por Rosendo Fraga
En menos de un mes, el Presidente de los EEUU visitó Brasil y la Presidente brasileña estuvo en China. Es así como antes de cumplir cuatro meses en el gobierno, Dilma Rousseff se entrevistó con los líderes de las dos potencias más importantes del mundo.
En ambos casos planteó un objetivo político central de la diplomacia de su país: que pase a integrar el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas como miembro permanente, algo que también pretenden India, Alemania y Japón.
Con Obama, Dilma firmó una decena de convenios bilaterales con sesgo económico y comercial. Con China una veintena, donde el sesgo fue más estratégico, incluyendo lo científico y tecnológico.
Mientras EEUU eludió un compromiso abierto en apoyar la pretensión brasileña respecto al Consejo de Seguridad, China fue un paso más adelante, aunque también evitando compromisos concretos.
La visita de Obama a Brasil en marzo fue un reconocimiento no sólo a su rol del líder regional, sino también a su protagonismo como potencia global, y la visita a China, donde Dilma también participó de una nueva Cumbre del Grupo BRICS -que ahora ha sumado a Sudáfrica en representación del África- un ámbito donde ejerció dicho rol.
Mientras tanto, en la semana que finaliza se reunieron en Caracas los cancilleres de América Latina y el Caribe para preparar la Cumbre de los Presidentes de la región que tendrá lugar en julio en la misma ciudad.
Esta Cumbre es una nueva iniciativa de la diplomacia brasileña que apunta a generar un espacio de concertación de políticas que integre a todos los países del continente, con la sola excepción de EEUU y Canadá.
UNASUR reúne a los 12 países de América del Sur; esta Cumbre integra a los 34 de América Latina y el Caribe. De esta forma, el liderazgo brasileño, que durante la década pasada tuvo como prioridad el ámbito sudamericano, se extiende con esta nueva Cumbre a América Central y el Caribe.
En paralelo se sigue reuniendo la Cumbre de Presidentes de las América cada cuatro años, donde sí participan EEUU y Canadá.
El liderazgo brasileño en la región deriva ante todo de una situación de dimensión o asimetría. En América del Sur es la mitad de la población, el territorio y el PBI y sobre el conjunto de América Latina y el Caribe un tercio.
Haciendo una comparación con la UE, Brasil es en el último ámbito lo que Alemania y Francia sumadas representan en ella; en UNASUR implica la suma de estos dos países más el Reino Unido.
Los tres grandes de Europa equivalen en magnitud lo que Brasil por sí solo representa en América del Sur.
Quizás lo más parecido que se encuentra en el mapa global sea la relación de magnitudes entre Rusia y las 14 ex repúblicas soviéticas.
Pero la situación política es totalmente distinta. Es que la cultura, la historia y la tradición de Brasil generan lo que puede ser designado como un liderazgo benevolente.
No hay conflictos de fronteras, étnicos, religiosos o migratorios que hoy determinen la relación de Brasil con los demás países de la región. La diplomacia brasileña no impone sino que convence a veces, otras seduce o eventualmente ignora, pero siempre evita confrontar.
La historia es una clave para entender a Brasil. Es que este país produjo sus tres grandes transformaciones del siglo XIX en forma incruenta: la independencia, la abolición de la esclavitud y la sustitución de la monarquía por la república. Ello ha sido clave para generar una cultura política de consensualismo, que funciona tanto en la política interna como en la internacional. Evitó así las guerras de la independencia de la América hispana e inglesa, la guerra civil de los EEUU y la que sufrió Francia tras el 14 de julio de 1789.
Frente a la consolidación del liderazgo de Brasil en la región y la reciente confirmación de su rol como potencia global -ya es la séptima economía del mundo y posiblemente hacia finales de la década pueda ser la quinta superando a Francia y el Reino Unido-, puede plantearse cuál es el rol que le cabe a la Argentina.
Quizás ha llegado el momento de pensar si la histórica oposición a que Brasil sea miembro permanente del Consejo de Seguridad debe seguir siendo un punto central en la política exterior argentina.
Es que el país debe asumir su rol de potencia mediana, como es el caso de Turquía, Canadá, Australia, Sudáfrica, Polonia o México.
Se trata de países que por su dimensión no tienen hoy las condiciones necesarias para ser una potencia global al estilo de EEUU, Japón o Alemania en el mundo desarrollado y de China, India y Brasil en el emergente.
Pero pese a ello juegan un rol importante en el escenario mundial. Sudáfrica, aunque tiene menos población que Nigeria y Egipto, acaba de ser incorporada al BRIC en representación del África por su importancia política y económica como modelo para el continente.
Turquía, a su vez, en el contexto del convulsionado mundo musulmán es vista como el modelo del islamismo moderado y como el puente entre el Islam y Occidente.
Australia y Canadá son los dos países -junto con Argentina- que tienen más riqueza en recursos naturales de acuerdo a su población. Suelen jugar un rol como aliados de EEUU en conflictos internacionales y los dos tienen 6 universidades cada uno entre las 200 mejores del mundo. Por sus recursos naturales están en el mundo emergente; por su educación e institucionalidad están en el desarrollado.
Polonia es el país clave entre la Europa Occidental y la Oriental y en el juego entre dos grandes potencias, Alemania y Rusia.
En cuanto a México, el pasado mes de julio en Madrid el Presidente Calderón dijo públicamente que el liderazgo brasileño no generaba ninguna preocupación ni recelo en su país. Pese a este repliegue político, las proyecciones económicas de largo plazo lo ubican al país en los próximos años entre las diez economías más grandes del mundo y algunos pronostican que llegará a ser la quinta.
En conclusión, frente a la consolidación de Brasil como líder regional y potencia global, Argentina tiene que redefinir su rol como potencia mediana, tanto en la región como en su inserción internacional.
En menos de un mes, el Presidente de los EEUU visitó Brasil y la Presidente brasileña estuvo en China. Es así como antes de cumplir cuatro meses en el gobierno, Dilma Rousseff se entrevistó con los líderes de las dos potencias más importantes del mundo.
En ambos casos planteó un objetivo político central de la diplomacia de su país: que pase a integrar el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas como miembro permanente, algo que también pretenden India, Alemania y Japón.
Con Obama, Dilma firmó una decena de convenios bilaterales con sesgo económico y comercial. Con China una veintena, donde el sesgo fue más estratégico, incluyendo lo científico y tecnológico.
Mientras EEUU eludió un compromiso abierto en apoyar la pretensión brasileña respecto al Consejo de Seguridad, China fue un paso más adelante, aunque también evitando compromisos concretos.
La visita de Obama a Brasil en marzo fue un reconocimiento no sólo a su rol del líder regional, sino también a su protagonismo como potencia global, y la visita a China, donde Dilma también participó de una nueva Cumbre del Grupo BRICS -que ahora ha sumado a Sudáfrica en representación del África- un ámbito donde ejerció dicho rol.
Mientras tanto, en la semana que finaliza se reunieron en Caracas los cancilleres de América Latina y el Caribe para preparar la Cumbre de los Presidentes de la región que tendrá lugar en julio en la misma ciudad.
Esta Cumbre es una nueva iniciativa de la diplomacia brasileña que apunta a generar un espacio de concertación de políticas que integre a todos los países del continente, con la sola excepción de EEUU y Canadá.
UNASUR reúne a los 12 países de América del Sur; esta Cumbre integra a los 34 de América Latina y el Caribe. De esta forma, el liderazgo brasileño, que durante la década pasada tuvo como prioridad el ámbito sudamericano, se extiende con esta nueva Cumbre a América Central y el Caribe.
En paralelo se sigue reuniendo la Cumbre de Presidentes de las América cada cuatro años, donde sí participan EEUU y Canadá.
El liderazgo brasileño en la región deriva ante todo de una situación de dimensión o asimetría. En América del Sur es la mitad de la población, el territorio y el PBI y sobre el conjunto de América Latina y el Caribe un tercio.
Haciendo una comparación con la UE, Brasil es en el último ámbito lo que Alemania y Francia sumadas representan en ella; en UNASUR implica la suma de estos dos países más el Reino Unido.
Los tres grandes de Europa equivalen en magnitud lo que Brasil por sí solo representa en América del Sur.
Quizás lo más parecido que se encuentra en el mapa global sea la relación de magnitudes entre Rusia y las 14 ex repúblicas soviéticas.
Pero la situación política es totalmente distinta. Es que la cultura, la historia y la tradición de Brasil generan lo que puede ser designado como un liderazgo benevolente.
No hay conflictos de fronteras, étnicos, religiosos o migratorios que hoy determinen la relación de Brasil con los demás países de la región. La diplomacia brasileña no impone sino que convence a veces, otras seduce o eventualmente ignora, pero siempre evita confrontar.
La historia es una clave para entender a Brasil. Es que este país produjo sus tres grandes transformaciones del siglo XIX en forma incruenta: la independencia, la abolición de la esclavitud y la sustitución de la monarquía por la república. Ello ha sido clave para generar una cultura política de consensualismo, que funciona tanto en la política interna como en la internacional. Evitó así las guerras de la independencia de la América hispana e inglesa, la guerra civil de los EEUU y la que sufrió Francia tras el 14 de julio de 1789.
Frente a la consolidación del liderazgo de Brasil en la región y la reciente confirmación de su rol como potencia global -ya es la séptima economía del mundo y posiblemente hacia finales de la década pueda ser la quinta superando a Francia y el Reino Unido-, puede plantearse cuál es el rol que le cabe a la Argentina.
Quizás ha llegado el momento de pensar si la histórica oposición a que Brasil sea miembro permanente del Consejo de Seguridad debe seguir siendo un punto central en la política exterior argentina.
Es que el país debe asumir su rol de potencia mediana, como es el caso de Turquía, Canadá, Australia, Sudáfrica, Polonia o México.
Se trata de países que por su dimensión no tienen hoy las condiciones necesarias para ser una potencia global al estilo de EEUU, Japón o Alemania en el mundo desarrollado y de China, India y Brasil en el emergente.
Pero pese a ello juegan un rol importante en el escenario mundial. Sudáfrica, aunque tiene menos población que Nigeria y Egipto, acaba de ser incorporada al BRIC en representación del África por su importancia política y económica como modelo para el continente.
Turquía, a su vez, en el contexto del convulsionado mundo musulmán es vista como el modelo del islamismo moderado y como el puente entre el Islam y Occidente.
Australia y Canadá son los dos países -junto con Argentina- que tienen más riqueza en recursos naturales de acuerdo a su población. Suelen jugar un rol como aliados de EEUU en conflictos internacionales y los dos tienen 6 universidades cada uno entre las 200 mejores del mundo. Por sus recursos naturales están en el mundo emergente; por su educación e institucionalidad están en el desarrollado.
Polonia es el país clave entre la Europa Occidental y la Oriental y en el juego entre dos grandes potencias, Alemania y Rusia.
En cuanto a México, el pasado mes de julio en Madrid el Presidente Calderón dijo públicamente que el liderazgo brasileño no generaba ninguna preocupación ni recelo en su país. Pese a este repliegue político, las proyecciones económicas de largo plazo lo ubican al país en los próximos años entre las diez economías más grandes del mundo y algunos pronostican que llegará a ser la quinta.
En conclusión, frente a la consolidación de Brasil como líder regional y potencia global, Argentina tiene que redefinir su rol como potencia mediana, tanto en la región como en su inserción internacional.
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