Immanuel Wallerstein
La revuelta árabe de 1916 fue encabezada por Sharif Hussein bin Ali en pos de la independencia árabe del imperio otomano. Los otomanos fueron expulsados. Sin embargo, la gran revuelta fue coptada por los británicos y los franceses. Después de 1945, gradualmente, los varios estados árabes se hicieron miembros independientes de Naciones Unidas. Pero en la mayoría de los casos su independencia fue coptada por Estados Unidos, sucesor de Gran Bretaña como controlador externo, manteniendo Francia un papel menor en el Magreb y en Líbano.
La segunda revuelta árabe se ha estado cocinando por algunos años ya. El mes pasado obtuvo una inyección sustancial del exitoso levantamiento de la juventud tunecina. Cuando hay jóvenes valerosos que arriesgan su vida para levantarse contra un régimen autoritario y supercorrupto y logran, de hecho, deponer al presidente, uno tiene que aplaudir. Independientemente de lo que pase después, fue un buen momento para la humanidad. La cuestión es siempre, ¿qué viene después?
En realidad hay dos preguntas. ¿Cómo fue que este levantamiento prevaleció, cuando muchos otros intentos en muchos otros países no lo lograron? Y luego, ¿quiénes serán los ganadores y los perdedores en Túnez, en otras partes del mundo árabe, y en el sistema-mundo completo?
No es fácil rebelarse contra un régimen autoritario. El régimen tiene armamento y dinero a su disposición, y normalmente puede suprimir con facilidad los intentos de desafiarlo que ocurren en las calles. Actos simbólicos, como la autoinmolación del vendedor ambulante en un poblado tunecino remoto, Mohamed Bouazizi, en protesta contra los caprichosos actos de los agentes del régimen, pueden encender a otros a que protesten, como ocurrió en Túnez. Pero para que dicho acto conduzca al derrocamiento del régimen, éste debe tener fisuras.
En este caso, es claro que había tales fisuras. Ni el ejército ni la gendarmería estaban preparados para disparar contra los manifestantes, y le dejaron esta tarea a la guardia presidencial de elite. No fue suficiente, y el presidente Zine el-Abidine Ben Ali y su familia tuvieron que huir, y sólo lograron hallar refugio en Arabia Saudita. Que había fisuras en el régimen queda claro por el hecho de que al intentar sobrevivir a la tormenta, las principales figuras del partido de Ben Ali se aseguraron de arrestar a la figura clave de la maquinaria represiva de Ben Ali, Abdelwahab Abdallah, con tal de que éste no los arrestara a ellos. Recordemos cómo fue que, tras la muerte de Stalin, sus sucesores arrestaron de inmediato a Lavrenti Beria, por la misma razón.
Por supuesto, después de que huyera Ben Ali, el mundo entero aplaudió, con la sola excepción de Kaddafi de Libia y Berlusconi de Italia, que continuaron defendiendo las virtudes de Ben Ali. El principal respaldo exterior de Ben Ali, Francia, se avergonzó lo suficiente como para confesar sus “errores” de juicio. Estados Unidos, habiendo dejado a Túnez en las supuestamente seguras manos de los franceses, no sintió la necesidad de ofrecer unas disculpas semejantes.
Como todo mundo anota, el ejemplo de Túnez impulsó a que en las calles árabes de otras partes se siguiera un camino semejante; los ejemplos más notables al momento están en Egipto, Yemen y Jordania. Mientras escribo, es poco seguro que el presidente Hosni Mubarak de Egipto sea capaz de sobrevivir.
¿Quiénes son los ganadores y los perdedores? No sabremos en por lo menos seis meses, tal vez más, quiénes llegarán, de hecho, al poder en Túnez, en Egipto, en realidad en todo el mundo árabe. Los levantamientos espontáneos crean una situación como la de Rusia en 1917 cuando, según la famosa frase de Lenin, “el poder está en las calles”, y por tanto una fuerza decidida y organizada puede tomarlo, que fue lo que hicieron los bolcheviques.
La real situación política en cada uno de los estados árabes es diferente. No hay Estado árabe en la actualidad que tenga un partido radical, laico, organizado, como los bolcheviques, que esté listo para intentar tomar el poder. Hay varios movimientos liberales burgueses a los que les gustaría jugar un mayor papel, pero pocos parecen tener una base importante. Los movimientos más organizados son los islamitas. Pero estos movimientos no tienen un solo color. Sus versiones de un Estado islámico van de los relativamente tolerantes hacia otros grupos, como el que existe ahora en Turquía, a la severa versión de la sharia (como los talibanes ejecutan en Afganistán), con variedades intermedias como la Hermandad Musulmana en Egipto.
¿Pero qué pasa con los poderes externos, que están profundamente involucrados en intentar controlar la situación? El principal actor externo es Estados Unidos. Un segundo actor es Irán. Todos los otros –Turquía, Francia, Gran Bretaña, Rusia y China– son menos importantes sin dejar de ser relevantes.
El gran perdedor de la segunda revuelta árabe es claramente Estados Unidos. Uno lo constata en la increíble vacilación del gobierno estadunidense en este momento. Estados Unidos (como cualquiera de las otras potencias importantes en el mundo) sitúa un criterio por encima de todos los demás: los regímenes que le son amigables. Washington quiere estar del lado de los ganadores, siempre y cuando el ganador no le sea hostil. ¿Qué hacer entonces en una situación como la de Egipto, que en el presente es virtualmente un Estado clientelar de Estados Unidos? Washington queda reducido a hacer llamados públicos en pos de más “democracia”, de que no haya violencia, y de negociaciones. Tras bambalinas, parecen haberle dicho al ejército egipcio que no avergüence a Estados Unidos disparándole a demasiadas personas. ¿Pero puede sobrevivir Mubarak sin dispararle a mucha gente?
La segunda revuelta árabe ocurre en medio de una caótica situación mundial en la que dominan tres rasgos: una caída en los estándares de vida de dos terceras partes de la población mundial, escandalosos incrementos en los ingresos actuales de un estrato alto relativamente pequeño y una seria decadencia del poder efectivo de la así llamada superpotencia, Estados Unidos. La segunda revuelta árabe, no importa cómo resulte, erosionará aún más el poderío estadunidense, especialmente en el mundo árabe, precisamente porque la única base segura de la popularidad política en estos países, hoy, es la oposición a que Washington se inmiscuya en sus asuntos. Aun aquéllos que normalmente quieren el involucramiento de Estados Unidos, y dependen de éste, encuentran peligroso continuar en esa postura.
El mayor ganador externo es Irán. Sin duda el régimen iraní es visto con considerable sospecha, en parte porque no es árabe y en parte porque es chiíta. Sin embargo, es la política estadunidense la que le otorgó a Irán su regalo más grande, el derrocamiento de Saddam Hussein. Saddam era el más fiero y eficaz enemigo de Irán. Los líderes iraníes probablemente profieren alguna bendición diaria para George W. Bush por su maravilloso regalo. Han construido sobre este golpe de suerte mediante una inteligente política con la que han demostrado estar listos para respaldar movimientos no chiítas tales como Hamas, siempre y cuando confronten fuertemente a Israel y la intrusión estadunidense en la región.
Un ganador menor es Turquía, que ha sido un anatema para las fuerzas populares en el mundo árabe por la doble razón de que es heredera del imperio otomano y una aliada cercana de Estados Unidos. El actual régimen electo popularmente, un movimiento islamita que no busca imponer la ley de la sharia sobre toda la población sino únicamente el droit de cité para la observancia islámica, se ha movido en dirección de apoyar la segunda revuelta árabe, aun con riesgo de comprometer sus anteriores buenas relaciones con Israel y Estados Unidos.
Y por supuesto, los ganadores más grandes de esta segunda revuelta árabe serán, con el tiempo, los pueblos árabes.
Traducción: Ramón Vera Herrera
© Immanuel Wallerstein
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