miércoles, 15 de abril de 2009

Somalia: El lugar más peligroso del mundo


Foreign Policy Edición española
Jeffrey Gettleman
"Pero en ningún sitio he tenido tanto miedo como en la Somalia actual, donde a uno pueden secuestrarlo o dispararle en la cabeza en menos tiempo del que tarda en secarse el sudor de la frente.
Desde los espesos pantanos que rodean Kismayo en el sur, perfectos para emboscadas, hasta el laberinto letal de Mogadiscio, pasando por la guarida pirata de Boosaaso, en el Golfo de Adén, Somalia es nada más y nada menos que el lugar más peligroso del mundo."

Cuando uno aterriza en el aeropuerto internacional de Mogadiscio debe rellenar un impreso con su nombre, la dirección y el calibre del arma que lleva. Se crea o no, este desastre de ciudad, la capital de Somalia, recibe todavía vuelos comerciales. Algunos no han salido bien parados: al final de la pista quedan todavía restos de un avión ruso de carga derribado en 2007.

Más allá del aeropuerto se encuentra uno de los monumentos al conflicto más asombrosos del mundo: kilómetro tras kilómetro de edificios derruidos e incendiados. La arquitectura de estilo italiano de la capital, en otro tiempo una joya, ha quedado reducida a un montón de ladrillos despedazados por las ametralladoras.

Somalia vive desgarrada por la violencia desde que el Gobierno central se vino abajo, en 1991. Dieciocho años después y 14 intentos fracasados de formar gabinete, las matanzas continúan: atentados suicidas, bombas de fósforo blanco, decapitaciones, lapidaciones, grupos de adolescentes atiborrados de una droga local llamada khat que disparan unos contra otros y a todo lo que pille en medio... Incluso, de vez en cuando, misiles de crucero norteamericanos que caen del cielo.

Y en el mar se vive la misma batalla campal. Los piratas somalíes amenazan con estrangular la estratégica vía marítima del Golfo de Adén, que atraviesan 20.000 buques cada año. En 2008, esos bucaneros secuestraron más de 40 navíos y obtuvieron hasta 100 millones de dólares en rescates. Es la mayor epidemia de piratería de la era moderna.


En mis más de doce viajes a este país durante los últimos dos años y medio, he aprendido a reelaborar mi propia definición de “caos”. He sentido la furia de la insurgencia iraquí en Faluya. He pasado noches sobrecogedoras en una cueva afgana.

Pero en ningún sitio he tenido tanto miedo como en la Somalia actual, donde a uno pueden secuestrarlo o dispararle en la cabeza en menos tiempo del que tarda en secarse el sudor de la frente. Desde los espesos pantanos que rodean Kismayo en el sur, perfectos para emboscadas, hasta el laberinto letal de Mogadiscio, pasando por la guarida pirata de Boosaaso, en el Golfo de Adén, Somalia es nada más y nada menos que el lugar más peligroso del mundo.

El país entero se ha vuelto un campo de cultivo de caudillos, piratas, secuestradores, fabricantes de bombas, rebeldes islamistas fanáticos, pistoleros independientes y jóvenes desocupados y airados que carecen de educación y tienen demasiadas balas. Aquí no existe una Zona Verde, ningún lugar fortificado al que correr como último recurso si, Dios no lo quiera, uno resulta herido o se ve en apuros. En Somalia, cada cual se las arregla como puede.

Los hospitales casi no tienen gasas para tratar todas las heridas.El caos está desbordando las fronteras de Somalia y agitando tensiones en Kenia, Etiopía y Eritrea, por no hablar de la piratería que infesta los mares. Es posible que la exportación de los problemas no haya hecho más que empezar. Los insurgentes islamistas relacionados con Al Qaeda están convirtiendo Somalia en un polo de atracción para los combatientes más peligrosos del mundo.

Esos hombres volverán (si sobreviven) a sus países y difundirán su espíritu asesino. El Gobierno de transición de Somalia, una creación de la ONU que estaba tocada de muerte desde que nació hace cuatro años, está a punto de perecer definitivamente, y quizá eso dé pie a una nueva misión internacional de rescate condenada al fracaso. Abdullahi Yusuf Ahmed, el veterano presidente respaldado por EE UU, dimitió en diciembre después de una amarga disputa con el primer ministro, Nur Hassan Hussein.

A primera vista, el conflicto estalló por un acuerdo de paz con los islamistas y por unos cuantos puestos en el Gabinete. En realidad, seguramente, no importaba nada. A principios de este año, la zona controlada por el Gobierno se reducía a un par de manzanas de la capital. En Somalia, cuando parece que las cosas no pueden ir aún peor, empeoran.

Además de la crisis política, están volviendo a aparecer todos los elementos para una auténtica hambruna –guerra, desplazamientos, sequía, aumento increíble del precio de los alimentos y éxodo de las organizaciones de ayuda–, igual que a principios de los 90, cuando murieron de hambre cientos de miles de somalíes. En mayo vi, a la puerta de una cabaña, a un niñito enfermo que se acurrucaba junto a su madre moribunda. La ropa de la mujer estaba empapada. Su respiración era entrecortada. Llevaba días sin comer. Un anciano se me acercó y dijo: “Seguro que va a morir”, y se fue.

PARADOJA POLÍTICA

Ha llegado la hora de la verdad para Somalia, pero el mundo está como yo, observando desde la puerta dos décadas de anarquía, sin saber qué hacer. Las intervenciones pasadas han fracasado de tal forma que nadie quiere volver a quemarse los dedos. EE UU ha sido uno de los peores entrometidos: sus fuerzas han combatido con los caudillos depredadores en momentos inoportunos y nunca han sabido valorar la importancia del clan y de la religión.

Como consecuencia, Somalia se ha convertido en un cementerio de errores de política exterior que han radicalizado a la población, han intensificado la inseguridad y han llevado a millones de personas al borde de la inanición. Somalia es una paradoja política: unida en la superficie y venenosamente dividida por debajo.

Es una de las naciones-Estado más homogéneas del mundo; casi todos sus habitantes –entre nueve y diez millones– hablan la misma lengua (somalí) y comparten religión (islam suní), cultura y etnia. Sin embargo, en Somalia lo importante es el clan.

Los somalíes se dividen en un número asombroso de clanes, subclanes, subsubclanes, y así sucesivamente, con lealtades cambiantes y unos complejos antecedentes que llevan años confundiendo a los forasteros. A finales del siglo XIX, los italianos y los británicos se repartieron la mayor parte del país, pero sus esfuerzos para imponer las leyes occidentales nunca triunfaron del todo.


Las disputas solían resolverlas los ancianos de los clanes. La disuasión era fundamental: “Mátame y sufrirás la ira de todo mi clan”. Con el tiempo, da la impresión de que allí donde se dejó que imperasen las costumbres locales, como Somaliland –en manos británicas–, les ha ido mejor que a las zonas en las que la administración colonial italiana suplantó el papel de los ancianos, como Mogadiscio.

Somalia obtuvo la independencia en 1960, pero rápidamente se convirtió en un peón de la Guerra Fría, valorado por su situación estratégica en el Cuerno de África. Primero fueron los soviéticos quienes introdujeron armas, y luego EE UU. Un país pobre, casi completamente analfabeto y principalmente nómada se transformó en un inmenso depósito de armas a punto de estallar. El Gobierno central apenas podía mantener el control.

Ya en los 80, el general de división Mohamed Siad Barre, el caprichoso dictador que gobernó entre 1969 y 1991, recibía el apodo despreciativo de “alcalde de Mogadiscio”, porque gran parte del país estaba fuera de su control. Cuando los caudillos de los clanes le derrocaron en 1991, los señores de la guerra emplearon todo ese armamento militar unos contra otros y emprendieron combates por cada puerto, cada pista de aterrizaje, cada muelle de pesca, cualquier cosa que pudiera aportar un beneficio.

Se mataba a la gente por unos cuantos céntimos. Se violaba a las mujeres con impunidad. El caos engendró una nueva clase de parásitos beneficiarios de la guerra –tratantes de armas, narcotraficantes, importadores de leche infantil caducada–, gente interesada en que el caos continuara. Somalia se convirtió en lo más parecido al estado natural de Hobbes, en el que la vida era desagradable, brutal y breve. Llamarlo un Estado fallido es generoso.

La República Democrática del Congo es un Estado fallido. Zimbabue también. Pero esos países, por lo menos, tienen ejércitos nacionales y cuerpos de funcionarios, aunque estén corruptos. Somalia, desde 1991, no es un Estado, sino un espacio sin leyes ni Gobierno en el mapa, situado entre sus vecinos y el mar.En 1992, el presidente estadounidense George H. W. Bush trató de ayudar y envió a miles de marines para proteger los envíos de alimentos.

Era el comienzo del “nuevo orden mundial”, y muchos creían que EE UU, sin una superpotencia rival, podía dirigir los acontecimientos internacionales con justicia. Somalia resultó un principio penoso. Bush y sus asesores malinterpretaron el poder de los clanes y no comprendieron la feroz lealtad de los somalíes hacia sus líderes. La sociedad somalí suele dividirse y subdividirse en disputas internas, pero se apresura a unirse frente a un enemigo exterior.

EE UU aprendió la lección con sangre cuando sus fuerzas trataron de capturar al caudillo más importante del momento, Mohammed Farah Aidid. El resultado fue el tristemente famoso episodio del Black Hawk derribado, en octubre de 1993. Miles de milicianos somalíes salieron a la calle con cohetes lanzagranadas y en chancletas.

Derribaron dos helicópteros Black Hawk estadounidenses, mataron a 18 soldados y arrastraron sus cuerpos por las calles. Era el primer golpe que recibía EE UU en Somalia.Humillados, los estadounidenses se retiraron y dejaron Somalia a su merced. Durante los 10 años siguientes, Occidente, en general, se mantuvo alejado. Pero las organizaciones árabes, muchas procedentes de Arabia Saudí y seguidoras de la estricta rama wahabí del islam suní, ocuparon su lugar.

Construyeron mezquitas, escuelas coránicas y servicios sociales, con lo que estimularon un renacimiento islámico. A principios de este siglo, los ancianos de los clanes de Mogadiscio establecieron una red informal de tribunales de barrio para imponer cierto orden en una ciudad que lo anhelaba desesperadamente. Detuvieron a ladrones y asesinos, los encerraron y celebraron juicios.

Si había unos principios en los que los diferentes clanes podían estar de acuerdo, era en la ley islámica, la sharia, de modo que llamaron a su red la Unión de Tribunales Islámicos. La comunidad económica de Mogadiscio vio una oportunidad. En la ciudad estaban los señores de la guerra, es decir, los caudillos, y los señores del dinero.


Mientras los primeros despedazaban el país, los grandes empresarios de Somalia lo mantenían en pie y garantizaban –con pingües beneficios– muchos de los servicios que suele proporcionar un Gobierno, como la sanidad, las escuelas, la electricidad y hasta un correo privatizado. Llegaron incluso a regular la política monetaria de Somalia, por lo que el chelín somalí fue más estable en la década de los 90 –sin un banco central– que en los 80, cuando había un Gobierno.

Pero sus beneficios iban acompañados de grandes riesgos, como la inseguridad crónica y la extorsión. Los islamistas se erigieron en la solución, porque ofrecían seguridad sin impuestos y administración sin gobierno. Los señores del dinero empezaron a proporcionarles armas.En 2005, la CIA vio lo que ocurría y volvió a interpretar mal las señales.

Así que EE UU recibió su segundo golpe. Tras los atentados del 11 de septiembre, Somalia se había convertido en un motivo de preocupación. Se temía que acabara convirtiéndose en una fábrica de yihadistas, como Afganistán. Poco importaba que no hubiera demasiadas pruebas. Algunos analistas militares advirtieron que era un país demasiado caótico hasta para Al Qaeda, porque era imposible saber en quién confiar. Pese a ello, el Gobierno de George W. Bush elaboró una estrategia para acabar de forma barata con los islamistas.

La CIA delegó la lucha en los caudillos, los mismos matones que llevaban años aprovechándose de la población. Según un señor de la guerra con el que hablé en marzo de 2008, unos agentes estadounidenses llamados James y David llegaron a la capital con maletas llenas de dinero. “Úsenlo para comprar armas”, dijeron. “Envíennos un correo electrónico si tienen alguna duda”. El hombre me enseñó la dirección: no_email_today@yahoo.com.

El plan salió mal. A los somalíes les gusta hablar; el país, irónicamente, tiene uno de los mejores y más baratos servicios de teléfonos móviles de África. Rápidamente se extendió la voz de que los caudillos, a los que ya no quería nadie, estaban cumpliendo las órdenes de los estadounidenses. Eso hizo aún más populares a los islamistas, que en junio de 2006 consiguieron expulsar al último señor de la guerra de Mogadiscio.

Entonces ocurrió algo aparentemente increí-ble: los islamistas calmaron la situación. Lo comprobé con mis propios ojos. Cuando llegué a Mogadiscio en septiembre de 2006, vi cuadrillas recogiendo la basura y niños nadando en la playa. Por primera vez en años, no se oían disparos por la noche. Los islamistas habían unido a clanes rivales bajo la bandera de la fe y habían desarmado a gran parte de la población, con el consentimiento de los clanes, por supuesto. Incluso actuaron contra la piratería e intentaron convencer a los pueblos costeros para que dejasen de apoyar a los bucaneros.

Cuando no lo lograron, asaltaron los buques secuestrados. Según la Oficina Marítima Internacional de Londres, en 2006 hubo 10 ataques piratas frente a las costas de Somalia, el menor número de toda esta década.El breve reinado de paz de los islamistas fueron los únicos seis meses de calma que ha tenido Somalia desde 1991.


Pero una cosa era unirse para derrocar a los señores de la guerra y otra muy distinta decidir qué hacer a continuación. Enseguida se abrió una brecha entre los moderados y los extremistas, que estaban empeñados en librar una yihad. Una de las facciones más radicales fue el Shahab, un ejército formado por diversos clanes con una interpretación estrictamente wahabí del islam.

El Shahab circulaba por Mogadiscio en grandes camiones negros y daba palizas a las mujeres que mostraban los tobillos. Hasta los otros pistoleros islamistas les temían. En diciembre de 2006, parte de la población empezó a protestar contra ellos porque habían hecho desaparecer su amada khat, la hoja ligeramente estimulante que los somalíes mastican como si fuera chicle.

Se dijo que los jefes del Shahab colaboraban con yihadistas extranjeros, y el Departamento de Estado los incluyó en la lista de organizaciones terroristas. Las autoridades estadounidenses afirman que este grupo da refugio a los hombres que organizaron los atentados contra las embajadas de EE UU en Kenia y en Tanzania en 1998.


OPORTUNIDAD PERDIDA

Es posible que Somalia haya acogido a personajes siniestros, pero el país no era, ni mucho menos, el caldo de cultivo terrorista en el que se ha convertido hoy. En 2006 surgió una pequeña oportunidad para separar a los islamistas moderados de grupos como el Shahab, y algunos representantes estadounidenses, como el congresista demócrata Donald Payne, presidente de la subcomisión de la Cámara para África, lo intentaron. Payne y otros se reunieron con los moderados y les animaron a negociar un reparto de poder con el Gobierno de transición.

Sin embargo, la Casa Blanca volvió a recurrir a la pólvora. EE UU no iba a encargarse personalmente de la lucha, porque el envío de tropas a Somalia, con las guerras de Irak y de Afganistán en pleno apogeo, habría sido considerado una insensatez. Pero sí designó un sustituto: el Ejército etíope. Esta decisión iba a desencadenar el tercer golpe. Etiopía es uno de los mejores amigos de EE UU en África, y su Gobierno ha cultivado cuidadosamente una imagen de bastión del cristianismo en una región llena de extremismo islámico.

Las autoridades etíopes supieron decir a la Administración Bush lo que ésta deseaba oír: que los islamistas eran terroristas que podían poner en peligro toda la región, e incluso atacar a los turistas norteamericanos en la vecina Kenia.Como es natural, Adis Abeba tenía sus propios intereses. Etiopía es un país con unos dirigentes mayoritariamente cristianos, pero en el que casi la mitad de la población es musulmana.

Que se produzca un despertar islámico no es más que cuestión de tiempo. Además, el Gobierno etíope lucha contra varios grupos rebeldes, entre ellos uno muy poderoso de etnia somalí. Una Somalia islamista podía llegar a ser una cabeza de puente rebelde. Y los islamistas de Somalia podían terminar aliándose con Eritrea, el enemigo acérrimo de Etiopía, que es exactamente lo que sucedió. En Washington, no todos se tragaron los argumentos etíopes.

El país tiene un historial de derechos humanos espantoso, y el Ejército (que recibe ayuda de EE UU para formación en ese aspecto) ha encajado muchas acusaciones de maltrato a su propia gente. Pese a ello, en diciembre de 2006, la Casa Blanca compartió informaciones valiosas con Adis Abeba y le dio luz verde para invadir Somalia.

Miles de soldados etíopes atravesaron la frontera (muchos estaban ya en secreto allí desde hacía meses) y derrotaron a las tropas islamistas en una semana. Había algunos grupos de las Fuerzas Especiales estadounidenses con ellos. EE UU lanzó además varias ofensivas aéreas para intentar acabar con los líderes islamistas, así como misiles de crucero dirigidos contra presuntos terroristas.

Casi todos estos ataques han fracasado, han matado a civiles y han contribuido a alimentar el sentimiento antiamericano.Los islamistas pasaron a la clandestinidad y el Gobierno de transición llegó a Mogadiscio. Hubo algunos vítores y muchos abucheos, y la insurgencia se reanimó en cuestión de días. Muchos criticaron al Gobierno de transición y afirmaron que no era más que una camarilla de antiguos caudillos, lo que era cierto. Era el 14º intento de establecer un Gobierno central desde 1991.

Ninguno había salido bien. Es verdad que algunos de los detractores no son más que tipos que se benefician de la guerra y están decididos a derrocar cualquier Administración. Pero gran parte de la responsabilidad corresponde a lo que este Gobierno de transición ha hecho o ha dejado de hacer. Desde el principio, sus responsables parecieron mucho más interesados en quién obtenía qué cargo que en estar a la altura de lo que se esperaba de ellos.

Rápidamente, el Gabinete perdió el apoyo de los clanes fundamentales en Mogadiscio por sus tácticas duras (e ineficaces) para tratar de eliminar a los insurgentes y por su dependencia de las tropas etíopes. Etiopía y Somalia se han enfrentado en varias guerras por la disputada región de Ogaden, que ahora reclama Adis Abeba y que es étnicamente somalí, de modo que muchos vieron la alianza con Etiopía como una traición.

Los islamistas apelaron a ese sentimiento y se presentaron como los auténticos nacionalistas somalíes, con lo que volvieron a obtener un amplio respaldo. Como resultado, se produjeron intensos combates callejeros entre insurgentes islamistas y las tropas etíopes, en los que murieron miles de civiles. Las fuerzas de Adis Abeba han bombardeado de forma indiscriminada barrios enteros (lo cual ha provocado una investigación de la Unión Europea sobre crímenes de guerra) e incluso han empleado bombas de fósforo blanco, que literalmente derriten a un individuo, según Naciones Unidas.

Cientos de miles de personas han huido de Mogadiscio y se han refugiado en campamentos que son terreno abonado para la enfermedad y el resentimiento. La muerte es más frecuente e indiscriminada que nunca. En la capital conocí a un hombre que estaba charlando con su mujer por el teléfono móvil cuando un proyectil de mortero perdido la segó por la mitad. Otro salió a dar un paseo, recibió un tiro en una pierna en un cruce de disparos y pasó siete días alimentándose de hierba, hasta que el combate terminó y pudo salir a rastras del lugar.

Para los periodistas también es increíblemente peligroso. Son pocos los que se atreven ya a viajar a Somalia. Los secuestros están a la orden del día. Unos amigos míos que trabajan para Naciones Unidas en Kenia me aseguraron que tenía un 100% de posibilidades de que me metieran en el maletero de un Toyota o de que me dispararan (o ambas cosas) si no contrataba una milicia privada. Ahora, cada vez que aterrizo, pago a diez pistoleros que me protegen.

A finales de enero, el único territorio que controlaba el Gobierno de transición era un enclave federal cada vez menor en Mogadiscio, protegido por un pequeño contingente de las fuerzas de paz de la Unión Africana. En cuanto los etíopes salieron de la capital, estallaron crueles luchas entre las distintas facciones islamistas deseosas de llenar el vacío de poder.

Los islamistas no tardaron más que unos días en recapturar la tercera ciudad del país, Baidoa, e instaurar la ley de la sharia. El Shahab no es tremendamente popular, pero es temible; por ahora cuenta con una milicia motivada y disciplinada, con cientos de combatientes convencidos y seguramente miles de pistoleros aliados.

La violencia no muestra indicios de acabar, ni siquiera con la elección de un nuevo presidente, un islamista moderado que, irónicamente, fue uno de los responsables de la Unión de Tribunales Islámicos en 2006. Si el Shahab se hace con el control del país, tal vez no se detenga ahí. Quizá envíe a sus duros combatientes en viejos camiones todoterreno a Etiopía, Kenia e incluso Djibuti para tratar de recuperar las zonas de habla somalí de esos países.

Esta posibilidad forma parte desde hace mucho de un etéreo sueño pansomalí. La lucha para alcanzar ese objetivo internacionalizaría el conflicto y seguramente arrastraría a los países vecinos y a sus aliados. El Shahab también podría llevar a cabo una guerra asimétrica y enviar terroristas a los vecinos laicos de Somalia y a los países que los respaldan; sobre todo, EE UU.

Eso trastornaría una dinámica ya combustible en el Cuerno de África y serviría de catalizador para otros conflictos. Por ejemplo, Etiopía y Eritrea libraron una sangrienta guerra fronteriza a finales de los 90 en la que murieron 100.000 personas, y ambos países siguen muy militarizados en sus lindes. Si el Shahab, que presume de contar con el apoyo eritreo, se hiciera con Somalia, quizá veríamos el segundo asalto de Etiopía contra Eritrea.

En el peor de los casos, la violencia podría dar lugar a millones de personas desplazadas en toda la región, cortes en la producción de alimentos y la interrupción de la ayuda. En pocas palabras, una hambruna en una de las partes del mundo eternamente más necesitadas. Una vez más.Lo más difícil de todo tal vez sea simplemente evitar lo peor.

Una de las mejores sugerencias que he oído es la de aprovechar las ventajas que le da a Somalia el ser una sociedad fluida y descentralizada, con mecanismos locales para resolver los conflictos. La base para instaurar el orden tendría que consistir en gobiernos dependientes de los clanes en los pueblos, aldeas y barrios.

Esos pequeños feudos podrían unirse para formar gobiernos de distrito y regionales. El último paso sería unir a esos gobiernos regionales en una especie de federación nacional que coordinase, por ejemplo, los problemas de divisa o los esfuerzos contra la piratería, pero que no marginase a los dirigentes locales.

LA VUELTA DE LOS ISLAMISTAS

Las potencias occidentales deberían hacer todo lo posible para incluir a los islamistas moderados en el Gobierno de transición mientras éste siga existiendo. Le guste o no a la gente, muchos somalíes creen que la ley islámica es la respuesta. Tal vez no les agrade la variante más dura impuesta por el Shahab, que, por lo menos en una ocasión, ha condenado a morir lapidada a una adolescente que había sido violada (un tribunal islámico la declaró culpable de adulterio).

Sin embargo, existe cierto deseo de un gobierno islámico. No hay que confundir ese anhelo con el apoyo al terrorismo.Otra idea más radical es que Naciones Unidas se haga cargo del Gobierno y administre Somalia con un mandato al estilo de Timor Oriental.

Ahora bien, Somalia ya ha sido un país independiente, por lo que es posible que la población no aceptase esta solución. Para que funcionase, la ONU necesitaría delegar su autoridad en los jefes de los clanes, que poseen una influencia considerable. En cualquier caso, los diplomáticos tendrían que trabajar más con los señores del dinero y menos con los señores de la guerra.

Pero el problema de Somalia es que, tras 18 años de caos, con tantos muertos, tantos pistoleros que ascienden y luego pierden su poder, es muy difícil saber quiénes son los verdaderos líderes, si es que existen. No sólo hay que reconstruir el páramo de edificios destruidos de Mogadiscio; hay que recomponer toda la psique nacional.

El país entero padece un caso agudo de síndrome postraumático. Los somalíes tendrán que superar los estrechos intereses de clanes, en los que se han refugiado para sentirse protegidos, y adoptar la idea de una nación. Si se consigue, eso no será más que el principio.

Casi una generación entera de somalíes no tiene ni idea de qué es un gobierno ni de cómo funciona. He visto a esa generación de mirada vidriosa en todo el país, ociosos en las esquinas llenas de huellas de las balas y con aire ausente en las traseras de los camiones, con los Kaláshnikovs en la mano y ningún sitio al que ir.

Para ellos, la ley y el orden son conceptos absolutamente abstractos. Para ellos, la única ley es el cañón de una ametralladora.

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