martes, 28 de abril de 2009

Paul Krugman :El dolor de cabeza de Obama

Newsweek / El Argentino.c0m

Por Evan Thomas

Paul Krugman cuenta con todos los créditos de un miembro destacado del establishment liberal de la Costa Este de EE. UU.: una columna en The New York Times, un cargo de profesor en Princeton, un Premio Nobel en economía. Es el tipo de persona que uno esperaría encontrarse paseándose por la Casa Blanca bajo una Administración demócrata.

Sin embargo, en las opiniones que publica, y quizás en lo más recóndito de su ser, está en contra del establishment. A pesar de que fue la maldición de la Administración Bush, se mostró crítico —por no decir hostil— de la Casa Blanca bajo el mando de Obama. En la columna que publica dos veces por semana y en su blog Conscience of a Liberal (Conciencia de un Liberal), critica a los obamistas por intentar apuntalar un sistema financiero que él considera, básicamente, destruido.
Describe al Secretario del Tesoro, Tim Geithner, y a otros de los principales funcionarios como herramientas de Wall Street (una acusación ridícula, según los defensores de Geithner). Estos hombres y mujeres “no son corruptos”, se apura a decir Krugman en una entrevista con NEWSWEEK. Pero están sufriendo de “ósmosis”, simplemente por pasar demasiado tiempo rodeados de banqueros inversionistas y esa clase de personas.
En su columna del Times, el día en que Geithner anunció los detalles del plan de rescate bancario, Krugman describió su “desesperación” porque Obama “se decidió en apariencia por un plan financiero que, esencialmente, supone que los bancos son solventes y que los banqueros saben lo que están haciendo. Es como si el presidente estuviera empecinado en confirmar la percepción cada vez mayor de que él y su equipo económico perdieron contacto con la realidad, de que su visión económica se ve ensombrecida por lazos excesivamente cercanos a Wall Street”.Si se cree en el poder de persuasión del establishment, leer a Krugman resulta una experiencia incómoda.
Uno espera que esté equivocado, y siente que está siendo un poco duro (especialmente, en lo referente a Geithner), pero a la vez se tiene una sensación de que él sabe algo que los demás no pueden, o no podrán, ver. Por definición, los sistemas creen que deben apuntalar el orden existente. Los miembros de la clase dirigente tienen un interés personal en conservar las cosas más o menos como están. Salvaguardar el status quo, proteger las instituciones tradicionales, puede resultar saludable y útil, reconfortante y tranquilizador.
Pero a veces, detrás del murmullo placentero de los cócteles, la vieja guardia no puede escuchar el sonido del hielo al resquebrajarse. Se puede engañar a la población de cualquier edad mediante la confianza, tal como Liaquat Ahamed demostró en “Lords of finance”, su nuevo libro sobre la locura de los principales banqueros antes de la Gran Depresión, y como David Halberstam reveló en su clásico sobre la Guerra de Vietnam, “The Best and the Brightest”.
Es posible que Krugman esté exagerando la decadencia del sistema financiero o la devoción del equipo de Obama por preservarlo. Pero ¿y si tiene razón, al menos en parte? ¿Qué pasaría si el presidente estuviera desperdiciando su única posibilidad de tomar cartas en el asunto y nacionalizar o reestructurar los bancos antes de que colapsen todos?El Washington de Obama se cuida de no provocar la ira de Krugman más allá de lo necesario. “La Casa Blanca no tiene programas de asistencia serios”, manifiesta el Premio Nobel.
“Nunca estuve con Obama. Pronunció mal mi nombre” (en una conferencia de prensa, y con un leve tono de irritación en su voz, el mandatario invitó al economista, pronunciando mal su nombre, a ofrecer un plan mejor para el sistema bancario).Es posible que Krugman se sienta un poco herido por esta indiferencia de alto nivel, y dijo que lamentaba criticar a funcionarios a quienes consideraba sus amigos, como la presidenta del Consejo de Asesores Económicos de la Casa Blanca, Christina Romer.
Pero no parecía lamentarlo para nada. Krugman está disfrutando de sus 15 minutos de gloria, aunque por momentos parece un poco abrumado. Tiene una combinación extraña: puede mostrarse nervioso, tímido, dulce y terriblemente seguro de sí mismo al mismo tiempo. Disfruta del poder que le da estar afuera. “Nadie tiene un megáfono tan grande como el mío”, asevera. “Si no fuera porque el mundo se está yendo al diablo, sería maravilloso”.
No es probable que Krugman consiga un cargo en el Gobierno, en parte porque tiene una reputación destacada —pero que no contribuye a una carrera gubernamental— que se basa en decirle la verdad al poder. Con un humor mordaz, una vez le contó a un amigo la historia de cuando asistió a una cumbre económica en Little Rock después de que Bill Clinton fuera elegido presidente en 1992. El amigo volvió a contar la historia a NEWSWEEK: “Clinton le preguntó: ‘¿Podemos tener un presupuesto equilibrado y reformar el sistema de salud?’.
Y Paul le contestó ‘No, hay que ser disciplinado. Tiene que elegir’. Luego Paul me dijo ‘Fue la respuesta incorrecta’. A continuación, Clinton se dirige a Laura Tyson y le hace la misma pregunta, y ella responde ‘Sí, por supuesto que es posible, usted tiene la torta y también es quien la come’.
Entonces Paul dijo ‘Ésa fue la respuesta correcta’” (Tyson, que luego se convirtió en presidenta del Consejo de Asesores Económicos de Clinton, no respondió cuando le pedimos que hiciera algún comentario sobre la anécdota). Krugman confirmó la historia a NEWSWEEK con una sonrisa. “Ahora estoy más tolerante”, reconoce.
El economista tiene fama de ser un poco rencoroso. “Se niega a tolerar la estupidez. No soporta ninguna manifestación de arrogancia. No le gusta que lo fastidien”, afirma Sean Wilentz, su amigo y colega profesor de historia de Princeton. “No es un Jim Baker, no es ese tipo de persona de Princeton”, dice, refiriéndose al representante del establishment que fue secretario del Tesoro de Reagan y secretario de Estado de George H. W. Bush. Pero Wilentz aclara que Krugman “no es engreído, no es una persona que hace alarde de su fama”, y que sus colegas académicos, que podrían tenerle mucha envidia, no le guardan rencor.
Los talentosos del nivel de Krugman suelen burlarse de él o provocar su ira intencionalmente. En una conferencia de economía en Tokio en 1994, Krugman dedicó tanto tiempo a recriminar a los demás que sus amigos a propósito comenzaron a decirle cosas que sabían que no eran ciertas, sólo para hacerlo enojar. “Él caía en la trampa todo el tiempo”, dijo una periodista que estuvo ahí. Krugman afirma que no recuerda el incidente, pero dice que es “posible”.
Proveniente de una familia de inmigrantes pobres de origen ruso, y criado en una pequeña casa de los suburbios de clase media de Long Island, Krugman, hoy de 56 años, nunca tuvo la intención de pertenecer al grupo de los innovadores. En la escuela era considerado un nerd, y un día volvió a su casa chorreando sangre por la nariz, pero les pidió a sus padres que no se metieran, que él se cuidaría solo.
“Era un niño tan tímido, que realmente me sorprende su transformación”, afirma Anita, su madre. Krugman dice que se encontró a sí mismo en la obra de ciencia ficción de Isaac Asimov, especialmente en la famosa serie de las Fundaciones: “Eran los nerds los que salvaban a la civilización”.
La universidad de su época “no era la Yale de George Bush”, dice —no había fraternidades ni sociedades secretas, sólo “tomar café en la sala del Departamento de Economía”. Las ciencias sociales, afirma, ofrecían la promesa de lo que él soñaba en la ciencia ficción: “la belleza de presionar un botón para resolver problemas.
A veces, existen soluciones simples: se puede tener una idea genial”.En la búsqueda de su propia idea genial (su modelo y héroe es John Maynard Keynes), Krugman se convirtió en uno de los economistas más importantes del país antes de cumplir los 30 años. Comenzó a trabajar en el Consejo de Asesores Económicos de la administración Reagan cuando tenía 29. Su colega y rival era otro brillante joven economista llamado Larry Summers.
Ambos comparten un tipo de inteligencia aguda, pero sus carreras tomaron diferentes caminos: Summers jugando desde adentro, con lo cual logró convertirse en Secretario del Tesoro durante la Administración de Clinton y en presidente de Harvard, y luego en jefe del equipo de asesores económicos de Obama. Krugman prefirió permanecer en el mundo de las ideas, cumpliendo un papel de “académico irresponsable”, como dice un poco en broma, enseñando en Yale, MIT, Stanford y Princeton.
En 1999, casi rechaza la extraordinaria oportunidad de convertirse en el columnista de la editorial de opinión económica para The New York Times. Temía que si se convertía en un mero transmisor de ideas para atraer al público en general, perdería la oportunidad de ganar el Premio Nobel.Pero en octubre del año pasado, lo ganó.
La mayoría de los economistas entrevistados por NEWSWEEK estuvo de acuerdo en que lo merecía por su trabajo revolucionario sobre el comercio global: su descubrimiento de que las teorías tradicionales de las ventajas comparativas entre las naciones, por lo general, en la práctica no funcionan.Estaba en un hotel por entrar a ducharse cuando sonó su teléfono celular y le comunicaron que había logrado el sueño de su vida.
Al principio pensó que podía tratarse de una broma. La reacción de Robin, su esposa, una vez pasada la excitación inicial, fue: “Paul, vos no tenés tiempo para esto”. Indudablemente, está muy ocupado dando clases y escribiendo sus columnas, libros y hasta seis veces por día en su blog. Krugman cosechó enemigos en la comunidad de economistas.
“Mucho de lo que dice es erróneo y no es tenido en cuenta”, dice Daniel Klein, profesor de economía en la George Mason University. Robert Solow, del MIT y galardonado con el Nobel, que fue su profesor, lo recuerda como una persona “muy retraída y de modales suaves”. Una cosa que todavía conserva es una sonrisa que juega en su rostro cuando habla, como si se estuviera mirando a sí mismo y pensando: “¿Qué estoy haciendo acá?”. “Sin embargo —agregó Solow—, cuando comienza a escribir su columna, su personalidad se adapta a ella”.
La vida académica, estimulada por honorarios por libros y conferencias, ha sido rentable y confortable. Krugman y Robin (su segunda esposa; no tiene hijos) viven en una encantadora casa de madera, piedra y vidrio que construyeron junto a un arroyo en la bucólica Princeton. Krugman señaló que a diferencia de algunos anteriores ganadores de Premio Nobel, no pidió un lugar mejor para estacionar en el campus (no estaba bromeando).
Llegó al Times justo antes de la elección de Bush del año 2000, y pronto estaba escribiendo sobre economía pero también sobre política y seguridad nacional, atacando a la Administración Bush por invadir Irak. Alguien en el diario —Krugman no dirá quién— le dijo que bajara un poco el tono y se limitara a lo que conocía.
“Los puse nerviosos”, afirma. En 2005, Daniel Okrent, ombudsman del Times, escribió: “El columnista Paul Krugman tiene la perturbadora costumbre de delinear, rebanar y citar números selectivamente, de un modo que agrada a sus seguidores, pero lo deja vulnerable ante ataques de cierta magnitud”. Krugman dice que Okrent “cedió” ante la crítica de ideólogos conservadores (“Traté de ser un intermediario honesto”, alega Okrent.
“Pero cuando alguien desafiaba a Krugman con respecto a determinados datos, tendía a cuestionar la motivación y a ignorar el fundamento”). Ideológicamente, Krugman es un socialdemócrata europeo. Educado para rendir culto al New Deal, dice: “No soy una persona desbordante de compasión humana. Es una cosa más intelectual.
Yo no compro la idea de que el egoísmo es siempre bueno”. En la elección de 2008, Krugman primero se inclinó hacia el populista John Edwards y luego hacia Hillary Clinton. “Obama ofrecía un plan de salud débil”, explica. En general, Krugman elogia las iniciativas de Obama en su presupuesto de aplicar impuestos a los ricos e intentar una reforma masiva del sistema de salud. Sobre el sistema financiero dice que seguirá insistiendo para que la Casa Blanca vea los fundamentos de su argumento —que el Estado debe garantizar las obligaciones de los bancos en todos los países y nacionalizar a los grandes bancos “zombies”—, y de inmediato.
“La gente quiere confiar en Obama”, agrega Krugman. “Ésta todavía es la crisis de Bush. Pero si esperan, Obama será acusado de tener una participación real en el problema”.Los funcionarios de la Administración de Obama no dan importancia a los argumentos de Krugman, al menos no oficialmente. Uno de ellos señaló que los críticos especializados tienen un 60 por ciento de probabilidades de tener razón, y sólo intentan demostrar eso.
No tienen nada que perder, salvo lectores, y muchos de los seguidores de Krugman le perdonan sus posiciones erróneas.En cambio, el Gobierno no se puede dar el lujo de no acertar. Si Obama se equivoca, podría realmente hacer colapsar el mercado de valores y llevar a la economía a la depresión. La sugerencia de Krugman de que el Estado podría hacerse cargo del sistema bancario es absolutamente imposible, según los asesores de Obama.
Krugman pone como ejemplo a Suecia, que nacionalizó sus bancos en la década de 1990. Pero Suecia es pequeña. EE. UU., con 8.000 bancos, tiene un sistema financiero muchísimo más complejo. Además, el Gobierno federal no tiene ni la mano de obra ni los recursos necesarios para hacerse cargo del sistema bancario.El economista sostiene que está llevando adelante una batalla filosófica contra los plutócratas y los cambistas.
Aunque cree que Wall Street capturó a Geithner, tiene esperanzas depositadas en Summers. “Tengo una fuerte sospecha de que si Larry estuviera afuera y yo estuviera adentro, estaríamos intercambiando los roles”, manifiesta, pero agrega: “Bueno, no del todo. Larry tiene más fe en los mercados. Yo soy más intervencionista”.
Krugman cree que Obama necesita algún tipo de “iluminado” que lo asesore y menciona a Paul Volcker, el ex presidente de la Reserva Federal que dominó la inflación con Reagan y que ahora dirige un panel de asesores del presidente. ¿Y qué tal el propio Krugman para ese rol? “No nací para el anonimato”, afirma, de manera descuidada, en su oficina de Princeton. Se describe como un “pesimista nato” y un “rebelde natural”. Pero agrega: “Lo que sí tengo es voz”. Y es cierto. Con P. Wingert, D. Stone, M. Hirsh y D. Fine Maron.

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