lunes, 21 de febrero de 2011

LA TRANSICIÓN EN EGIPTO: UN ESCENARIO POLÍTICO DESCONOCIDO


LIBRERIA MUNDO ARABE
Hesham Sallam, Joshua Stacher y Chris Toensing [2]

En medio del colosal levantamiento popular de 2011 en Egipto, el plan A para el régimen egipcio y la administración Obama era mantener indefinidamente en el poder a Hosni Mubarak, el presidente de Egipto. Ahora, no les queda más remedio que adoptar un plan B.

Resulta evidente que Mubarak ya no llevaba la voz cantante cuando emitió una declaración el 1 de febrero, prometiendo dimitir en septiembre. La tarde anterior, no fue él sino su recién nombrado presidente, ‘Umar Sulayman, quien apareció en la televisión estatal para anunciar las últimas medidas del gobierno, sobre todo una oferta para negociar las líneas maestras de la transición política con las figuras de la oposición.

Los líderes opositores –es decir, los dirigentes de los diversos partidos moribundos a los que el régimen ha permitido existir, aunque no organizarse, durante las tres últimas décadas– rechazaron la oferta con buen criterio. Dijeron que negociarían, pero solo después de que Mubarak haya renunciado a la presidencia y abandonado el país. En esta maniobra, confían en la capacidad de resistencia de las multitudes agolpadas en la gran Plaza Tahrir de El Cairo y en las ciudades y pueblos de todo el país, las cuales, aunque con altibajos en el número de participantes, llevan planteando las mismas exigencias desde hace más de una semana. La “marcha del millón” del 1 de febrero parece haber sellado la suerte del octogenario dictador.

Con el plan A obsoleto, el plan B para el régimen y sus partidarios en Washington es sobreponerse al levantamiento sin que sus prerrogativas autoritarias se vean afectadas en lo fundamental. Suleyman y su entorno intentan organizar una “transición ordenada y pacífica” (por usar la terminología de la administración Obama), pasando de una autocracia arbitraria a otra, adornada ahora con los símbolos de una democracia más liberal. Ellos han ofrecido a Mubarak como chivo expiatorio, como ya hicieron con el ministro Habib al-‘Adli, y antes de él con Ahmad ‘Izz, el pez gordo del partido gobernante y principal compinche de Gamal, hijo de Mubarak y presunto heredero de éste.


El ejército, hasta el momento, los apoya con firmeza, a pesar de que sus declaraciones de solidaridad con el pueblo parezcan indicar lo contrario. La clave, por lo tanto, sigue siendo la furiosa multitud que inunda las calles de Egipto y que recibió con desprecio el discurso de Mubarak. El éxito de su levantamiento masivo pende de un hilo.

La habilidad de las masas

Es difícil saber si los acontecimientos producidos hasta la fecha son la etapa inicial de una revolución o una especie de golpe de Estado. Quizás ambas apreciaciones sean correctas.

Los medios de comunicación dominantes han insistido en que las emociones –ira en contra del régimen, alegría ante la perspectiva de cambio– parecen estar conduciendo las tremendas protestas en las calles de Egipto. Sin embargo, hay razones para creer que la estrategia y las tácticas de los manifestantes son también bastante racionales.


Los líderes de la protesta han tenido cuidado en dirigir su rabia contra Hosni Mubarak y su séquito, y no contra las instituciones del Estado egipcio, en particular el ejército. Han mostrado un gran cuidado en evitar los enfrentamientos físicos con las fuerzas armadas, aunque no con la odiada policía, y han tratado de ganarse a los militares con eslóganes conciliadores. “El pueblo y el ejército marchan unidos”, coreaban muchos manifestantes. Estos han comprendido que será difícil abrir una brecha entre los responsables políticos y el ejército, institución a la que han pertenecido las principales figuras del régimen.


También saben que provocar a los militares solo aumentaría el interés de éstos en mantener en la presidencia a Mubarak o a un autócrata parecido que lo sucediese. En otras palabras, las protestas, por muy amplias que puedan parecer, están transitando por la delgada línea entre una oposición enérgica a Mubarak y un intento de evitar enemistarse con las instituciones militares, las cuales, de momento, no han renunciado al orden actual.

Los manifestantes se han mantenido unidos e inflexibles en su posición de que Mubarak debe irse inmediatamente. Este postura coherente refleja su convencimiento de que las negociaciones entre Mubarak y los líderes políticos de la oposición (incluidos los Hermanos Musulmanes) [3] los llevarían de vuelta al punto de partida: un Egipto en el que Mubarak elige y selecciona a sus aliados de entre sus opositores, imponiendo las denominadas “reformas” tan solo para reforzar su control del poder.


También se han dado cuenta –y esto es igualmente importante –de que unas negociaciones previas a la dimisión de Mubarak dejarían de hecho toda la iniciativa en manos de los líderes de la oposición tradicional, quienes ya han renunciado en muchas otras ocasiones a unas verdaderas reformas, a cambio de ver cumplidos sus limitados intereses personales e ideológicos. Estos acuerdos podrían formalizarse antes de que el régimen garantizara cualquier tipo de concesión permanente.

A lo largo de la ola de protestas, los jóvenes que han coordinado los esfuerzos, en particular el Movimiento 6 de Abril, no han ofrecido ningún cheque en blanco a los líderes de la oposición. Solo se produjo un cauteloso entusiasmo cuando, por ejemplo, Mohamed el-Baradei, antiguo director general de la Agencia Internacional de Energía Atómica, anunció que estaba dispuesto a mediar en nombre de los manifestantes. Además de proteger su movimiento del oportunismo exterior, los manifestantes han superado las diferencias ideológicas que fragmentaron en el pasado la actividad de la oposición política. Evitando y a veces eliminando las consignas religiosas, han mantenido la imagen de un alzamiento nacional de patriotas egipcios, simple y llanamente.


También han renunciado a emplear símbolos que pudieran vincularlos con una tendencia política o ideológica en particular. Este profundo sentido estratégico y habilidad táctica han dificultado los esfuerzos del régimen para desacreditar la insurrección, acusándola de ser una “conspiración islamista” para derrocar al régimen y reprimir a las minorías religiosas de Egipto. Las demandas de los manifestantes tampoco pueden estar mediatizadas por las disputas ideológicas y personales entre la oposición organizada. Y, lo que es más importante, las calles y las plazas están repletas de egipcios de todas las edades y condiciones sociales. Trabajadores de fábricas clave, como en Suez, donde quizás se hayan producido los enfrentamientos callejeros más graves entre manifestantes y policía, se han declarado en huelga y han prometido que ésta no acabará hasta que Mubarak dimita.

Las argucias del régimen

La otra mitad de la historia, sin embargo, es la clara manipulación que está haciendo el régimen tanto de la situación sobre el terreno como de los relatos difundidos al respecto. La cobertura de los medios de comunicación dominantes, sobre todo en Estados Unidos, ha estado plagada de informaciones engañosas. Ayudado por el primer ministro de Israel, Benjamín Netanyahu, y los comentaristas proisraelíes, el régimen ha desviado la atención con el absurdo disparate de que las protestas populares presagian una toma del control de Egipto por parte de los Hermanos Musulmanes.


Los Hermanos Musulmanes son sin duda la fuerza política mejor organizada del país. Sus cuadros están de hecho presentes entre los manifestantes, e incluso han jugado un papel importante en algunos lugares. Sin embargo, el partido islamista se ha incorporado tarde al movimiento de protesta, rechazando unirse a las primeras concentraciones del 25 de enero, y posteriormente no ha hecho ningún intento de liderarlas ni de moldear al discurso de éstas. Resulta significativo que los Hermanos hayan respaldado la presencia de una figura laica, el-Baradei, como posible interlocutor entre los manifestantes y el régimen. Las especulaciones sobre el futuro papel de los Hermanos Musulmanes son solo eso: especulaciones.

Los saqueos y tiroteos indiscriminados que Mubarak atribuye a anónimas “fuerzas políticas dedicadas a echar leña al fuego” son, según todos los informes más dignos de crédito, obra de miembros de los propios servicios de seguridad del régimen, algunos de los cuales ni siquiera se han tomado la molestia de vestirse de civiles.


En la tarde del 28 de enero, día de las mayores protestas hasta la “marcha del millón”, los servicios de seguridad y la policía (incluso los agentes de tráfico) abandonaron sus puestos de trabajo, muchos de los cuales, en cualquier caso, habían sido incendiados por grupos de manifestantes. Solo en la sede del Ministerio del Interior pudieron permanecer sus trabajadores, gracias a francotiradores que, según testigos presenciales y médicos, dispararon sobre decenas de jóvenes desarmados que se manifestaban en el exterior, exigiendo la caída del régimen.


Entretanto, las bandas de matones (baltagiyya) contratados por el régimen vagaban por El Cairo y otras ciudades, rompiendo escaparates de comercios, robando y aterrorizando a los transeúntes. Human Rights Watch añade que las múltiples fugas de prisión producidas esa misma tarde son “inexplicables” sin la complicidad de los servicios de seguridad del Estado.


El objetivo claro de los baltagiyya y de las operaciones para vaciar las cárceles ha sido atemorizar a los manifestantes para que regresen a sus hogares a proteger a sus familias. No menos importante fue la intención de asustar a los otros egipcios que permanecen en casa un tanto inquietos y a quienes el régimen espera poder poner en contra del levantamiento.


De hecho, el plan B se basa en parte en la esperanza de que los ciudadanos egipcios relativamente acomodados pronto se irritarán por la escasez de comida, gasolina y productos comerciales, y por la interrupción total de los negocios cotidianos. El 1 de febrero, Mubarak advirtió a su audiencia que Egipto debe “elegir entre el caos y el orden”. El servicio de trenes fue cancelado esa misma mañana en todo el país para recalcar su advertencia con antelación.

El papel del ejército es quizás el aspecto peor entendido en todo este proceso. Tan pronto como los tanques comenzaron a retumbar en la Plaza Tahrir, recibiendo una entusiasta acogida popular, gran parte de la cobertura informativa ha asumido de un modo acrítico el mensaje de que “los militares estamos con el pueblo”. El 31 de enero, el alto mando militar subrayó esta idea, calificando de “legítimas” las demandas de los manifestantes y prometiendo no disparar contra ellos aunque siguieran gritando en las calles. Sin embargo, y como cabría esperar, el ejército apoya de hecho la vía más “adecuada” para restaurar la estabilidad que tanto anhelan el régimen y sus socios comerciales de Washington, y esa vía no es otra que la trazada por el discurso de Mubarak.

El presidente permanecerá en el cargo hasta septiembre, fecha previamente programada para las elecciones presidenciales. Entretanto, acelerará el ritmo de las “reformas”, aceptando las enmiendas a los artículos 76 y 77 de la Constitución egipcia, referidos a las normas para ser candidato a la presidencia.


En la actualidad, el artículo 76 estipula que los candidatos deben ser miembros de los más altos órganos de gobierno de los partidos “legales” (en otras palabras, no de los Hermanos Musulmanes). Es posible que esta disposición sea modificada para permitir que Sulayman o sus colegas militares, quienes hoy en día no pueden pertenecer a los distintos partidos, se lancen al ruedo político. El artículo 77, que regula el periodo del mandato presidencial, es probable que sea revisado para imponer un límite a dicho periodo (actualmente permite que el jefe del ejecutivo se presente a la reelección tantas veces como le plazca). Esta fue la única concesión significativa que Mubarak hizo en su discurso.

Muy probablemente, las discrepancias entre el ejército y el Ministerio del Interior no sean tan grandes como se rumorea. De hecho, a todos los efectos prácticos, hasta el momento parecen reducirse a la decisión del régimen de deshacerse de al-‘Adli, quien, siendo ministro del interior, dirigió a los elementos más intensamente odiados del aparato de represión –aquellos que torturan a los presos políticos–, convirtiéndose así en un claro chivo expiatorio.


El 31 de enero, la policía y los servicios de seguridad reaparecieron como por arte de magia, tal y como habían desaparecido dos días antes, con su disciplina intacta y preparados para garantizar a los preocupados propietarios el restablecimiento de la ley y el orden. Por otro lado, hubo muy pocos enfrentamientos reales entre el ejército y el Ministerio del Interior, incluso antes de que la policía volviera a dejarse ver. Resulta muy revelador el relato de la Associated Press sobre el enfrentamiento del 29 y el 30 de enero en la sede del Ministerio del Interior, situada en el centro de El Cairo. En un momento dado, los tanques se posicionaron entre los manifestantes y los francotiradores, llegando a avanzar mientras la multitud se refugiaba detrás de ellos, pero ignorando las súplicas para que respondieran a los disparos.

El poderoso juega al despiste

La administración Obama ha negado estar jugando ningún papel en el proceso en curso. Su cohorte de portavoces se desplegó en los últimos días de enero para afirmar reiteradamente que “es la hora del pueblo egipcio”. Algunos observadores bastante sagaces han publicado artículos argumentando que, aunque quisiera, EE.UU. no podría ejercer ninguna influencia sobre El Cairo en este momento. Sin embargo, los acontecimientos del 1 de febrero demostraron que Washington se ha implicado a fondo en el asunto, a pesar de que, a nivel público, pareció desentenderse los días precedentes.


Mientras los periodistas esperaban la convocatoria de “la marcha del millón”, Frank Wisner, embajador de EE.UU. en Egipto entre 1986 y 1991, acudió a Egipto y se reunió con las principales figuras del régimen, incluyendo al propio Mubarak, para “empujar” al dictador hacia la jubilación forzosa. Wisner está muy bien considerado entre las élites egipcias. Tras su servicio como diplomático, trabajó para el gigante de los seguros AIG, entre otras grandes corporaciones, y se dice que sus vínculos económicos con Egipto son considerables. Las prioridades de la administración Obama son claras: mientras la actual embajadora, Margaret Scobey, establece “activos contactos con representantes políticos y de la sociedad civil”, incluyendo un encuentro con el-Baradei, el enviado especial de la Casa Blanca comparte mesa con los generales.

Sin embargo, fue el propio presidente Barack Obama quien facilitó la mejor pista para entender la actitud de EE.UU., cuando ofreció una nueva sesión informativa sobre Egipto, poco más de una hora después del discurso de Mubarak. Como en sus declaraciones del 28 de enero, reiteró su obligada admiración hacia la perseverancia de los manifestantes, antes de decir que había hablado por teléfono con Mubarak para expresarle su “convicción de que es importante una transición ordenada, y que ésta debe ser pacífica y debe comenzar ahora”.


En referencia a los comentarios de Obama, el título del artículo de portada del Washington Post fue “La maniobra de Mubarak decepciona a la administración Obama”, pero un análisis cuidadoso de las declaraciones de ambos presidentes no muestra ninguna diferencia real entre ellas. El régimen egipcio también dice desear “una transición ordenada y pacífica”, cuyo significado está contenido en las enmiendas constitucionales propuestas. Y, según afirma Mubarak, la transición ya comenzó con su disolución del gabinete el 28 de enero. Así pues, la administración Obama todavía debe ofrecer pruebas concretas de que no dará opciones al régimen egipcio para reanudar el falso juego democrático de siempre.

La mejor manera que tendría Washington de demostrar sus supuestas buenas intenciones es a través del paquete anual de ayudas estadounidenses a Egipto. Según el Servicio de Investigación del Congreso, el promedio anual de ayudas a Egipto ha sido de 2.000 millones de dólares desde 1979, año del acuerdo de paz de Camp David con Israel. Aunque, en términos generales, la ayuda de EE.UU. ha disminuido en la última década, en el ámbito militar se ha mantenido estable desde 1983, rondando los 1.300 millones de dólares.


Esta ayuda se engloba dentro del programa conocido como Foreign Military Financing (“Financiación militar en el extranjero”), cuyos términos establecen que el país receptor (excepto en el caso de Israel) debe invertir todo el valor del paquete de ayudas en armamento de fabricación estadounidense. (Israel puede gastar una parte en sus propios arsenales).


Se ha solicitado que una suma adicional de 1.558 millones de dólares, procedente de los fondos de 2011, sea destinada a Egipto, en su mayor parte como ayuda militar. El 28 de enero, Robert Gibbs, secretario de prensa de la Casa Blanca, dio esperanzas a los defensores de la democracia en Egipto cuando sugirió que el paquete de ayudas podría ser recortado, pero no se ha vuelto a hablar del tema desde entonces.

“Ahora no es el momento de que ningún país decida quiénes serán los dirigentes de Egipto”, añadió Obama en su respuesta al plan B trazado por Mubarak. En última instancia, tal vez no sea tan importante para Washington quién asumirá la presidencia egipcia, siempre y cuando esta persona esté dispuesta a salvaguardar los elementos clave de la relación bilateral entre EE.UU. y Egipto. No obstante, el mensaje de Obama es poco sincero, pues su gobierno ha jugado un papel, como mínimo, bastante influyente. Rehusando revelar quién es su candidato, la Casa Blanca está designando de hecho a Suleyman o cualquier otro elemento continuista.

Los problemas con el plan B

El plan B del régimen egipcio para hacer frente a esta crisis sin precedentes en su gobierno es apostar por los métodos que han demostrado ser efectivos a lo largo del tiempo, consistentes en dividir y comprar a la oposición, perseguir al resto del núcleo duro, intimidar a la población en general y ganar tiempo para poder sobrevivir sin su cabeza visible pero, por lo demás, intacto. Suleyman y el ejército han llevado a cabo su medio-golpe de Estado, deponiendo al sector del régimen concentrado en torno a Gamal Mubarak, quien esperaba recuperar el gobierno hereditario en la tierra del Nilo. El carácter esencial del régimen, sin embargo, continúa siendo el mismo y parece sentirse muy confiado de cara al futuro.

No obstante, es posible que el plan B genere profundos problemas, difíciles de resolver. En primer lugar, desde luego, está el hecho de que la promesa de dimisión hecha por Mubarak mientras las masas se manifestaban en las calles no aborda la principal exigencia planteada en el alzamiento. Suleyman y su equipo se mostrarán extremadamente reacios a apoyar un rápido derrocamiento de Mubarak, en parte por la lealtad personal casi inquebrantable que une a los oficiales del ejército egipcio, y en parte porque una repetición de lo de Túnez haría parecer que se ven obligados a hacerlo.


Es probable que este escenario animara a ciertos sectores del movimiento prodemocrático a seguir adelante con sus exigencias, más ajustadas a su propia agenda política. Inquietaría aún más al resto de gobernantes árabes, quienes ya encontraron bastante difícil de aceptar la salida del poder del ex-dictador de Túnez Zine el- Abidine ben Ali, y que se sentirían horrorizados de ver cómo se repite la situación en el país más poblado del mundo árabe. En su discurso del 1 de febrero, Mubarak se esforzó por dar la impresión de una normalidad interrumpida temporalmente, transmitiendo la idea de que todo volverá pronto a ser como antes.

Así pues, ¿qué hará el régimen si las masas de manifestantes continúan exigiendo que Mubarak abandone el palacio presidencial? Todo indica que seguirán reclamando esa salida, aunque su nivel de entusiasmo en el futuro sea incierto. A pesar de haber respaldado al régimen hasta el momento, es probable que el ejército no dispare sobre la multitud de manifestantes, incluso si el régimen lo juzga necesario.


El alto mando militar ha asegurado que no lo hará, el Pentágono se ha unido a la Casa Blanca en recomendar la adhesión a esa política y, lo más importante, la primera bala haría añicos las muestras de solidaridad entre los soldados y el movimiento prodemocrático, y pondría fin a la posición privilegiada que ocupa el ejército en la cultura política egipcia. A partir de ahí, las pérdidas serían de carácter material, pues el importantísimo papel político de la institución y su amplia participación en la economía estarían en grave peligro. Por lo tanto, en términos estratégicos, las masas disponen de un as en la manga.

Un problema de carácter más técnico, aunque también molesto para los planes del régimen, es la propuesta de un nuevo cambio de la Constitución. Mubarak ya modificó el artículo 76 en 2005 y de nuevo en 2007, para facilitar el acceso al poder de su hijo Gamal. Estos cambios, que fueron publicitados como reformas democráticas, dejaron un amargo sabor de boca entre los egipcios con conciencia política. Intentar esta maniobra una vez más presupone la existencia de una confianza entre el Estado y los ciudadanos que ya está perdida desde hace tiempo.


La entidad encargada de proponer los nuevos cambios, que necesitarían ser aprobados en un plebiscito popular, es un Parlamento constituido tras las elecciones legislativas más fraudulentas en la historia moderna de Egipto. El 93% de los escaños están ocupados por miembros del Partido Nacional Democrático de Mubarak, y en el gabinete formado tras el 28 de enero, el ministro encargado de los asuntos legales y parlamentarios no es otro que Mufid Shihab, conocido por los egipcios como “el sastre”, por su habilidad para recortar las verdaderas reformas mediante procesos legales. Aunque la modificación del artículo 77 ha sido una exigencia de la oposición desde hace años, esta medida es ahora demasiado insignificante y llega demasiado tarde para aplacar a un país en abierta rebelión.

No está claro si el régimen es capaz de apreciar lo delicado de su situación. El plan B es factible en teoría, pero el camino para ponerlo en práctica está sembrado de obstáculos difíciles de evitar. Sin duda, el régimen es experto en alcanzar sus objetivos, a menudo recurriendo a medidas tan cínicas como el uso de los baltagiyya.


Sin embargo, Egipto ha entrado en un escenario político desconocido, donde la oposición convencional y la indómita oposición a nivel de la calle han alcanzado un alto grado de iniciativa propia. El régimen nunca se ha enfrentado con un oponente tan hábil. “La historia me juzgará”, afirmó Mubarak cuando comunicó que no se presentaría de nuevo como candidato a la presidencia. Sin duda lo hará, aunque, en lo que a él respecta, está ya en su último capítulo. En cambio, la historia completa del levantamiento egipcio de 2011 todavía no ha sido escrita.

BIBLIOGRAFÍA RECOMENDADA-

VV.AA., Altaïr nº 28. Egipto , Altaïr, Barcelona, 2004.-

VV.AA., Egipto & El Cairo (DVD), 2005.- Elena Arigita Maza, El Islam institucional en el Egipto contemporáneo , Universidad de Granada, Granada, 2005.-

VV.AA., Hesperia nº 4. Egipto , J.L.Pardo / Fund. Tres Culturas, Madrid, 2006.- Sophie Pommier, Egipto: Las cadenas de Prometeo , Bellaterra, Barcelona, 2009.


NOTAS.-

[1] Traducción, extracto y adaptación del articulo aparecido en Middle East Report Online , 1 de febrero de 2011. Disponible online en: http://www.merip.org/mero/mero020111.html Versión en castellano elaborada por el equipo de traductores de Alif Nûn . (Nota de la Redacción).

[2] Hesham Sallam está realizando su tesis doctoral sobre ciencias políticas en la Universidad de Georgetown, Joshua Stacher es profesor adjunto de política de Oriente Medio en la Universidad Estatal de Kent y Chris Toensing es editor de la revista Middle East Report.

[3] Para más información sobre esta formación política, véase Xavier Ternisien, Los Hermanos Musulmanes , Bellaterra, Barcelona, 2007. (Nota de la Redacción).

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