinos con la corrupción de la OLP y su renuncia a la lucha armada contra Israel. Con una simple llamada telefónica, Bachar el Asad podría activar a Hezbolá en Líbano y a Hamás en Gaza y poner en jaque a Israel sin comprometer un solo soldado sirio. A la inversa, una caída del régimen de El Asad provocaría reacciones imprevisibles de Hezbolá y Hamás.
Por lo demás, basta mirar un mapa para ver que Siria es potencialmente desestabilizadora y desestabilizable: ¿qué harían las armadísimas milicias chiíes de Irak si las minorías chiíes sirias, como la alauí, sufrieran la violencia de la mayoría suní?, ¿qué haría en caso de crisis la minoría kurda, que sigue soñando con formar un país a expensas de Siria y Turquía?, ¿cuánto tardaría Arabia Saudí en respaldar a los suníes para combatir la influencia del Irán chií?
Algunos analistas comparan el régimen sirio con los grandes bancos estadounidenses durante la reciente crisis financiera: está en quiebra y es dirigido por delincuentes, pero dejarlo caer podría llevar a un colapso del sistema.
Esa es la clave inicial de la importancia estratégica de Siria. Las demás claves, bastante numerosas, fueron construidas por Hafez el Asad, fundador de la Siria moderna. El Asad, padre del actual presidente, asumió el poder en 1970 y se marcó el objetivo de recuperar el Golán, ocupado por Israel tras la guerra de 1967. Para eso necesitaba que la pequeña Siria física fuera políticamente grande.
Hafez el Asad cabalgó tres décadas sobre la paradoja de ser a la vez campeón y azote de la causa palestina. Su primera intervención exterior como jefe del Ejército consistió en un fallido intento de apoyo militar a la OLP de Yasir Arafat durante el Septiembre Negro jordano de 1970; el fracaso ante los tanques del rey Husein suscitó en él, curiosamente, una animadversión eterna hacia Arafat y una clara tendencia a apoyar grupos antiisraelíes alternativos.
La OLP abandonó Jordania y se instaló en Líbano, creando un "Estado dentro del Estado" en un país frágil, tan fragmentado en sectas como la propia Siria de la que fue desgajado por los franceses. Fue el inicio de la guerra civil libanesa. El Asad no podía consentir un fenómeno potencialmente contagioso y envió sus tropas a territorio libanés, a petición del Gobierno de Beirut, dominado por los cristianos maronitas, y en cooperación con Israel, para combatir a los palestinos. Desde entonces, Siria cambió de bando cada vez que le convino para mantener su influencia en Líbano.
La gran inspiración de Hafez el Asad llegó en 1979, un año crucial: Egipto hizo la paz con Israel, rompiendo la unidad árabe (con cuya fuerza contaba Siria para recuperar el Golán), e Irán se convirtió en una república islámica. El Gobierno de Damasco, laico y arabista, hizo entonces algo asombroso: se alió con el Gobierno de Teherán, religioso y no árabe. De un golpe, El Asad reforzó a su propia minoría siria, los alauíes, una secta chií emparentada con el chiísmo iraní, y formó un eje de resistencia contra Israel y Estados Unidos que acabó con la influencia egipcia en Oriente Próximo y dejó en precario tanto al Irak de Sadam Husein como a los aliados de Washington.
En 1982, la invasión de Líbano por las tropas israelíes acabó exasperando a sus iniciales aliados, los chiíes del sur, tan enemigos de la OLP como el mismo Israel; del partido chií libanés Amal surgió una escisión religiosa, respaldada por Damasco y Teherán, furiosamente antiisraelí y antioccidental, llamada Hezbolá, el Partido de Dios. Hezbolá, convertido hoy en un poderoso partido-milicia y en fuerza casi hegemónica en Líbano, sigue a las órdenes de Siria.
La otra milicia extraterritorial siria es Hamás, producto de la frustración de amplios sectores palestinos con la corrupción de la OLP y su renuncia a la lucha armada contra Israel. Con una simple llamada telefónica, Bachar el Asad podría activar a Hezbolá en Líbano y a Hamás en Gaza y poner en jaque a Israel sin comprometer un solo soldado sirio. A la inversa, una caída del régimen de El Asad provocaría reacciones imprevisibles de Hezbolá y Hamás.
Por lo demás, basta mirar un mapa para ver que Siria es potencialmente desestabilizadora y desestabilizable: ¿qué harían las armadísimas milicias chiíes de Irak si las minorías chiíes sirias, como la alauí, sufrieran la violencia de la mayoría suní?, ¿qué haría en caso de crisis la minoría kurda, que sigue soñando con formar un país a expensas de Siria y Turquía?, ¿cuánto tardaría Arabia Saudí en respaldar a los suníes para combatir la influencia del Irán chií?
Algunos analistas comparan el régimen sirio con los grandes bancos estadounidenses durante la reciente crisis financiera: está en quiebra y es dirigido por delincuentes, pero dejarlo caer podría llevar a un colapso del sistema.
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